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Tlachinollan

Nacer y luchar al ras de la tierra y con la frente en alto

Centro de Derechos Humanos de la Montaña,

Fui la primera hija de una familia de seis hermanos y seis hermanas. Nací en un paraje conocido como Piedra de San Marcos, anexo de Caxitepec, municipio de Acatepec, en los límites con Ayutla. En ese lugar vivía mi abuelo paterno, que le dio a mi papá un pedazo de tierra para que hiciera su casa y sembrara maíz en la temporada de lluvias.  Sobre las faldas del cerro de San Marcos, mi papá y mi mamá construyeron su casita de madera con techo de zacate y piso de tierra. Nací junto al fogón de la casa, con la ayuda de un partero, El Meso, y el apoyo de mi papá.
De acuerdo con la costumbre me phaa,   nuestras mamás nos traen al mundo en una postura vertical.  Se inclinan para apoyarse  en el respaldo de una silla de madera para tomar aire y fuerza. Nuestros papás tienen que tomar de la cintura a las mamás para ayudarles a expulsar  la criatura, mientras la partera o el partero, sahuma, soba el vientre de nuestras madres y espera que salga el producto. La hoja de plátano seco hace las veces de cama o  petate donde se recibe al recién nacido. Una cañuela de maíz afilada es el instrumento natural que utilizan para cortar el cordón umbilical, porque el cuchillo es de mala suerte.
En la Montaña es muy común que entre las familias mueran varios hijos o hijas. En mi familia murieron dos hermanitos por gripa, tos y calentura. Uno murió de dos meses y otra de cinco. A pesar de que hay una casa de salud en Caxitepec, ésta no cuenta con médico ni medicinas. En ese tiempo mis papás llevaron cargando a uno de mis hermanitos, pero de nada sirvió porque el enfermero andaba borracho y no le importó atenderlos.
La creencia de nuestras abuelas es que antes de probar la leche materna, las y los bebés, al igual que nuestras mamás, tenemos que tomar un té amargo preparado con hojas de huamúchil,  guayabo y  mango, para que se limpie nuestro estómago, y para que a  las niñas o  niños chiquitos no nos haga daño la leche materna. Con este alimento, el caldito de frijol y la tortilla mojada nos nutrimos para tener fuerza y caminar en la Montaña.
A los tres años no solo acompañé a mis papás al tlacolol, también me acostumbré a caminar tres horas diarias para ir a la escuela hasta Caxitepec. Me levantaba a las 5 de la mañana. A esa hora mi mamá ya tenía lista las tortillas para almorzar. Me preparaba  memelas de frijol para que yo comiera al salir de la escuela. Me acompañaba mi primo Vicencio de 6 años, quien ante la muerte de mi tío, mi papá se lo llevó a la casa. Fue el primero en ir a la escuela. Llegábamos a las 9 de la mañana y salíamos a las 2 de la tarde. A esa hora nos regresábamos, no importaba si había mucho sol o si estaba lloviendo. Nos acostumbramos a caminar seis horas diarias, durante nueve años, para medio aprender el español. En todos esos años nunca pudimos comprar un refresco porque en el cerro no se gana dinero. Para bajarnos la comida siempre llenábamos de agua las botellas de plástico de algún refresco o tomábamos agua del arroyo.
Nunca se me va a olvidar el día que se quemó nuestra casa. Fue en la madrugada, cuando mi hermanito se levantó al baño. Tomó un leño del fogón para alumbrarse. A su regreso, la brasa del ocote hizo contacto con el techo de palma. Eso bastó para que el aire se encargara de extender la lumbre en todo el cobertizo. Nada pudimos hacer, solo sacamos algunos trastes y nuestra ropa. Tuvimos que  vivir bajo los árboles, mientras mi papá levantaba nuevamente otro techo rústico.
A los 5 años empecé a familiarizarme con los trabajos del campo. En la temporada de lluvias iba con mi mamá a dejar el chilate y la comida al tlacolol de mi papá. A los 8 años ya agarraba el gancho para sembrar maíz, frijol y calabaza. También aprendí a limpiar la milpa y a pizcar; a cortar jamaica y a cuidar los chivos. Me sentía contenta porque ya podía hacer todos los trabajos que normalmente hacen las familias del campo.  Todo lo hacía bien y con gusto. En semana santa iba a cortar jamaica con otras familias, y por trabajar de 8 a las 4 de la tarde, me pagaban 20 pesos o si no, me daban un cuartillo de maíz.
A los doce años salí de Caxi para trabajar y estudiar la secundaria en Chipancingo. Fue muy dura la experiencia, porque me costó mucho trabajo comunicarme en español. Nunca imaginé lo que iba a sufrir, el maltrato del que sería objeto por parte de la gente que se siente superior a una, solo porque nacieron hablando el español. En la ciudad experimenté lo que nunca había vivido; el desprecio, la discriminación y el trato racista, que es lo que más lástima nuestra dignidad como mujeres que orgullosamente portamos otra cultura.
