Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Diciembre me gustó  pa’ que te vayas

Un pirata holandés

El presidente municipal Ricardo Morlet Sutter (1963-1965) interpela desde su auto al historiador Tomás Oteiza Iriarte, cuando éste se dispone a cruzar del jardín Álvarez a la Catedral. Han transcurrido dos meses desde que el primer edil le encomendó una crónica sobre la piratería en Acapulco.
–Me ha quedado muy mal, don Tomás, el trabajo ya debería estar en prensas –le reprocha Rico, como es conocido el médico. ¿Ahora cuánto más habrá que esperar?–, lo emplaza.
–¡Qué pena, señor presidente!–, se disculpa el investigador todo acongojado. Créame, doctor, que sólo me falta redondear un personaje para terminar el trabajo. Se trata de un pirata holandés que saqueó brutalmente a Acapulco y cuyo perfil ya casi tengo elaborado. No pasa de la semana próxima, se lo prometo…
–¡Ay, don Tomás, anda errado!–, corrige malicioso el alcalde acapulqueño. ¡El pirata al que usted se refiere no fue holandés sino alemán!
La carcajada burlona de Rico es ahogada por el arrancón del Mercedes Benz tripulado por él mismo. (El Meche germano era entonces el auto obligatorio para la clase política mexicana, corroborando los “díceres” en el sentido de que el presidente López Mateos tenía intereses en la planta armadora).
Dubitativo, el autor del libro Acapulco, la ciudad de las Naos orientales y las sirenas modernas, penetra al santuario para santiguarse según su costumbre cotidiana.

Tortillas

Terminada la sopa de cebolla que las dos damas de la mesa 14 califican de soberbia, el mesero se presenta con dos platos humeantes con el guisado del día y cuyos olores invaden el ámbito del restauradero. Es el momento de la pregunta obligada por parte del anfitrión:
–¿Tortillas?
Distraída y ante la premura de hincarle el diente a la delicia culinaria que tiene ante sí, una de aquellas dos damas responde pronto:
–¡No, joven, solo amigas!…

Palmeras

Las palmeras acapulqueñas aprovechan que Agustin Lara disfruta aquí de su luna de miel con María Félix, para decirle lo que le tienen que decir a propósito de su canción Palmera. Pieza en la que las llama “borrachas de sol”.
Una de aquellas –alta, esbelta y con gran penacho–, es comisionada para enfrentar al veracruzano postizo. Y así lo hace. Inclinándose hacia él cuando semeja una lagartija bajo el sol de Caleta, le suelta:
–¡Borracha, tu chingada madre!
El compositor que pide a María acordarse de Acapulco, donde su cuerpo era del mar juguete y las estrellitas con sus manitas las enjuagaba (de mar, por supuesto), festejará ruidosamente la puntada acapulqueña y él mismo la hará circular como ocurrencia propia.
(¡Ay, cuántas mentiras se dicen en aras del amor! Las de María Bonita eran las manos femeninas más feas de la creación: grandes, largas y huesudas como las de Drácula, según una descripción de ella misma).

Justicia

A propósito de las expropiaciones y toda suerte de artimañas jurídicas puestas en práctica por el gobierno ruizmassieista, para hacerse de inmuebles luego destinados al servicio público, privado o sedes de grupos sociales y gremiales, el epigramista anónimo fue certero:

Es palacio de justicia,
dice un letrero dorado.
Un palacio de justicia
y el edificio es robado.

Atender no es resolver

El secretario de Hacienda, Antonio Carrillo Flores, informa por la red al presidente Adolfo Ruiz Cortines haber resuelto satisfactoriamente todos los problemas planteados por el gobernador de Guerrero, Alejandro Gómez Maganda.
–¡Según sus precisas y respetables instrucciones, señor presidente! –reitera Carrillo, comedido y servicial
–¡Ya la chingó usted, señor licenciado! Yo le pedí que atendiera los problemas del gobernador de Guerrero, ¡no que los resolviera!… ¡Chingada madre!
Ruiz Cortines faltó esta vez a su inveterada costumbre de lanzar un “perdón investidura”, cada vez que profería cualquier expresión alvaradeña.

