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Tlachinollan

Nuestra carne desgarrada

*Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

Entre los pueblos de la Montaña el encuentro con los difuntos  perdió su sentido festivo. La lluvia que no cesa aumenta no solo el temor, sino los riesgos de que más vidas se puedan perder. Los estruendos de la tierra preludian el desgajamiento de más cerros, así como mayores derrumbes y agrietamiento de los suelos. Las secuelas de las tormentas persisten y se profundizan: los caminos de terracería son transitables mientras la lluvia amaina. Solo por las mañanas se puede entrar a las comunidades, porque las tardes y las noches son de frío, lodo y de agua pertinaz.
El amarillo fulgurante de las flores de cempasúchil que tapizan las tumbas de los difuntos, perdió su magia y su calidez por la escasez de alimentos y bebidas. Las familias ya no pudieron compartir ni disfrutar, con la misma alegría de otros años, el maíz nuevo con el que elaboran los tamales, los shatos, el atole, el pozole y las tortillas. Esta abundancia efímera que cada año celebran en los panteones comunitarios, tuvo un dejo de pesadumbre, por todo lo que perdieron: casa, cultivos y vidas.
A la casa paterna ya no llegaron todos los familiares que andan dispersos y que por única ocasión se dan el lujo de visitar sus comunidades, para saborear los frutos nuevos de la tierra. Su ausencia la resintieron todos, porque son los hijos e hijas que trabajan en las ciudades o en los campos agrícolas  y que son el  sostén de la casa. Tampoco llegó algún chavo o chava que están en el gabacho,  y que son los que traen dinero, ropa, y las noticias más recientes de los demás familiares que trabajan en Estados Unidos. Las largas filas, que desde las 5 de la mañana, forman las esposas o abuelos en las calles de Tlapa para recoger algún envío de dinero en Elektra, los bancos o las casas de cambio, nos indican dónde están cimbradas las esperanzas de las familias pobres de la Montaña para poder sobrevivir. El campo no sólo quedó en ruinas por los desastres naturales, sino por el abandono, desatención y corrupción de las autoridades que han escalado la pirámide del poder pisoteando los derechos de los pueblos.
La costumbre prehispánica de quemar la vela durante toda la noche sobre la tumba de los difuntos, sigue siendo la expresión más sublime de un misticismo arraigado que es la parte intangible de la identidad de los pueblos que resisten y se rebelan contra los usurpadores. La noche del primero de noviembre, las cimas de la montaña se iluminaron con las miles de velas encendidas que representaron a miles de hombres y mujeres reunidos en torno a sus difuntos en los panteones. Rezando para que en el mundo de los muertos no sufran los que ya se fueron, y pidiendo bendiciones para que en el mundo de lo vivos pare el mal tiempo y se vayan la enfermedad, el hambre y la muerte.
En este temporal las familias indígenas no solo vieron cómo se desgajaban los cerros sino que escuchaban el rugir de la tierra que se agrietaba y se hundía. La fuerza devastadora de la lluvia los colocó en el umbral de la desesperanza, porque su mismo hábitat se derruía sin poder hacer nada. Imperó el caos, la incertidumbre, el miedo, la desolación y el trato deshumanizante de los políticos. De la noche a la mañana amanecieron con la tragedia del no ser y del no tener,  que les impedirá reconstruir su vida familiar y comunitaria para lo que resta de este año y para toda la temporada de secas, que es cuando arrecia el hambre.
En estas noches en vela, los pueblos junto con sus difuntos hablaron sobre lo que les depara el futuro. ¿En quién o quiénes depositarán sus esperanzas para reconstruir su vida comunitaria? ¿Tendrán que abandonar la tierra que los vio nacer, donde está plasmada su historia, donde descansan sus abuelos y donde está su único patrimonio con el que han podido subsistir? ¿Cómo darle orden a este caos, por dónde empezar, cuál es la palanca que les permitirá remover estos escombros y adquirir la fuerza suficiente para salir airosos? Las comunidades damnificadas de la Montaña enfrentan con ahínco este desafío. Se han acuerpado para protegerse, para compartir los bienes y para habilitar sus campamentos que les permitan sobrevivir ante las inclemencias del tiempo y ante la falta de respuestas eficaces por parte de las autoridades. Lo poco que da la tierra todavía les alcanza para cubrir las necesidades básicas. La dieta basada en el maíz y frijol tendrá que ser más restringida para que puedan ir engañando al hambre, en lo que termina el año. Son más familias las que están planeando salir a  trabajar a los campos agrícolas, sin embargo, la incertidumbre que les da salir, por no tener la seguridad de conseguir trabajo para todos y por varios meses, trunca sus ilusiones de obtener dinero, y con ello poder sobrevivir.
