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Benito Alberto Ucán

¿Y la mentalidad corporativa de los maestros?

Comprender en un momento que donde  la verdad no es tratada como tal, la vida simplemente se estanca… ImreKert.

Hay un pacto por México: es el pacto entre Dios y el Diablo. Es el acto de salvación de la clase política: ponerse el traje de políticos modernos en este momento en que, incluso, el Estado está en entredicho. Le toca al docente pagar los platos rotos del corporativismo, le toca ser el chivo expiatorio en la plaza pública de la virtud republicana, le toca cargar con la culpa histórica de todas las políticas públicas educativas aplicadas en los últimos tiempos. Se trata de cerrar, con el pudor y sigilo que requiere el caso, las puertas herrumbrosas de la pre modernidad política, patrimonialista, virreinal, populista, caciquil (padecida por todos nosotros vergonzosamente), sin que nadie sea llamado a cuentas, ni quien salde las deudas con el  pasado histórico, sobre todo, en estos tiempos en que está tan desacreditada la clase política y la política misma.
Romper con la gran estructura cohesionadora del corporativismo porque es un obstáculo a la modernidad, es la gran tarea que requiere un esfuerzo ingente. El PRI construyó el monstruo, el PRI lo quiere destruir; pero necesita la ayuda de las otras fuerzas políticas. Quiere repartir el costo entre todos y no aparecer como el único villano.
De Cárdenas para acá, el sistema educativo y el SNTE no fueron más que trasuntos del sistema político mexicano. Los maestros solo fueron la expresión de esa cultura corporativa. No podían decidir, ni hacer nada, por propia voluntad. Estaban acostumbrados a discursos conativos que inhibían todo tipo de iniciativa; cuando mucho, había un pragmatismo mental inducido y dirigido. Fidel Velázquez, otrora eterno líder de la CTM, con su proverbial talante folclórico, lo expresó muy bien: “El que se mueve no sale en la foto”.  La obsecuencia, la genuflexión y el servilismo fueron formas de adaptación a la estructura social y política de un régimen que propiciaba el inmovilismo y la obediencia a ciegas.  Solo cuando el presidente en turno movía el dedo, al unísono, había una reacción automática. La corrupción fue el aceite de la maquinaria social.
En este contexto atroz, día tras día se fue reproduciendo el alma corporativa del maestro y de toda la sociedad. Entonces, en la actualidad, ¿con qué moral se puede decir que los maestros son los culpables del desastre educativo? La pedagogía romántica en boga ¿no es la otra culpable de esta baja calidad educativa, donde tampoco los maestros tienen ninguna responsabilidad en su implantación? Por el maestro decidía el SNTE; por el SNTE, el corporativismo; por el corporativismo, el presidente. El nacionalismo revolucionario era el gran justificador ideológico que permitía monopolizar legalmente el poder; un poder omnímodo que era el único sistema de legitimación que tenía en sus manos todos los medios para que casi cualquiera pudiera acceder a un empleo. No había otra manera para conseguir un trabajo. Así, por este medio, el voto estaba garantizado; era un voto corporativo. Y el maximato priísta iba en caballo de hacienda. La vida ciudadana era una vida corporativa, bajo un régimen autoritario.
Asuntos planteados por Plutarco Elías Calles en 1929, apenas se intentan resolver con una serie de reformas que están en discusión, para su aprobación en el Congreso. Esta es la dimensión real de la problemática que ya no se puede postergar más. La presión social crece, y no la aguanta ni el Estado ni la clase política. La gran estructura socializadora ya no es operante. Y la clase política ya ha perdido la confianza de la gente. Nadie cree ya en los partidos políticos, llámese PRI, PAN, PRD, PT, etc.
Con el espíritu de la contrarreforma condimentamos la fundación de nuestro Estado-nación; es la hora que no podemos romper  esta arcaica y pre moderna estructura que tiene trabada nuestra modernidad. Por eso nuestros políticos –como un recurso de compensación– usan un discurso progresista: o se es nacionalista revolucionario o se es de izquierda, pero no liberal; esta palabra es un tabú para todo político, porque de inmediato es tachado de derecha. Este camuflaje progresista lingüístico dejó aturdidos a nuestros politólogos y les sorbió los sesos durante mucho tiempo. No se sabía cómo definir a nuestro régimen político: si era una dictablanda, una dictadura perfecta, un gobierno revolucionario. No se sabía qué era. Pero nadie o casi nadie se atrevió a pensar que era un régimen de derecha. ¿Cómo hacerlo, si a ese sistema pertenecía el político revolucionario por antonomasia, con ideas de izquierda, el general Lázaro Cárdenas de Río? Hoy se sabe que entre comunismo y nazismo no existen diferencias sustanciales. De esta falta de información se derivó toda la confusión que no permitió comprender la naturaleza del nacionalismo revolucionario, especie de ornitorrinco: combinación de rasgos fascistas e ideas comunistas y presidida por un monarca sexenal. Octavio Paz tan solo alcanzó a calificar al priato como un ogro filantrópico.