Ante la enfermedad de mi mamá tuve que regresar a mi comunidad para encargarme de la casa y de mis 11 hermanos. Esta gran responsabilidad no duró mucho tiempo, porque a los pocos meses de que me reincorporé a la vida de la comunidad, la familia de Fidel pidió hablar con mis papás, para realizar la costumbre conocida como el concierto, es decir, iniciar el proceso de petición de la novia y formalizar la unión matrimonial. A los 15 años me casé y al año siguiente tuve a mi hija Yenis, que es la adoración de mi vida. La fuerza y la razón de mi lucha.
Es el anterior el testimonio de Valentina Rosendo Cantú, una joven del pueblo me phaa, que ante la violación sexual de la que fue víctima en el 2002 por parte de elementos del Ejército, supo a sus 17 años levantar la voz y poner la frente muy en alto para encarar al Estado mexicano. Superó con gran heroismo todos los obstáculos, las amenazas, las agresiones e improperios que en todo momento las autoridades de los tres niveles de gobierno, buscaron acallarla y destruirla.
Nació y creció en lo más recóndito de la Montaña. Ahí en el tlacolol y al lado de sus padres labró su vida como mujer valiente; fue educada en los valores comunitarios; formada con la palabra verdadera de los sabios y sabias y fogueada al calor de las luchas de su pueblo. En estos 12 arduos años de lucha forjó su nueva identidad como defensora de los derechos de las mujeres; la que tuvo la osadía para asumir en condiciones sumamente adversas, todos los riesgos y enfrentar todos los peligros, con tal de alcanzar la justicia y lograr el castigo de los responsables.
Valentina Rosendo al igual que Inés Fernández Ortega, continúan trabajando en el campo y al lado de sus hijos e hijas, como todas las mujeres de la Montaña. Su mejor legado ha quedado impregnado en los corazones de las mujeres y hombres que entregan diariamente su vida por la defensa de los derechos humanos. Ellas bajaron a la ciudad y acudieron a los tribunales nacionales e internacionales para evidenciar que en nuestro país la justicia es una falacia; que sigue incólume un sistema de justicia corrupto e impune que protege a quienes violentan los derechos de las mujeres. Bajaron para decirnos que son más bien las mujeres, quienes pagan con su vida y su propia seguridad, las que verdaderamente defienden a las mujeres.
Las instituciones gubernamentales, que siguen alejadas de los lugares donde se gestan los movimientos más emblemáticos que reivindican  derechos específicos de las mujeres,  se han especializado en simular y encubrir a quienes ejercen violencia contra las mujeres y a vegetar en el escritorio. No hay cambios profundos en los sistemas de procuración y administración de justicia que se traduzcan en una defensa efectiva de los derechos de las mujeres. Todo ha quedado en anuncios espectaculares, en fachadas de oficinas y en slogan para el consumo mediático. Los vicios de la corrupción; los tratos denigrantes hacia las mujeres; la nula credibilidad que le da el órgano investigador a las denuncias interpuestas por las mujeres. La falta de peritos, de infraestructura, equipo,  de personal calificado y con ética profesional, forman parte de las grandes y graves fallas que siguen arrastrando las instituciones de gobierno que han sido rebasadas por una sociedad empoderada, que exige respeto, trato equitativo, justicia y reconocimiento a los derechos de las mujeres.
Las mujeres que luchan desde la base comunitaria, que entregan todo por causa  de la justicia, que viven en condiciones sumamente precarias pero que tienen un espíritu inquebrantable y que resisten cualquier vendaval, son las que realmente honran este día  memorable. Son las que en verdad realizan un aporte sustantivo a este movimiento, que se robustece con el testimonio y la vida sencilla de muchas mujeres del campo y de la ciudad. Son las luchadoras sociales y defensoras guerrerenses,  que el gobierno en lugar de respetar y reconocer sus valiosos aportes, las persigue y encarcela. Denigra sus trayectorias como mujeres ejemplares; no reconoce sus trabajos como activistas sociales, y ante la falta de resultados de los asesinatos de mujeres defensoras, se torna en cómplice de quienes gozan de impunidad y continúan perpetrando crímenes contra las mujeres.

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