Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS ¿Y si no acepto?

El pleito entre el hermano gandalla y la hermana que reclamaba el derecho sobre la propiedad que ambos recibieron como herencia, involucró hasta a los hijos.
El hermano era malo de veras, y aunque no vivía allá en la sierra dentro de los terrenos en disputa, cada vez que iba era para echarle pleito a la hermana a la que exigía abandonar las tierras.
Para más señas el hermano era judicial del estado con grado de comandante, y tenía fama de ser malo y matón.
Los hijos de la hermana crecieron y en la primera oportunidad el mayor se fue para los Estados Unidos, se metió al ejército y hasta participó en las guerras de Afganistán y en la del Golfo Pérsico.
Cuando regresó a Estados Unidos dejó el ejército y se dedicó a los negocios. Como aprendió inglés le fue relativamente fácil invertir en un lote de autos usados. Hizo dinero y luego se regresó para su tierra pensando en que era tiempo de arreglar los asuntos familiares de la herencia.
Ya en su pueblo esperó paciente la visita de su tío quien no dilató en aparecerse con la misma actitud de siempre buscando que la hermana le dejara libres los terrenos.
La diferencia ahora es que el sobrino le salió respondón respaldando el derecho de su madre.
–Mire tío, yo regresé de Estados Unidos para arreglar de una vez las cosas con usted.
–Pus el único arreglo que yo veo es que ustedes se salgan de las tierras porque son mías, respondió el hombre malo.
–Oiga tío, ¿cuánto cuestan las tierras que usted reclama como suyas?, preguntó el sobrino.
–Valen dos millones de pesos, respondió el tío con su voz aguardentosa y exigente.
El sobrino se dirigió al rincón de la casa donde tenía sus maletas y extrajo los fajos de dólares que sumaban la mitad. Los puso sobre la mesa  y se sentó frente al tío.
–Aquí está un millón de pesos que cuesta la mitad del terreno porque la otra le pertenece a mi madre.
Luego se desfajó de la cintura la pistola escuadra y la puso en la mesa junto al dinero.
–Quiero que se lleve el dinero y que no vuelva nunca más a éste lugar, le dijo enérgico el sobrino.
–¿Y si no acepto el trato? Qué vas a hacer.
–Nomás lo voy a matar.
El judicial con fama de matón no tuvo duda de que la advertencia del sobrino era de tomarse en cuenta.
Entonces tomó el dinero y se fue sin despedirse.

Yo quiero que se llame Sicario

El cambio fue brusco en la vida del pueblo. Nadie entendía lo que estaba pasando hasta que de las balaceras en las calles y a plena luz del día se pasó a los asesinatos con mensaje entre las bandas que peleaban.
Quien lo iba a pensar que de la noche a la mañana se pasó de la vida tranquila y pueblerina al espectáculo de los hombres muertos y colgados, a los retenes en los caminos a cualquier hora del día.
Cuando nos dimos cuenta todo el pueblo estaba secuestrado y en manos de un grupo de sicarios que hacían y deshacían a su antojo extorsionando, mandando y amenazando.
Pronto se supo que el grupo vencedor en la disputa del territorio se había adueñado y tenía como su cuartel una finca arrebatada a sus contrarios, y como eran tiempos de cuidarse por aquello de las represalias, los vencedores establecían vigilancia en toda esa zona y hasta se habían atrevido a ordenar que en cuanto oscureciera, nadie del pueblo debía transitar en la zona que cuidaban, aunque para granjearse el apoyo de la gente habían dado en publicar por los altoparlantes su disposición para salir en defensa de quien lo necesitara.
Hasta en volantes que repartieron anotaron un número telefónico al que la gente podía llamarles si necesitaban algún favor.
A poco de esa situación se dio el caso de la muchacha que vivía con su marido por aquel rumbo donde estaba prohibido transitar, a quien se le ocurrió empezar con los dolores del parto precisamente en la noche, cuando el toque de queda se había establecido.
Ningún taxista de todos los que llamaron se atrevió a ir por ella para llevarla al hospital y ni modo de irse caminando porque era más riesgoso.
Fue la misma muchacha quien en su desesperación por los dolores del parto se acordó del número de teléfono escrito en el volante que la maña había repartido.
–¿Y si hablas? quien quita y nos ayuden, le dijo al marido quien no lo pensó dos veces para llamar.
Luego que expuso el problema de no conseguir transporte y la urgencia del parto de su mujer, le pidieron sus datos personales y el lugar exacto de su domicilio con la orden de que esperaran la ayuda.
No pasó mucho rato en que llegó la camioneta con cuatro hombres armados con la cara cubierta. Subieron a la mujer y su marido quienes venciendo el miedo que les provocaba la escena, dieron las gracias y empezaron a rezar pidiendo para sus adentros que los acomedidos enmascarados no se fueran a desviar del camino hasta el hospital.
Como si su petición hubiera sido escuchada, no tardaron en llegar al hospital donde los primeros que entraron fueron los hombres armados causando nerviosismo en el personal.
Los sicarios advirtieron a los médicos antes de irse:
–Traten bien a la señora porque nos van a responder por ella.
En la madrugada nació el niño atendido con esmero. La madre estaba tan agradecida por el buen trato recibido en el hospital que bendijo públicamente a los “muchachos de buen corazón que me ayudaron”.
La enfermera que la atendió diligente hasta para madrina del recién nacido se ofreció.
–Dígame comadre si ya le consiguió el nombre al niño, si no, le ayudo a buscar uno, le dijo la enfermera.
–Yo quisiera que se llame Sicario, comadre.

Encuentren mis llantas

En el año que les cuento trabajaba en urgencias del Seguro Social. Una noche llegó un grupo de judiciales malheridos porque habían tenido un accidente automovilístico.
Los atendí como personas comunes y corrientes pero quedaron muy agradecidos y para despedirse, el jefe de ellos se puso a mis órdenes “para lo que se le ofrezca”.
Entonces me acordé del robo de mis llantas.
–Pues ayúdenme a recuperar las llantas que me robaron.
Les dije que los ladrones habían dejado sobre tabiques mi carro y que cuando salí al estacionamiento para llevar a mis hijos a la escuela casi arrastro el carro porque con las prisas ni siquiera me había dado cuenta del robo, si no ha sido por una vecina que me dijo.
–¡Le robaron sus llantas!
Los judiciales no requirieron de más datos para cumplir con su deber. Yo la verdad no esperaba el milagro de que mis llantas aparecieran, hasta que apenas unas horas después regresó el jefe del grupo.
–Quiero que venga a reconocer sus llantas.
¡Cómo quería que las reconociera!, pero cuando vi que eran de la medida de mi carro, redondas y negras no me quedó duda que eran las mías.
Me explicaron que después de profundas investigaciones dieron con el ladrón, y hasta me lo enseñaron. Se trataba de un taxista.
Cuando me lo encontré en la calle le grité.
–¡Ladrón de llantas!

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