Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Madam Mirtá *

Todo empezó cuando Mirta deshizo la cruz de cartas y me dijo que, si yo quería, me traía a Ulis de nuevo. Mirta fue mi maestra de sicología en la prepa, donde nos hicimos amigas y empezó a decirme el pasado como ha sido y el futuro como puede venir. Ella dice que la mayoría de las veces los que fallan en una relación son los hombres, pero que aun así las mujeres tenemos mucho qué ver. No nos falta sicología, nos sobra lógica. La primera vez fue en plan de cotorreo, pero como en todo lo que vio en las figuras de la dama de copas, el rey de oros o los caballeros de espadas, le dio en el mero clavo, por lo que toca a los primeros acostones que había tenido con Ulis, prácticamente la obligué a que, los viernes, lo primero que tenía que hacer era echarme las barajas. Tanto festejaba sus atines que un día levantó exageradamente la cabeza y los hombros y, con una voz muy aguda pero al mismo tiempo muy grave (y algo gutural), me dijo: Puedes llamarme Madam Mirtá.
Los viernes me recibía con la frase: Madam Mirtá la espera a usted y a su fortuna, y yo me retorcía de risa. Como además de ser Madam Mirtá éramos cuatachas, primero le contaba cómo me iba en el trabajo, qué ondas con mis jefes, cómo le hago para estudiar, en las tardes, diseño gráfico y mercadotecnia, y cosas así. Al último dejaba la discusión que había tenido ayer con Ulis, o lo feliz que andaba porque anoche, después de ver en el cine Una propuesta indecorosa, no sin que me le pusiera remilgosa, llegando a su cuarto me sacudió las nalgas con el ritmo y la violencia que le faltaron a las de Demi Moore en la película. Se reía. Caras vemos, ¡fortunas no sabemos!… Pedía que le diera más detalles, y una ceja se le levantaba y la otra se le contraía, o me palmeaba, como felicitándome, aunque también podía ponerse a rascar la espalda con una risita nerviosa como si la acabara de picar un bicho. Destapábamos cervezas y bromeábamos. No faltaban los sermones que se echaba en la Prepa, pero al menos ahora provenían de la amistad: somos parte de un todo, de todos, pero el destino de cada uno es especial. Si descubrimos quiénes somos, podremos saber a qué estamos destinados. Por el momento vivíamos en la cresta de la ola. Decía que platicar conmigo era un descanso entre el barullo de palabras que oía y pronunciaba en la escuela, una dichosa oportunidad para convivir silvestremente con las amigas. Una tarde chocó su cerveza con la mía y me dijo: Pero hoy tú no vienes a contarme cómo Ulis te abrió las piernas en el Vochito ni lo güevonzote que te salió. Hoy estás tristona. Hay problemas, ¿verdad? ¿No es cierto que hoy vienes a quejarte, Lu?
Solté la lágrima. No quería chillar, pero sí, manita, de veras que tú eres o muy mi amiga o adivinas de veras. Terminé con Ulis… Ayer, en la cafetería de la escuela. Me cansé de que no conozca más comida que no sean hamburguesas o tacos al pastor, que me quiera coger donde se le para o se le ocurre, de que siempre llegue tarde, de que…
–…¿Y de veras siempre llega tarde?
–¡Siempre! Es su maldita costumbre.
–Por eso decidiste que lo mejor era una separación amistosa que…
–No, manita, por eso lo mandé a chingar a su madre.
Brindamos por ellos, los botellos, que se pasan la vida sintiéndose más importantes que las chorcolatas. ¿Y usted, madam Mirtá?, pregunté, y ella me confió que, aunque ya no era una mozuela, por ahí tenía sus pretendientes… Con un tequila, nos paramos a cantar y a bailar, muy desmadrosas, muy alegres. De pronto se detiene, me limpia las lágrimas de la cara, levanta la cabeza y me pregunta:
–Si lo mandaste a la chingada, ¿por qué lloras?
–Porque todavía lo quiero.
–Eso ya lo sabía. ¿Cómo cuánto lo quieres?
–Como de aquí al cielo. Al infinito.
