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Arturo Solís Heredia

CANAL PRIVADO

*Citas citables

“Arturo, las últimas dos entregas (de esta columna) no fueron de mi agrado”, me escribió, franco pero piadoso, un broder-lector la semana pasada.
Franco, porque con lengua calva argumentó que “retomaste textos de otras personas. Y cuando te he leído, observo tu escritura, con la cual estaré o no de acuerdo, pero son tus reflexiones, es tu criterio y eso ayuda a otro debate”; piadoso, porque escribió en mi buzón de Facebook, no en mi muro, supongo para evitarme el balconeo público.
Aunque saludé con gallardía su noble gesto, me quedé farfullando a solas réplicas titubeantes a su argumento, sin compartirlas con él, pues hacerlo me pareció poco elegante y honorable.
Para colmo, sospecho que en clandestina complicidad con el broder-lector, la amita blanca de mis voluntades me dijo al día siguiente, como sí queriendo: “No me gusta leerte cuando citas lo que dicen otros sobre tus temas”.
Aunque le respondí sumiso, con la cabeza gacha, “perdón amita, tiene razón, no vuelve a suceder”, cuando se alejó también me quedé farfullando solo, pero ahora medio encanijado y rete paranoico, “¿y éstos qué se train? Se me hace que se pusieron de acuerdo, qué casualidad que ayer el uno y hoy la otra. ¿Y si lo mismo piensan los 54 lectores ya certificados, y les dieron el encargo de transmitirme sutilmente el descontento unánime y generalizado?”.
Ya en franco delirio persecutorio, decidí releer las entregas impugnadas, más con afanes masoquistas que reivindicatorios. “No pos sí”, volví a farfullar solito tras la lectura. Entre las dos, 30 por ciento de textos míos, y 70 por ciento de  textos de otros. “Chale”, refarfullé.
Y cómo no, por eso el novelista inglés A. A. Mine decía que citar “nos ahorra la molestia de pensar por nosotros mismos, un asunto siempre engorroso”; por eso el periodista gringo Ambrose Bierce advertía que citar “es el acto de repetir erróneamente la palabras de otro”; por eso el dramaturgo irlandés Oscar Wilde aseguraba que “casi todas las personas son otra persona. Sus pensamientos son las opiniones de alguien más, sus vidas una imitación, sus pasiones una cita”.
A punto de la rendición, sin oponer más resistencia, decidí leer de nuevo las susodichas entregas, na’ más pa’ echarle salecita a la herida. Gracias a eso recordé que dejé hablar a otros porque los temas de ambas fueron acerca de los criterios de la reconstrucción y sobre obras específicas como el reencauzamiento del río Huacapa.
“No pos no”, farfullé entonces solo, rejego y repelón. ¿Cómo atreverme a hablar de asuntos técnicos si no soy arquitecto, ingeniero, urbanista ni ecólogo, apenas un opinador? Sería un acto de soberbia petulante y perniciosa dármelas de lo que no soy ni sé, sería reproducir las ínfulas de muchos de nuestros políticos que se atreven a desdeñar el consejo de los que de veras son y saben, na’ más porque se crean dueños del gobierno, na’ más porque me crea dueño de este espacio.
“No pos no”, reiteré con más compostura y autoestima.
Quizá, con sus reproches, mi broder-lector y mi amita blanca intentaron regalarme una especie de elogio disfrazado de crítica; de ser así, lo agradezco humilde y chiveadón.
Por eso, para corresponder el gesto, les regalo dos citas sumamente citables: “Al citar a otros, nos citamos nosotros mismos”, Julio Cortázar; “La vida misma es una cita”, Jorge Luis Borges.

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