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Gregorio Urieta

TESTIMONIOS DE TIERRA CALIENTE

* La llamaban Loca

Se le puede encontrar en los caminos y carreteras de Tierra Caliente, preferentemente en los basureros, o en donde encuentre algo que comer para ella y unos perros que la siguen a donde quiera que vaya. Su figura es fugaz, se confunde con el ambiente de pobreza y dejadez que caracteriza a los pueblos y espacios de la agreste región.
Tal vez por eso la indiferencia de quienes llegan a verla merodeando por las orillas de los pueblos, buscando entre las basuras, rodeada por media docena de perros que la siguen pacientes, sin hacer ruido, que, como ella, hurgan entre la basura en busca de algo que tragar.
En una de sus incursiones por uno de los múltiples basureros a cielo abierto que hay en Ajuchitlán, se logró entrar en contacto con ese personaje, gracias a la intervención de un campesino que ha logrado platicar con ella y que fue quien contó a la vez a quien esto escribe, parte de la increíble historia de Locadia, como le pusieron por nombre.
Así se logró saber que vivió en San José, California, Estados Unidos; que tuvo como marido a un oaxaqueño karateca, asesino de muchas personas; que tuvo dos hijas; que mataron al marido y que el Estado de California le quitó a sus hijas para darlas en adopción, después de lo cual se dedicó a mendigar, y en una redada la sacaron del país.
No se sabe cuándo llegó a esta tierra, en donde ahora vaga, seguida de los perros que son su única compañía. “Me dijeron que estoy loca. Me llaman así nomás, Loca”, dijo brevemente.
La imagen física de Locadia, como la llaman en una mezcla de burla y picardía propia de los calentanos, hace evocar al personaje que da nombre a la película Mamá, de Andy Mucchietti (The Birth of Mama, Universal Studios, 2013) a la cual Guillermo del Toro introduce un interesante comentario: atrae y repele, aterroriza y enternece, inspira y decepciona, al mismo tiempo.
Tiene un cuerpo delgado, que en sus mejores años debió ser esbelto; si acaso 1.60 metros de estatura. Disminuida físicamente por la vigilia, el cuero le cuelga en las rodillas y en los brazos. En sus senos descubiertos que cuelgan flácidos al aire libre, se adivinan buenos tiempos, lo mismo que en ese su cuerpo sucio, embadurnado de costras de mugre desde los pies hasta la cabeza, que despide un olor nauseabundo, propio del espacio en que se desenvuelve con lentitud, con parsimonia, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
¿Qué diría –pienso– al verla Salvador Dalí, El Divino Dalí, que durante su estancia en México declaró que jamás regresaría a “un país más surrealista que mis pinturas”?
Cubre su cuerpo con pedazos de tela amarrados entre ellos, lo que no impide que se vean, confundidas con la mugre, sus partes íntimas, algo que evidentemente la tiene sin cuidado. Tanto en los tobillos de los pies como en las muñecas lleva amarrados pedazos de tela que se mueven al viento. Pelos rebeldes, resecos y tiesos por la mugre, caen sobre su cara impidiendo verla a plenitud, en la cual se asoman un par de ojos pequeños, negros, tristes e indiferentes, llenos de ausencia. Una boca chica, una cara en la que se adivina el sufrimiento y en la que se forman ya varias arrugas en medio de las costras de mugre. No se sabe cuántos años tiene, pero aparenta unos sesenta.
Quien esto escribe la ha visto en las carreteras, generalmente al alba o en el crepúsculo, recorriendo a pie las distancias, seguida de su séquito de perros.
Al verla en este basurero, pregunté al campesino si la conocía, le dije que quería hacerle una entrevista para el periódico. Resultó ser un viejo conocido del PRD de Ajuchitlán.
—Pero va profe, está loquita la doña.
—También los locos tienen historias que contar, ¿por qué no escucharlos?
El campesino me vio con curiosidad, quizás pensando que estoy más loco que la señora.
—Sí, ¿verdá profe? Venga, yo lo acerco al basurero.
El aire fresco arrimó de golpe el olor picante, descompuesto y penetrante de la basura. Cientos de moscas zumbaban, embriagadas por el olor, rugientes en su espacio vital.
—Doña, el maestro le quiere hacer una entrevista pa’ su periódico. Le quiere preguntar cosas.
Locadia se movía con lentitud, buscando algo indefinido, en un basurero formado con desechos de la gente de los pueblos más pobres de la región, por lo que es difícil pensar que desechan comida a la basura.
Por su actitud, ni siquiera se percató de nuestra llegada.
—¿Cómo es que llegó a vivir así, señora?
