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Humberto Musacchio

Reformas para ir hacia el conflicto

El viejo orden está agotado. El PRI volvió a la Presidencia de la República, pero el antiguo régimen está oleado y santificado. Ya no funcionan las instituciones que nos dieron crecimiento y movilidad social y permitieron el despliegue de gobiernos autoritarios. La educación, la salud, el campo, la economía, el trabajo, la seguridad y por supuesto la política están sumidas en una severa crisis. Es la hora de grandes reformas, pero lo que está a discusión es el tipo de reformas que se requieren, su orientación y sus costos para la sociedad y la nación.
Aunque parezca ocioso, hay que decir que no hay grandes reformas sin grandes resistencias y la oposición a los cambios proviene invariablemente de los sectores que se consideran afectados negativamente por esos mismos cambios. Por ejemplo, en muchas décadas no ha sido posible aprobar una reforma fiscal que grave a los grandes capitales y deje de exprimir a la llamada clase media. Esa imposibilidad es hija precisamente de la resistencia de los poderosos, una resistencia que se ha mostrado muy eficaz ante la debilidad de los sucesivos gobiernos.
En sentido contrario, las mayorías sociales tienen treinta años en el tobogán de la depauperación, pues los salarios compran cada vez menos, crece el desempleo y tres de cada cinco personas ocupadas sobrevive apenas en el subempleo. El Estado mexicano, el de hoy, carece de propuestas que renueven la fe que necesita todo régimen para mostrarse eficaz.
El actual gobierno lo está apostando todo a la venta de los recursos naturales a empresas del exterior. Como en el sexenio de Carlos Salinas, se recurre a la transferencia de la riqueza nacional para beneficio de las trasnacionales. Hoy se opta por privatizar lo poco que resta de la propiedad estatal y sin esperar la aprobación de la reforma energética, la gran bandera sexenal, ya se abrió el sector eléctrico a la inversión extranjera y lo mismo ocurre con el petróleo, como si eso fuera la salvación.
Pocas veces habían estado tantas reformas sobre la mesa. Es una señal inequívoca de que el gobierno entiende que lo viejo ya no camina y que México necesita nuevas fórmulas para reiniciar la marcha. Los tres partidos mayores discuten entre sí, a espaldas de los ciudadanos, el qué, el cómo y el cuándo de esas reformas y las aprueban, algunas a tontas y a locas, con los resultados conocidos en el caso de la reforma educativa, gestada sin consultar a quienes debían aplicarla, en contra del interés laboral de los profesores y sin que se adviertan las ventajas que tendrá para la enseñanza.
Tantas reformas –educativa, financiera, energética, política y las que se inventen esta semana– no logran entusiasmar a la sociedad, y sin apoyo popular, sin participación de la gente de a pie, cualquier reforma está condenada al fracaso. Por supuesto, se le pueden imponer al pueblo algunos cambios, pero el costo será inmenso, impagable para un gobierno tan débil.
Y algo más: para llevar adelante reformas de la envergadura que se requiere, se necesita de un partido al que le respondan grandes organizaciones sociales. El PRI sigue en pie, tiene un dirigente capaz, conserva su disciplina y hasta cierta mística que no logró desterrar el neoliberalismo, pero ya no es el partido de antes y los sectores campesino, obrero y popular sólo existen para fines escenográficos. Cuando se imponen cambios tan brutales a la nación, no se puede ir con tanta determinación al conflicto sin contar con una fuerza capaz de ganar la batalla.

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