Diciembre le gustó

“Un triple drama pasional ha enlutado las encantadoras playas de este puerto, hoy por hoy abarrotado de vacacionistas con motivo de las fiestas navideñas. El saldo de este trágico suceso ha sido cuatro niños en la orfandad, una autoviuda en prisión y el cadáver de un significativo hombre de empresa rumbo a la morgue.
“El conocido industrial X arribó a este puerto en su avioneta particular el pasado día 23 en compañía de su familia. Un día después, una misteriosa mujer que la policía está a punto de identificar, se presenta en el hotel X, donde tenía habitaciones reservadas. La dama X, hoy autoviuda, sorprendió equívocas maniobras de su esposo asaz sospechosas, entró en inquietud, empezó a vigilarlo, lo siguió sin que él se diera cuenta, y en el lobby del exclusivo hotel X, donde se hospedaba el tercer vértice de este triángulo fatídico, vació la carga de la pistola de su esposo sobre éste mismo,
“Sollozando, la desventurada mujer, de la mejor sociedad metropolitana, se entregó sin resistencia a las autoridades , mientras su esposo yacía en decúbito dorsal, exánime y en medio de un ominoso charco de sangre. Así, es Acapulco, lugar de la sonrisa y el placer, y… a veces… escenario para el drama (Ricardo Garibay en su libro Acapulco, 1978, sobre un suceso del medio siglo pasado con final insólito).

De aquí pa’llá

El ingeniero Pascual Ortiz Rubio visita Acapulco poco antes de cometer la más grande pendejada del mundo: la de renunciar a la presidencia de la República porque sabido es que, según consenso nacional, en México solo renuncian los pendejos. Atiende una invitación de su secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, el olinaloense Juan Andrew Almazán. Viene el viejo ilusionado que aquí recuperará su potencia sexual perdida –¡ay, hace tanto tiempo!–, a base de ostiones y huevos de tortuga. Es bien ganada fama mundial de que solo los de Acapulco son efectivos. Aquí se les une el gobernador del estado, general Adrián Castrejón con un aparato militar como si fuera a defender al puerto de una invasión gringa.
Antes de que Ortiz Rubio se congestione con la media costalilla de aquellos reconstituyentes marinos, el par de militares le plantean la necesidad de que la bahía más hermosa del mundo no se le quede a los rústicos acapulqueños y que se abra para disfrute de todo mundo. Y diciendo y haciendo.
Casi arrastran al Nopalito, como le decía todo México a su presidente, por baboso y por tambièn “aquellito” mismo. Lo llevan a los palmares que cubren la superficie que va del Fuerte de San Diego de la actual Diana, y mas allá, cubriendo de la actual Cuauhtémoc a la playa. No le harán manita de puerco para que acepte decretar la expropiación de superficie aludida por causa de utilidad pública, por supuesto, entendida ésta en el argot político como “chingue su madre el que deje algo”.

Un Santaclós de piedra

Rodeado de soldados y feroces matones de Castrejón, El Nopalito no se entera que muy cerca de la enramada que utiliza como si fuera el Castillo de Chapultepec, se produce una auténtica rebelión femenina. Mujeres acapulqueñas lo cubren de maldiciones costeñas, de esas que duelen más que una muela picada. Al presidente de la República no le llegarán ni los rumores de aquella andanada verbal.
–¡Pinche viejo güilo y pendejo!, –le grita a todo pulmón doña Cira Vinalay, al frente del grupo rebelde.
Si hubiera habido entonces reporteras –tan buenas como las de El Sur, por ejemplo–, le hubieran preguntado a doña Cira la causa del enojo de las costeñas.
¿Qué acaso no saben que este viejo poca madre nos quiere quitar a Santa Claus, que es la ilusión de todos los niños del mundo? El muy baboso lo quiere cambiar por un pinche mono de piedra, cuyo nombre se me dificulta pronunciar.
En efecto, el gobierno del ingeniero Ortiz Rubio había decretado el 27 noviembre de 1930 la desaparición del gordo Santa Claus bajo los cargos de constituir una influencia extranjerizante y perniciosa para la niñez mexicana. Lo suplirá, según el mismo decreto, el legendario y valiente Quetzalcóatl, declarado a partir de entonces “ símbolo de La Navidad de los mexicanos”. O sea, la Serpiente Emplumada en lugar del Niño Dios.
Los capitalinos creyeron que aquello era parte de la celebración del Día de los Inocentes, de una inocentada, pues, pero no. Un mes después, el 23 de diciembre, el mono de piedra, como lo llamó doña Cira, repartió dulces y juguetes a 15 mil niños reunidos en el Estadio Nacional.
Los niños, agradecidos, no tendrán empacho en lanzar un coro gigantesco con un ¡”Gracias, amigo Quetzalcoatl!”, dejando escuchar un simple “coal”.
–Cosa de locos, gobernantes y gobernados–, concluirá un analista político.
–¡Locos y pendejos–, sentenciará desde Acapulco doña Cira Vinalay.

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