–Estoy hablando en serio. Ni un trago más.
–Lo quiero muchísimo.
–¿Te sientes culpable?
–Por qué. ¡No!…
–¿No sientes que le exiges demasiado?
–Sí.
–Entonces, ¿te sientes culpable?
–Sí, sí.
Antes de que soltara el llanto sobre su blusita tijereteada, que me toma de los hombros y me pregunta:
–¿De veras quieres que regrese contigo?
–Sí. Eso quiero –reconocí.
–Bueno –dijo–. Si tanto lo amas y lo deseas… Porque lo deseas terriblemente, ¿no?
–Sí. Sí.
–Pues bien. Escucha. Pon mucha atención: yo, la que te habla, puedo hacer que él venga corriendo contigo. Te lo ofrezco como amiga y como Madam Mirtá te lo garantizo.
–¿De veras, Mirtá?
–La duda ofende. Pero necesito dos cosas. Una, que creas en mí, en tu amiga Mirtá, y dos: que me traigas una prenda de él, cualquier camisa o playera que se haya puesto, de preferencia impregnada de sudor. Entre más jedionda, mejor.
Le llevé la truza que Ulis no se alcanzó a poner la última noche que estacionó el vocho en la carretera. Bien, dijo Mirtá, el viernes, y, como por arte de magia, el lunes ya estaba Ulis esperándome en la puerta del trabajo, con una rosa roja en la mano. Como en un sueño, oí que me decía que yo tenía razón, que era muy joven, que se pasaba de inestable, impuntual e irresponsable, pero que gracias a mí… Que me extrañaba mucho. También me llevaba una película, que vimos (hasta tres veces) en el hotel.
Se lo llevé a presentar a Mirta. Tomamos cerveza, escuchamos una ópera rock espantosa y platicamos como si los tres nos hubiéramos conocido desde hace tiempo. Ulis recordaba la película que disque habíamos visto y a la mitad de uno de sus ademanes, extendió lentamente la mano y Mirtá notó algo en su palma y se la detuvo en el aire:
–Perdón –dijo, como sorprendida–. Es que… ¿ya viste (a Ulis) las… bifurcaciones que hay en la línea de tu vida?
Casi asustado, Ulis preguntó si había algo extraño en su mano.
–¡Olvídalo! –dijo Mirta–. ¡No sé en qué estoy pensando!…
Fui absolutamente feliz con Ulis una semana. La segunda ya no tanto, y a la tercera regresó el infierno. Soporté sus repentinos cambios de carácter y las modalidades de su irresponsabilidad sólo porque estaba segura de que me quería. En uno de sus constantes olvidos de a tiro no llegó a la cita y volví a mandarlo a la chingada. Me buscó, y lo vi como siscado, como si hubiera fumado y no quisiera darme la cara. Se enderezó y me dijo: ¿Ya no me quieres, Lu? Sí, le respondí, pero contigo ya no se puede, así que en este mismo momento te largas y te vas a dejar plantada a tu madre. No quiero volver a verte.
Él regresó a Acapulco y yo me dediqué a tratar de terminar mercadotecnia. No quería ver a Mirta, pero ella me llamó por teléfono. Cómo estás, Lu, hace dos meses que no viernes. Ay manita, le dije a la primera cerveza, se me estaba olvidando que eres mi gran amiga, y le conté lo mal que me sentía, y volví a chillar sobre su hombro. Ya hace tiempo que no te leo las cartas. ¿Te las leo, Lu? No manita, tú ya sabes todo, tanto que te he contado.
–¡El Tarot! Te leo el Tarot. Sabes que ya leo el Tarot, ¿verdad?
Hasta entonces me di cuenta de cuánto había cambiado la casa. Empezando por Mirta: se había teñido el pelo de rojo quemado y estaba más caderona. En lugar del pedazo de blusa que acostumbraba, llevaba una túnica anaranjada y rabona. Desde que llegué vi la calavera y el buda con panza rodeada de monedas doradas, pero no les hice caso. Había pintado una mitad de las paredes de negro y la otra rojo-naranja, y en vez del mantelillo de Oaxaca sobre la mesa había dispuesto un tapete de lino negro. ¿Ya sabes que dejé la escuela y que ahora me dedico a leer la fortuna y a ayudar a los demás, no? No, le dije, y se sorprendió, pues ya hacía más de un mes que su anuncio salía en el periódico. Me enseñó el recuadrito:

MADAM MIRTÁ

Interrogue su pasado, conozca su futuro: encuentre la felicidad que busca en el presente de su vida. Especializada en problemas de amor.
Faltaba la bola adivina, pero fue exacta en lo que las cartas decían sobre cómo pasaron las cosas la segunda vez. Al último me espetó: tu fortuna está enojada contigo, y tú sabes por qué… Lourdes –me dijo–, ya te lo traje una vez y lo dejaste ir. Las cartas dicen que las cosas pueden remediarse de nuevo, siempre y cuando tú des muestras de paciencia y de ser más responsable con tu destino. ¿Me entiendes, Lu?
Entendía, pero poco, y no sabía qué. Lo que estamos haciendo no es un juego. Si tienes otro calzón de Ulis, tráemelo. Pero tienes que ser mucho más responsable, ¿de acuerdo?
El corazón ya me latía a todo mecate y:
–De acuerdísimo, Madam Mirtá –le respondí.
El único calzón que me quedaba de Ulis era el que me recogí de las escaleras del edificio donde vivo, y se lo llevé a Madam. Al tercer día, Ulis me telefoneó desde Acapulco. Tenía que arreglar unos papeles y quería devolverme algo. El lunes, en el hotel, me devolvió, con exceso, el grandísimo amor que yo también le tenía. Como la primera vez, le ayudé a buscar y a pagar un cuarto con baño y una fonda de no tan mal ver, y a realizar los trámites de su reinscripción. Sin contar la gasolina del vocho. Igual, los problemas empezaron con las semanas. A la tercera advertí otra vez no sé qué siscamiento en su mirada y a la tercera ya discutíamos por esto o aquello, y las estupideces de siempre. Sus retardos empezaron a extenderse a la cama, pero (por recomendación de Madam Mirtá) hasta ahí me armaba de paciencia. Los hombres son unos cabrones, pero a veces una también se pasa de rosca, dijera mi… maestra.
El viernes pasado le pregunté a Ulis si ya había arreglado lo de las materias que había abandonado en la escuela, y se enojó: torció el cuello para acá, para allá, como robot, y
–Todavía no, pero no hay problema con ellas. Las voy a arreglar. Está escrito en mi destino –me dijo, enseñándome la palma de su mano.
–¿Quieres decir en las líneas de tu mano?
–Claro. Participo con todos, pero soy independiente –enseñándose a sí mismo la palma de su mano. Y ¿qué más?, le pregunto, y me dice Por ahora no sé: estoy en la cresta de la ola.
Volvió la cabeza a izquierda y derecha, como zombi, y se fue a tomar el camión para la escuela.
Yo corrí a la casa de Mirta.
–Madam Mirtá, manita. Hoy no es viernes.
–¿Vienes a que te lea las cartas?
Le dije que sí; estaba viviendo un momento cabrón y que me gustaría saber qué me dicen las jodidas cartas. Partí, y la primera carta que salió fue El Cancionero.
–El hombre de tu vida, oh tú, bella entre bellas, escogida entre escogidas, es tranquilo pero suspicaz… Aparenta no tener iniciativa, pero también es muy caliente…
–Ulis es El Cancionero y a mí me toca el papel de la joven campesina, ¿no? ¿Y tú quién eres, bruja insaciable, perra descarada?
–¡Yo soy La Pitonisa, pendeja!
Al grito de chingue su madre la bruja maldita me fui sobre sus huesos. Le arranqué un manojo de cabellos, pero (más fuerte, al fin) de un golpe me tiró al suelo y de un salto se tiró sobre mí.
–Yo soy tu madre, niñita creída, pequeña idiota, la alumna más burra que he tenido, ¡la más pendeja! –gritó, con las rodillas sobre mis brazos.
–¡Perra maldita!
–¡Ni perra, ni maldita!
–¡Él no te quiere!
–Pero a ti sí, primor. Y si te quiere a ti, ¡me quiere a mí!…
–¿Qué dices, zorra loca?
–¡Que necesito tus calzones!
Me pendejeó, me dedicó una sonrisa que no me gustó nada, y, como me tenía controlada, alzando y medio torciendo el pescuezo empezó a acariciarse los pechos, como presumiéndome su tamaño y sus pezones puntiagudos y cuánto era capaz de gozar o, mejor dicho, de hipnotizar de placer a los estúpidos que caen en sus hechizos. Grité que sólo era una menopáusica caliente y me dio tres cachetadas en la cara. Me iba a repetir el choucito de tetas cuando tomé fuerzas y con las rodillas la empujé hacia mí, con tal fortuna (ora sí) que la bruja fue a dar contra la pared, de puritita cabeza.
En lugar de su anuncio, en un recuadrito el periódico lamentaba el deceso de Madam Mirtá, distinguida dama dedicada altruistamente al esoterismo, maestra en las artes de leer el pasado y el futuro, doctora en la lectura de la mano que, sin embargo, no supo leer en la suya.
El diario asegura que en un ataque de nervios, Madam Mirtá se rasguñó la cara y se arrancó los cabellos antes de estrellarse de bruces contra la pared. Madam Mirtá recibía a muchos clientes, pero las autoridades buscan al joven que visitó el consultorio de Madam Mirtá solo, de martes a jueves, a lo largo de los dos últimos meses, según el testimonio de los vecinos.
Cuando su familia vino para llevárselo de regreso a Acapulco, Ulis seguía mirándose la palma de su mano derecha, pero ya no movía tanto la cabeza de aquí para allá. Desde entonces no he vuelto a saber de él.

* Este relato iba a ser leído en el programa En busca del lector perdido que se realizó en la Secretaría de Cultura, el pasado 30 de noviembre. Sirva para desear a los lectores feliz navidad e informales que nos leeremos de nuevo pasadita la cuesta de enero.

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