Los asesinatos de cinco jornaleros de San Pedro Acatlán, municipio de Tlapa, acaecidos en Yurécuaro, Michoacán son tragedias que se suman a las demás muertes de personas  que sucumbieron con las tormentas. Las muertes de los jornaleros afecta en lo más profundo a miles de familias pobres que viven de este trabajo y que ahora  temen ser víctimas de la violencia que impera en las  empresas agrícolas, donde también se han transformado en campos de batalla que se disputan los grupos de la delincuencia organizada.
Esta compleja realidad ha obligado al Consejo de Comunidades damnificadas de la Montaña a trabajar en una estrategia regional que  permita a las familias hacer frente al problema básico del hambre. No se puede mirar a la Montaña solo con ojos de conmiseración y con una visión meramente asistencialista, sin tomar en cuenta la opinión y decisión de las comunidades damnificadas. En términos de las afectaciones materiales, las comunidades de la Montaña son las que más daños siguen enfrentando, porque el sustento de su vida colectiva quedó destruido, máxime que esta región padece desde hace siglos condiciones estructurales de marginación. Las tormentas no solo causaron daños que demandan atención urgente, como la reconstrucción de caminos, puentes y la construcción o reparación de sus viviendas,  sino que nos encontramos al borde de una crisis alimentaria. La pérdida de la cosecha de maíz de autoconsumo que ya no se recogerá en este fin de año y que corresponde a este ciclo agrícola, arroja a miles de familias fuera de sus comunidades para ir en busca de trabajo para poder comer.
Esta crisis alimentaria que empieza a causar incertidumbre y desesperación entre las familias damnificadas debe abordarse como un problema estratégico por parte de las autoridades de los tres niveles de gobierno. Demanda ante todo sopesar el sentir de la población afectada, escuchar sus planteamientos, analizar las propuestas y trabajar de cara a las comunidades para atender el problema del hambre desde un enfoque de derechos, es decir,  de proteger el derecho a la alimentación de las comunidades indígenas de la Montaña, que se encuentran en riesgo.
En esta tesitura el Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña está trabajando en una propuesta integral sustentada en la nueva reforma  al artículo cuarto de la Constitución que señala que “toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad. El Estado lo garantizará”.  Las mismas autoridades mexicanas han firmado y ratificado tratados internacionales que reconocen este derecho, que con la reforma de derechos humanos contenida en el artículo primero de nuestra Constitución realizada en el 2011, tales derechos se encuentran en la cúspide del ordenamiento jurídico de nuestro país. Por lo mismo, todas las autoridades tienen la obligación de promoverlos, protegerlos, respetarlos y garantizarlos.
Para prevenir una hambruna y conflictos de alta intensidad es impostergable diseñar una política pública integral de abastecimiento gratuito de granos básicos, que garantice la inclusión y la participación de las autoridades comunitarias en el diseño y aplicación de la propuesta. Solo sin hambre las personas y las comunidades de la Montaña podrán enfrentar adecuadamente los desafíos de la reconstrucción. El suministro de maíz debe verse como la parte transversal de la reconstrucción comunitaria, el eje que dinamiza la vida y moviliza  a los pueblos. Representa además el centro de la dieta y de la vida comunitaria porque es el motor que le da fuerza y sentido a su proyecto societal del buen vivir.
Se trata de un esfuerzo inédito de parte de las comunidades indígenas en coordinación con organizaciones de productores pequeños y medianos  de maíz y con organizaciones sociales y civiles, que de manera propositiva se busca hacer frente a la amenaza del hambre y que necesariamente requiere del involucramiento de las autoridades para que los planteamientos de la población afectada encuentre no solo eco, sino una atención apropiada que marque un gran precedente. Es un gran reto para el gobierno federal y del estado atender y entender en su justa dimensión esta propuesta integral que en breve el Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña les hará llegar.
El clamor de estos pueblos olvidados es el martilleo de la memoria colectiva de quienes han entregado su vida para luchar contra el hambre y la exclusión. Son los cuerpos descarnados y la carne desgarrada de los antepasados que se fueron con la ilusión de que los hijos e hijas sean los sembradores de esperanza. El sueño colectivo es que en la Montaña llueva maíz para que florezca la vida comunitaria, que es el otro mundo donde las personas en las cimas de los cerros y en las barrancas, encuentran la felicidad en el dar y el compartir.

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