Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*El saurín de Nueva Cuadrilla

“Era como el año 63, aunque puede que me equivoque. Pero entonces estaba yo muchacho tierno, andaba como en catorce años, apenas entrando en quince. De mi casa en Pie de la Cuesta me mandaron ese día a Nueva Cuadrilla a vender unos cueros con el señor que los curtía.
–Vete a vender esos cueros que se nos van a apolillar –me ordenó mi padre.
“Los cueros los compraba don Vicente, un viejo güero que vino de Ario de Rosales, del otro lado del Balsas, en el estado de Michoacán, y se quedó a vivir en el pueblo porque aquí encontró mujer.
“Nomás en cuanto almorcé me puse a cargar los cueros en un burro prieto, ligerito que entonces teníamos. Me acuerdo que unos eran cueros de chivo y otros de vaca, pesados para mi edad.
“Como vivíamos alejados del pueblo no sabíamos nada de lo que había pasado ese día. Yo supe hasta que me lo dijo mi primo Domingo Infante que vivía en El Capire.
–Vas a encontrar novedad –me contó cuando supo que iba a Nueva Cuadrilla.
“Yo me asusté mucho, porque José era de la familia. No me detuve para nada en el camino y casi corriendo llegué a su casa donde ya estaba el velorio.
“Toda la gente del pueblo se había juntado donde el difunto. Yo siempre oía las pláticas de la gente mayor sobre mi primo. Unos decían que podía ser zahorí (saurín, le decimos en Guerrero) por lo grande que le nació su cabeza. Dizque los saurines o adivinos son cabezones.
“Yo hasta lo llegué a creer lo que decían de mi primo porque su plática era como de gente grande aunque apenas tenía diez años de edad.
“Mucha gente se acuerda que cuando lo visitaban, todavía no trasponían la puerta de la casa cuando José ya sabía quién había llegado. ‘Pásale Tirso’, me gritaba desde el petate donde se la pasaba acostado, porque no podía andar por el peso de su cabeza.
“Él no se enfadaba por eso. Siempre estaba alegre y se interesaba en lo que oía. Todo quería saber y su plática era como de gente grande. Por eso los del pueblo le tenían aprecio, cuantimás nosotros que éramos de su familia. Lo visitábamos cada vez que veníamos al pueblo y eso le daba mucho gusto.
“Su mamá se murió en el segundo parto. La niña que tuvo entonces nació normal, pero su papá la regaló con su cuñada desde tiernita para que la criara porque se quedó huérfana.
“Nomás a José no se lo quiso dar a nadie y mejor alquiló una muchacha que lo cuidara mientras él se iba a trabajar a la labor. José siempre tuvo compañía. Si no era la muchacha era el papá. Nunca lo dejaban solo.
“En el velorio se supo cosa por cosa de la vida de mi primo. Cada quien platicaba lo que sabía y a lo mejor muchos nomás inventaban, pero de lo que ahí dijeron todos coincidían en los mismos hechos.
“El día que sucedió la desgracia el papá de José llegó de trabajar tantito antes de que oscureciera. Ya se había ido la muchacha que lo cuidaba cuando José le dijo a su papá que tenía antojo de pan, porque toda la tarde le llegó el olor de la horneada desde la casa de doña Cornelia, la panadera del pueblo que ese día hacía pan.
“Todo pasó en el tiempo en que su papá tardó yendo a comprar el pan, no más de veinte pasos de su casa.
“La gente del pueblo todavía se acuerda de los gritos y el llanto desesperado del papá pidiendo ayuda para buscar a su hijo que ya no estaba donde lo dejó.
“Todo el pueblo ayudó a buscarlo porque lo querían. Alumbrándose con lo que se podía, porque ya era de noche, salieron de sus casas auxiliando al papá.
“En grupos la gente anduvo por el monte tratando de encontrar algún rastro, gritándole a José para que respondiera, pero todo fue en vano.
“No faltó quienes aseguraban que por la mañana de ese día un vendedor sospechoso llegó ofreciendo libros de catecismo en las casas mientras una mujer lo esperaba en las afueras del pueblo. Otro dijo que por el camino real se habían escuchado llantos como de niño, y para allá se fueron todos.
“Los primeros que llegaron al segundo paso del arroyo que entonces siempre tenía agua, se encontraron con la novedad. El agua todavía estaba enrojecida por la sangre.
“En un lado del arroyo estaba el cuerpo de mi primo José, sin cabeza, todo lleno de sangre, con las manos heridas como si se hubiera querido defender.
“El dolor fue grande y también la indignación por lo que todos vieron. Como pudieron cargaron con el cuerpo hasta su casa para velarlo y llevarlo al entierro al siguiente día.
“Otros vecinos siguieron buscando con coraje y determinación a los asesinos pero nomás no encontraron nada, como si se los hubiera tragado la tierra. Nadie los vio, nadie los encontró.
“Hasta el otro día encontraron su cabeza. Estaba tirada en el camposanto, sin enterrar, macheteada como sandía.
“Yo no quise acercarme para ver a mi primo en su caja de muerto, nomás me acordé de lo que siempre me decía.
–No me vayan a dejar solo, primo, porque algo malo me puede pasar. Eso repetía a cada miembro de la familia que lo llegaba a visitar.