Las bases que le dieron sustento a la modernidad hoy están seriamente cuestionadas. El discurso racional, objetivo, universal, ha perdido todo su encanto, la fuerza que tenía de una fe. La promesa de crear el “hombre nuevo”, un ser feliz en todos los aspectos, ha perdido el atractivo que ofreció en los siglos XIX y XX. En ese entonces, el  ritmo mecánico de los ruidos modernos de las máquinas, fábricas y almacenes era la nueva vanguardia; era la oda triunfal de las máquinas y del futuro que cantaron con optimismo los futuristas italianos. Pero la modernidad nacía coja, sorda y tuerta. La sociedad moderna era cínica, materialista, perversa, egoísta y corrompía todo lo que tocaba.
En este contexto nacieron las ideas románticas de Rousseau y que le imprimieron un espíritu iconoclasta y contestatario a la cultura moderna. Ante la jaula de hierro que era la realidad, había que sentir la vida, descubrir el inconsciente, disfrutar el éxtasis del instante, encontrar la belleza en la naturaleza, y buscar, sobre todo, una vida auténtica, romántica. Era la única vida que valía la pena ser vivida con intensidad. Los movimientos contraculturales se volvieron legión. Por lo pronto, estaban de frente Sócrates y Diógenes, Apolo y Dionisos. Los jóvenes andaban en búsqueda de nuevos mitos y rituales en qué creer, presididos no por el héroe sino por el antihéroe. La individualidad ilustrada o romántica exacerbadas eran ramas de un mismo tronco: el voluntarismo ominoso de una razón vuelta religión.
En esta hybris de la razón se encuentra zambullida e inmersa la escuela pública y todo el sistema educativo. La filosofía de la pedagogía romántica que hoy prevalece en las escuelas, no riñe con la filosofía de un antro: “haz de tu vida una fiesta”.
Por último, se empieza a desmontar el corporativismo del sistema educativo, ¿pero quién desmontará la inercia corporativa arraigada en lo más profundo de la psique de los maestros? ¿Quién desmontará la mega corrupción de las autoridades educativas y de la clase política que no han sabido operar, sino de esta única manera? ¿Será todo por un acto de clonación? Es hora de que la clase política pague su parte de culpa. Es necesario evaluarlos y reprobarlos, y que se vayan cuando sea necesario. Ellos –los anteriores y los actuales– han sido los grandes responsables de que existan 56 millones de pobres y que exista una gran desigualdad social. Ellos son los principales culpables de esta baja calidad en la educación. Hasta ahora no podemos hablar de una reforma educativa; solo se está desmontando el corporativismo del SNTE. El proyecto de integración nacional está agotado. La escuela que era niveladora de oportunidades ya no lo es. En bancarrota está el proyecto del nacionalismo revolucionario. Ya no existe más un maestro misionero ni siquiera un maestro que enseñe. Cuando mucho encontramos en las escuelas un “facilitador” o un coordinador del autoaprendizaje. La nueva pedagogía cree que los niños deben guiarse por su propia creatividad e ingenio. ¿Todo esto es posible? ¿Nos hemos olvidado de la experiencia vicaria? ¿Echaremos en saco roto toda la cultura clásica?
Desde las facultades meta constitucionales del presidente, apenas queremos transitar hacia un Estado de derecho, a la cultura de la legalidad. ¿Podremos hacerlo con esta clase política que tenemos, y renegando siempre (hipócritamente) de la cultura liberal establecida como fundamento filosófico de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos? ¿Qué esfuerzo ingente se necesita para desprogramar la mentalidad corporativa de los docentes? Nos ahogamos todavía en las miasmas de la pre modernidad, y sin saberlo, como un acto reflejo, reproducimos todo lo negativo del espíritu posmoderno. ¡Vaya lío para Chuayffet y para el presidente Enrique Peña Nieto!

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