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Arturo Solís Heredia

CANAL PRIVADO

*Silencios pertinentes

Han sido varias las ocasiones propicias para el silencio de este espacio, desde la última vez en que recurrí a él, hace más de seis meses, pero en todas me desalentó el comentario socarrón que un broder-lector me sorrajó inclemente al día siguiente de aquella vez: “No te hagas güey, tu silencio editorial no es más que una forma elegante, según tú, de no entregar tu columna cuando te da güeva escribirla o no se te ocurre algún tema”.
“Endejo”, le contesté cuando me lo dijo, previo chasquido de lengua y torciendo una sonrisilla con actitud de “tas muy equivocado y me vale madres tu opinión”, que parecieron convencerle de la honradez profesional de mis silencios editoriales.
Lo malo es que su comentario socarrón me enmuinó varios días y me cala hasta la fecha, por dos razones básicas. La primera, porque la neta es que uno de mis silencios sí fue un vil (que no elegante) pretexto para no escribir esta columna por puritita güeva; la segunda, porque supuse y aún supongo que mi broder no es el único lector de Canal Privado que piensa lo mismo, y como, aquí entre nos, soy jarrito de porcelana con esa clase de suspicacias soterradas, en todas esas veces que les cuento consideré propicias para el silencio, terminé escribiendo algo, na’ más pa’ que no anduvieran mal hablando socarronamente a mi espalda (sólo tengo una).
Pero la semana pasada, el silencio editorial era tan propicio y necesario, según yo, que me valió menos que un gorro la probable opinión al respecto de mi broder y de cualquiera de los otros 59 lectores certificados de este espacio, dicho esto con el debido y merecido respeto tanto para uno como para los otros.
Y es que la semana pasada no había más que de dos sopas: escribir acerca del atentado sufrido por Pioquinto Damián Huato, el martes 28 de enero, lueguito de su pública despotricación en contra del alcalde de Chilpancingo, Mario Moreno Arcos, durante la asamblea de la UPOEG en El Ocotito, o no escribir nada.
Lo paradójico del propiciador silencio fue que se me ocurrían un montón de cosas qué decir, opinar, especular, suponer, creer, imaginar y lucubrar sobre los hechos mencionados y, por ende, escribir. Pero todas esas cosas no eran mucho más que eso, ocurrencias paridas por la calentura mental que suelen manifestar la mayoría de los testigos y observadores, directos e indirectos, de un asunto tan insólito y escandaloso como el ya referido.
Esa calentura mental que manifestaron casi todos los cibernautas sureños desde que se supo del atentado y comenzó a circular en las redes sociales el video de la despotricación.
Todos tejieron ipso facto sus marañas conspiradoras, desde dos trincheras polarizadas: la de los simpatizantes de Pioquinto Damián, convencidos de la veracidad de sus acusaciones y de las “culpas” del alcalde; y la de los simpatizantes de Mario Moreno, convencidos de la veracidad de su inocencia y de las “calumnias” del líder de comerciantes.
Desde su perspectiva, ambos bandos distinguieron una sola línea de investigación, señalaron sospechas y sospechosos principales, compilaron y cotejaron hechos y datos al alcance de sus redes personales, los analizaron con celeridad, confirmaron motivos y objetivos, juzgaron expeditos a los indiciados virtuales, y dictaron sus sentencias igual de inapelables. Todo, en menos de dos días.
Los más febriles (eufemismo de calenturientos), no pocos, expusieron contundentes sus argumentos, según ellos tan contundentes: los de un lado, palabras y comas más o menos, dijeron doctos: “ta’ claro, desdendenantes el acusado (el alcalde) ya traía rete harta muina en contra del demandante (el líder), así que cuando éste encueró públicamente todas sus inconfesables mañoserías con la maña organizada, pos ya enmuinadísimo, el acusado le ordenó a sus compinches balacear el vehículo en el que el demandante regresaba del citado acto”.
Los del otro, palabras y comas más o menos, dijeron igual de doctos: ta’ claro, desdendenantes el acusado (el líder), ya traía rete harta muina en contra del demandante (el alcalde), así que cuando supo que éste asistiría al acto, aprovechó la oportunidad para calumniarlo públicamente, y pos ya enmuinadísimo, el acusado le ordenó a sus compinches balacear el citado vehículo para que parecieran bajo las órdenes del demandante. De paso, el acusado les pidió asesinar a la pareja de su hijo, porque según dicen na’ más no le caía bien”.
Con todo respeto para ambos jurados, se me hacen muy serios los hechos y las acusaciones, como para tomarlos tan a la ligera, sobre todo en tiempos y ambientes tan violentos como estos. Aunque los entiendo a ambos, dadas las enormes desconfianza y frustración populares por la eficacia, honradez e imparcialidad de las instituciones policiacas y judiciales.
Si me apuran, lo único que me animaría a asegurar sobre el caso, es que cualquiera de los posibles escenarios serían lamentables: si Pioquinto mintiera, lamentaría que en este país se pueda calumniar y difamar a alguien con tanto desparpajo e impunidad; si dijera la verdad, lamentaría que en este país un representante popular electo tenga nexos y cometa acciones criminales, con tanto desparpajo e impunidad.

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