La cabeza del cuche

Patricio y Librado eran dos hermanos de la colonia Fonseca de Atoyac. Ambos trabajaban en la ciudad como ayudantes de albañil y por temporadas se empleaban de peones en las huertas de cocotero.
La gran ilusión de los hermanos era comprarse una camioneta que les facilitara el trabajo para mejorar su situación económica y en ese empeño estuvieron ahorrando todo lo que podían hasta que reunieron una cantidad considerable.
Para comprar la camioneta planearon viajar a la ciudad de Iguala a fines del año, atenidos a que allá tenían familiares que conocían el tianguis de automóviles donde podían conseguir el vehículo que querían.
Como todo el viaje lo habían planeado con anticipación, decidieron llevar como presente a la familia de Iguala una cabeza de cuche que ellos mismos habían engordado “para comernos un pozole con la familia”.
Fue a Patricio a quien se le ocurrió la idea de meter el dinero para la compra de la camioneta en la cabeza del cuche.
–Por las dudas que asalten el autobús, guardamos el dinero dentro de la cabeza del cuche y ni quien lo encuentre, le dijo convenciendo al hermano.
Así hicieron el viaje saliendo de la cabecera municipal en un autobús de la Estrella apenas antes de media noche.
Cuando viajaban a la altura de El Papayo, ya en el municipio de Coyuca, el chofer del autobús frenó de pronto porque divisó unos troncos atravesados en la carretera mientras un sujeto señalizaba con una lámpara que se detuviera.
Cuando el autobús llegó cerca del obstáculo que le impedía el paso, los pasajeros vieron que eran varios los sujetos apostados en ambos lados de la carretera, todos portando armas largas y con la cara tapada.
Como todo indicaba que se trataba de un asalto al autobús los hermanos Patricio y Librado intercambiaron miradas de consuelo por la original idea de guardar su dinero en la cabeza del cuche que muy a propósito llevaban envuelta en una parte del  portabultos para mayor vigilancia de su dinero.
Los asaltantes sabían bien el lugar adecuado para el atraco porque justo donde habían puesto los troncos se encuentra una carretera empedrada que sube al cerro vecino donde están instaladas las antenas de teléfonos.
Con muchas dificultades por lo angosto del camino el autobús llegó hasta las antenas y el asalto era tan obvio que ninguno de los asaltantes tuvo que anunciarlo, sólo los pasajeros asumían una actitud de docilidad atendiendo cada orden que recibían.
Uno por uno fueron bajando los pasajeros llevando en la mano los objetos de valor como alhajas, relojes y dinero que entregaban a dos de los asaltantes dispuestos para ello mientras otros cuatro empezaban a revisar el equipaje.
Como entre los pasajeros había hombres, mujeres y niños, algunos menores empezaron a resentir el problema de los zancudos que abundaban por ser tiempo de lluvias y no faltó quien acudiendo al alma caritativa de los asaltantes pidiera de favor que los dejaran subir.
Cuando todos los pasajeros estuvieron de vuelta ocupando sus asientos los asaltantes dedicados a saquear el equipaje casi habían terminado su obra, se trataba a ojos vista, de jóvenes campesinos por el tipo de vestimenta que usaban y el penetrante olor a sudor que despedían.
Luego de advertir al chofer que no podía moverse del lugar sino hasta media hora después de que ellos se fueran, los asaltantes parados en el pasillo del autobús a la altura de la puerta todavía se permitieron los últimos despojos: al pasajero de al lado, quien después se supo que era un profesor de la Universidad Tecnológica de Petatlán, le quitaron su chamarra de cuero y del portabultos retiraron un portafolios de cuero de un contratista que venía de Zihuatanejo.
Ya casi se salvaba el dinero de los hermanos atoyaquenses cuando uno de los asaltantes sintió curiosidad por el envoltorio porque primero lo palpó y sería que lo sintió blando y pesado, el caso es que abrió la bolsa ante la mirada expectante de sus dueños.
–Mira –le dijo a su compinche mostrándole la cabeza de cuche descubierta.
–¿Una cabeza de cuche? Bájatela para echarnos un pozolito, y se la llevaron.

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