La respuesta llega después de un largo espacio de tiempo. Momento en el que recogió un pedazo de tela con la que envolvió una de sus rodillas, a manera de venda. Respondió suave, lentamente, sin el mayor interés, y tal vez para corresponder a las atenciones que el campesino ha tenido con ella.
—¿Para qué quiere saber?
—Dicen que usted vivió en Estados Unidos, que tuvo una casa bonita y dos niñas. Por eso me intriga verla en estas condiciones. ¿Qué sucedió? ¿Cómo se llama usted?
Camina lento hacia los lados, buscando algo indefinido. Los perros se concentran junto a ella cuando toma un manojo de tortillas, casi tiesas, en proceso de descomposición. Les da pedazos en el hocico. Los perros tragan, también lentamente, con la seguridad de que entre ellos no se disputarán el alimento. Cuando ya no espero la respuesta, la suelta en el mismo tono anterior, suave, indiferente, como si le hablara al viento que corría generoso esa tarde de enero en campo abierto.
—Todos me llaman La Loca.
Nueva pausa. Se queda viendo a lo lejos, con la vista perdida hacia las alturas del imponente cerro del Tinoco, al otro lado del río Balsas. Mi informante vio el gesto y como si adivinara mi interrogante, comentó:
—Dicen que es de por allí, del Tinoco. La verdá, sepa Dios. Dicen que es de arriba de ese cerro, que se fue de mojarra (mojada) a Estados Unidos y allá estuvo muchos años. Quien sabe qué habrá pasado, porque cuando llegó acá ya venía malita. La conocieron unas gentes de allá arriba, pero asegún ella no conoce a nadie.
“Aquí llegó hace como dos años, pero así como llega se desaparece. Dicen que se pasa en los basureros, con esos perros atrás de ella. Hace un año la encontré comiéndose una sandía en mi potrero. Ni modo de maltratarla, profe. Quise platicar con ella, le pregunté su nombre y me dijo: ‘Me llaman Loca. Me echaron en un carro y me trajeron desde lejos. Me dijeron que estoy loca. Como no les dije nunca mi nombre, me decían Loca’. Por eso mis guachillos le pusieron Locadia, los cabrones. Pero de ahí no la saqué esa vez. Le gusta repetir eso. Casi no habla con la gente. Ire maestro, yo la he oído hablar sola. Habla así, bien suavecito, como si estuviera aconsejando a alguien. Yo digo que no es una loca mala. Se me hace que era una buena mamá”.
“Aquí ha venido varias veces. Pasa rumbo al basurero y allí anda buscando casi todo el día. Mis guaches le gritan ‘¡Locadia, ven!’ Y le dan algo de comer, chicharroncito, huevito a veces con combas o frijolitos que sobran de la comida que me traen al campo, Pero trai esos chingados perros y les da todo a ellos. Mis guaches nomás dicen ‘Ira pues apá, ya no le vamos a dar’”.
Mi informante hace una pausa. Adquiere un tono serio y grave al comentar.
“Yo no la conozco, pero dicen que vivió unos cuantos meses aquí, en este pueblo. Que la trajo un gallo que era de por allá de Oaxaca, asegún, maloso el hombre. Luego se fueron de repente. Tú sabes, profe, que aquí no hay nadie que no tengamos uno o varios familiares en el Norte”.
“Dicen que vivieron en Estados Unidos, en San José, California, y que allá tuvieron dos niñas. Que el señor era matón y que era karateca. Total, asegún que un día apareció descabezado allá por Anajain (Anaheim) y la señora se quedó sola. Dicen que anduvo pidiendo en las calles para darles de comer a sus niñas, y que a veces las dejaba solas para hacer algún trabajito, y que por eso el gobierno se las quitó y las dio a unas gentes que quisieron recogerlas”.
“Desde entonces se dedicó a vagar. Ya ves profe, que allá el gobierno es cabrón y está prohibida la vagancia. La agarraron en una redada y la sacaron. ¿Ya ves que a veces contesta? Ella me dijo que de este lado la echaron en un carro y la vinieron a dejar por acá. Desde entonces vaga por los basureros, de un lado a otro. A veces se desaparece por un mes o dos, pero no falla. Nomás cuando la vemos que anda allí, así, como la ve.”
Así, con la vista hacia abajo, fija en algo, buscando algo que tal vez ni ella sepa qué es, pero que se adivina cuando le pregunto alzando la voz:
—¿Qué pasó con sus hijas? ¿En dónde quedaron, señora?
La pregunta pareció causar un impacto profundo en alguna parte de su ser. Adoptó una actitud de alerta, volteaba a ver a los lados con movimientos bruscos de su cuello. Con sus manos, comenzó a mover la basura con ansiedad, lanzándola a los lados, logrando que los perros se alejaran un poco de ella. Sonidos guturales surgieron de su ser,  gimiendo, mientras buscaba y buscaba angustiosamente en la basura.
No se logró extraerle ni una sola palabra más. Las preguntas se estrellaban en la coraza de indiferencia hacia ellas, y solo existía su propia ansiedad, su búsqueda frenética, interna.

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