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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Los 13 asesinatos, una guerra desde los sótanos del poder

Andrés Manuel López Obrador ofreció el martes pasado hablar con el gobernador Ángel Aguirre Rivero sobre la matanza de líderes y activistas sociales desatada desde que tomó posesión del gobierno. Hasta el domingo pasado sumaban al menos trece asesinatos.
El caso que motivó la indignación e intervención de López Obrador fue el del dirigente de colonos de Coyuca de Benítez, Luis Olivares Enríquez, acribillado el domingo dentro de su casa junto a su mujer días después de que un primo suyo fue ejecutado con la aparente intención de sembrar una amenaza en su contra.
Pero aunque su gesto de solidaridad constituya una denuncia de gran relevancia, no parece que la intervención del ex candidato presidencial de la izquierda pueda surtir algún efecto en la dinámica lanzada contra los movimientos populares. Porque de eso se trata, de una campaña orquestada desde el poder público en alianza con fuerzas caciquiles, ejecutada con eficacia por pistoleros que cobran en las nóminas gubernamentales o por agentes paramilitares a la usanza de los años setenta.
En el más inocente de los escenarios, el gobierno y las fuerzas policiales del estado no ignoran quién ordenó esos crímenes, cómo fueron cometidos y por qué. Y si nos atenemos a la historia, el Ejército tampoco podría resultar ajeno a los hechos ni alegar desconocimiento, pues los trece homicidios de líderes sociales cometidos durante estos dos años y medio son consecuencia de la aplicación de una estrategia que retuerce la institucionalidad y tiene dos caras: una pública y una subterránea.
Con una dureza desembozada, la primera vertiente arremete en términos jurídicos –criminaliza la protesta, inventa y acumula delitos, exagera los que se hubiesen cometido– para encarcelar en las peores condiciones posibles a los luchadores sociales. Es la cara represiva que defiende Ángel Aguirre, y entre sus víctimas se hallan Nestora Salgado García y Gonzalo Molina González.
La vertiente subterránea, que nunca será reconocida por el gobierno pese a las evidencias, mata o desaparece a los líderes. A Arturo Hernández Cardona, Rocío Mesino Mesino, Olivares Enríquez, Eva Alarcón y Marcial Bautista, como antes a otros, les fue aplicada esta segunda ley que no existe pero es muy real.
Esas dos caras pertenecen a la misma moneda, y aunque no dispongamos de pruebas –diez, veinte años después una comisión de la verdad seguirá el rastro de los crímenes– es imposible dejar de señalar la responsabilidad que cae sobre el gobierno por su participación en esos hechos, por su complicidad o por su omisión al investigarlos.
La premisa que da origen a esta doble estrategia –contrainsurgente, antisubversiva, anticonstitucional– considera peor que criminales a los líderes sociales, pues no se ha sabido de un capo de la delincuencia que haya sido sometido al aislamiento y suplicio legalista o a las sesiones de tortura que en cambio sí reciben los disidentes políticos. Como el castigo que en este mismo momento se aplica contra los detenidos de Coyuca de Benítez, acusados del homicidio de Raymundo Flores Velázquez y presionados para acusar a Olivares Enríquez como responsable intelectual de ese crimen.
“Ya no estamos en la época de Figueroa”, dijo López Obrador en Tixtla para referirse a esta ola de crímenes. Pero esa aspiración es falsa, pues lo cierto es que estamos en la época de los herederos de Figueroa, no solamente en el sentido literal de los descendientes del viejo Rubén Figueroa, sino en el sentido más amplio de la escuela represiva y de guerra sucia desarrollada en los setenta que se mantiene activa hasta la fecha. La Procuraduría General de Justicia del Estado es un nido de los cuadros policiacos formados en esa escuela, y por su parte el Ejército mantiene intacta en Guerrero la filosofía antisubversiva cultivada por el extinto general Arturo Acosta Chaparro. Ninguno de los dos gobernadores del PRD, Zeferino Torreblanca y Ángel Aguirre, han querido desmantelar la estructura paralela que algunos viejos comandantes conservan incrustada en la PGJE. Peor todavía, hasta donde se puede deducir y saber, la han puesto a su servicio. De nada ha servido la alternancia política, y en lugar de que los gobernadores de la “izquierda” perredista obren con sensibilidad y congruencia histórica, se han vuelto furibundos figueroístas ellos mismos.
La concesión de la medalla Vicente Guerrero al Ejército y la Marina, entregada el pasado 27 de octubre, se explica en ese contexto de creciente descomposición de la vida institucional del estado. El gobierno dijo que es un merecido reconocimiento a las tareas que los soldados y los marinos realizaron durante la emergencia ocasionada por las lluvias de septiembre. Sin embargo, es evidente que fue un razonamiento político el que indujo al gobernador Aguirre Rivero a premiar a las fuerzas armadas antes que a ciudadanos u organizaciones civiles. El reconocimiento es formalmente al mérito civil, y a pesar de que resulten encomiables las actividades de auxilio a la población realizadas por el Ejército y la Marina en una situación de desastre, ese trabajo no se encuadra en los supuestos de la medalla establecida para conmemorar la creación del estado. Así pues, que la premiación se haya desviado de su objeto obedece a la intención de Aguirre Rivero de quedar bien con el Ejército y la Marina.
Quedar bien con la jerarquía armada es uno de los principios en los que Aguirre ha sustentado su gobierno, y de tanto en tanto pasa del elogio público al franco servilismo hacia los militares. Es el caso de la medalla Vicente Guerrero. Porque con el otorgamiento de esa condecoración a los secretarios de la Defensa y de la Marina, el gobierno manifestó abiertamente su desdén hacia la sociedad civil e hizo a un lado la larguísima y conflictiva historia que desvincula a las fuerzas militares de la sociedad guerrerense. Que no es una historia cualquiera ni se puede ignorar así como así.
Por todo eso es que está destinado al desaire el llamado que López Obrador hizo a Ángel Aguirre. El gobernador del PRD no pertenece a las filas de la democracia, la civilidad y el compromiso popular, sino a los sótanos del poder, desde donde se organizan campañas de odio y se promueve la liquidación de la disidencia y la inconformidad social.

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