Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Jorge Zepeda Patterson

El cadenero

“No dejes pasar a nadie que se parezca a ti”, palabras más palabras menos es la instrucción que recibe típicamente un cadenero o guardia que trabaja en la entrada de cualquier antro de moda. Los dueños de la noche sólo quieren güeritos bien alimentados, perfiles angulosos, cabelleras blondas, narices puntiagudas. Y lo que no quieren son morenos de caras redondas y narices chatas, ni cuerpos mas rollizos que robustos envueltos en ropas de tiendas milano y no de Milán. Es decir, los antros no desean que los códigos postales de la pobreza se cuelen en la pista de baile y contaminen o destruyan la imagen de “distinción” y privilegio que ofrece una concurrencia venida de Polanco, Las Lomas y barrios emparentados.
Es el mismo prejuicio que lleva a Aeroméxico a desconfiar de una media docena de indígenas que intentan subirse a un avión creyendo que su dinero vale lo mismo que el de la señora que apesta a Carolina Herrera. Como es sabido, hace algunos días un supervisor en Oaxaca de la principal línea área mexicana, un tal Sr. Cáseres, decidió convertirse en “cadenero” de su avión y consideró que la apariencia física y el atuendo de seis indígenas serían ofensivos para el resto de sus distinguidos pasajeros. El tema ha desatado una denuncia en la Comisión Nacional de Derechos Humanos y generado una disculpa por parte de la empresa, pero eso no subió a los afectados al avión en el que deberían haber volado.
Los prejuicios tienen una función, desde luego. Y no siempre son negativos. Son, en efecto, juicios anticipados que en muchas ocasiones permiten protegernos de situaciones peligrosas o meramente indeseables para las cuales no hay tiempo de formarse un juicio completo y cabal. Yo suelo esquivar de manera casi hostil a todo güerito adolescente de pelo a rape y corbata sacada del diván, camisa blanca de mangas cortas y un libro negro en la mano, que se me aproxime. Por lo general ese libro suele ser La Biblia y su portador un aprendiz de predicador que tratará de ilustrarme sobre la inminente condenación de mi alma. Opero sobre un prejuicio, desde luego, y no dudo que en más de una ocasión he dejado frustrado y sin ayuda a algún pobre turista extraviado. Pero algo me dice que la mayor parte de las veces simplemente me he evitado terminar comprando una suscripción de la Atalaya o financiando viajes de mormones en los que no creo.
Y tampoco podemos ser ingenuos; acercarse a pedir fuego a tres chicos con tatuajes que nos evocan a la Mara Salvatrucha no es una buena idea. Hay una alta probabilidad de regresar con el cigarro encendido pero aligerados del celular.
El problema con los prejuicios es que aplicados de manera indiferenciada terminan por dañarnos de la peor manera. El miedo y la inseguridad propician que tanto los individuos como las clases y los grupos sociales construyan prejuicios de la misma manera en que los ejércitos cavaron trincheras en la Primera Guerra Mundial: una detrás de otra hasta terminar encerrados en opresivos laberintos.
El temor a la otroridad termina por hacer de nosotros meros archipiélagos, de espaldas al resto del mundo, ajenos a todo lo que no sea una isla idéntica a la propia. El cadenero que colocamos en la puerta de ingreso a nuestras vidas cancela una oportunidad tras otra de cultivar gustos, sabores, olores, pieles y humores distintos a los que aporta el ADN familiar y social en el que crecimos. En una palabra, cancelamos la posibilidad de enriquecer nuestras vidas. El cadenero acaba convertido en carcelero y nosotros en prisioneros esterilizados y empobrecidos por nuestra propia ignorancia.
Allá cada quien. El problema es cuando los prejuicios se convierten en políticas institucionales no escritas pero efectivas en contra de grupos desfavorecidos. Lo que hizo el empleado de Aeroméxico es inadmisible. La discriminación que deviene en práctica pública debe ser combatida y denunciada.
No se trata de construir un discurso hipócrita y paternalista sobre la mujer, los indígenas o los pobres. Por lo general es una narrativa que entraña actitudes prepotentes que en realidad desdeñan al otro y lo definen, de entrada, como algo que inspira lástima porque es inferior. Pero sí tendríamos que exigir que las políticas públicas de instituciones oficiales o privadas traten a todos por igual. El voto, el dinero y la calidad humana tendrían que valer lo mismo independientemente de la procedencia. Y en una de esas descubriremos que lo que está detrás de un güipil es mucho más interesante que lo que esconde un Armani.

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