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Jesús Mendoza Zaragoza

Un retrato de familia

Una mujer indígena en un centro comercial ubicado en el corazón de la zona turística de esta ciudad, ha dado la oportunidad para retratar de cuerpo entero a esta sociedad enferma que genera desigualdad y exclusión en la vida cotidiana porque está diseñada para eso, para arrojar lo que considera desechable y prescindible. En este caso, se trata de una mujer, que es pobre y que es indígena. Con todas las de perder. Las redes sociales recogieron la escena en la que fue detenida de manera abusiva por policías municipales después de una denuncia de la empresa comercial Soriana. Las oportunas fotografías subidas a las redes sociales no permitieron que ese hecho pasara inadvertido y que sonara fuerte al grado que el gobierno municipal actuó con rapidez para deslindarse de sus policías.
No estamos ante un hecho anecdótico o marginal sino de un hecho que está en el corazón mismo de esta sociedad incapaz de proteger a los desafortunados y de abrir horizontes para los abandonados de siempre. Tenemos una sociedad desigual con una dinámica de exclusión, que se ha nutrido de una visión deteriorada del ser humano y de sí misma. Ahora que ha habido avances sustanciales en cuanto al reconocimiento y a la defensa de los derechos humanos, se siguen manifestando actitudes y conductas inhumanas como la sucedida en dicha tienda comercial y en la que han intervenido tres actores, fundamentalmente.
El primer actor está representado por una empresa comercial, que denuncia a la mujer indígena. Desde el punto de vista legal, está en su derecho de denunciar un robo o un desorden en su interior y, por tanto, acude a la autoridad para que, con la ley en la mano, castigue a quien considera transgresora de la ley y un perjuicio para su negocio. El alma de la empresa es el dinero, el lucro sin más. Negocios son negocios sin remordimientos morales. La mujer famélica representa una señal incomoda que no cabe en los negocios. Es el espíritu del capital que no tiene escrúpulos porque carece de humanidad. El Capital, así con mayúscula, es decir, el Mercado, se ha colocado en el trono divino para decidir quién vive y quien no vive. Ha creado la cultura del desechable, que ha incluido a los seres humanos como le sucedió a la indígena de nuestra historia. El Mercado, el libre mercado neoliberal pone sus reglas y establece un código de conducta en el que tiene diez de calificación el que tiene más dinero para comprar.
El segundo actor de esta tragedia, aunque parezca comedia, es el Estado representado en los policías, tan comedidos y complacientes con la empresa, pero tan duros e implacables con los pobres. Es el poder que se ha desentendido de su propia naturaleza y ha pervertido su misión. El Estado, como comunidad política tiene su razón de ser en la creación de condiciones de vida para la sociedad, sobre todo, para los desamparados. Un Estado perverso golpea a los débiles en lugar de protegerlos y solapa privilegios para las élites, tanto políticas como empresariales, incluyendo las criminales. Tenemos un Estado que solapa la corrupción mientras que criminaliza la pobreza. Esa es la regla y los policías no hicieron otra cosa sino cumplir al pie de la letra los protocolos diseñados para recordarles a los pobres que nacieron para perder.
El tercer actor lo veo representado en las redes sociales que, en su momento, hicieron tanto ruido que espantaron al alcalde que, de manera precipitada, se vio obligado a correr a sus policías. Furia e indignación congestionaron las redes sociales exhibiendo imágenes intolerables y exigiendo la caída de chivos expiatorios. Tenemos una sociedad harta y llena de frustraciones que razona y argumenta para hacer sentir su inconformidad pero que también se ha vuelto tan visceral que no genera los cambios que necesita. Gracias a las redes sociales, la sociedad ya puede expresarse pero no es capaz de generar iniciativas para movilizarse ni para cambiar las condiciones de vida tan deprimentes para muchos. Nos conformamos con gritar y arrojar al aire la rabia y el dolor para después regresarnos, como los perritos heridos, a lamernos las heridas en el mundo de la indiferencia. Por eso, la historia de la indígena echada al infierno con la ley en la mano, seguirá repitiéndose implacablemente. Tenemos una sociedad conformista, enferma de indiferencia, que tiene sus ratos de lucidez cuando nos tocan algunas fibras éticas que aún tenemos.
Lo que sucedió a la mujer indígena en el centro comercial es la regla y no la excepción, es parte de la cotidianeidad en nuestro México. Las reglas del juego del sistema político, que cuida los privilegios de los adinerados, promoviendo reformas a las leyes (reglas) a diestra y siniestra para seguir favoreciéndoles, son las que los directivos de la empresa y los policías siguieron puntualmente. Reglas que han sido pensadas y utilizadas para rendir culto al dinero y que no nos hemos atrevido a sacudirnos. En este sentido, todos, Mercado, Estado y Sociedad, estamos retratados en esta escena del centro comercial y la indígena ha sido nuestra victima predilecta, porque es mujer, porque es pobre y porque, precisamente, es indígena. Vaya, ¡qué retrato de familia!

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