Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Eduardo Pérez Haro

¿A dónde va la reforma para el campo?

(Primera de dos partes)

Para Javier Cabrera.

La tecnocracia de los 80 y los 90 planteó el esquema de “las ventajas comparativas”, donde a nuestros socios comerciales (Estados Unidos) les ofreceríamos productos, tropicales y de invierno, que no tienen, y les compraríamos lo que ellos generan en demasía, y terminaríamos por comprarles barato y venderles caro.
Tenía lógica, no sonaba descabellado, era una manera de razonar al sector para llevarlo a un balance de cuentas donde supuestamente éstas saldrían a favor de México. Pero no fue tan así, en principio porque la balanza comercial agropecuaria y aún la balanza agroindustrial, han sido negativas desde hace casi 50 años.
En la sociedad de intercambio podría no ser un hecho grave operar con algún déficit de esta cuenta si tuviéramos otras cuentas en la cuales se pudiese resarcir el desequilibrio, eso permitió hablar de “seguridad alimentaria” en sustitución del concepto de autosuficiencia, bajo esa nueva comodidad pudiéramos suponer que siendo el déficit de proporciones no mayores se convertiría en una variable “administrable”. Así pues un déficit del orden del 20% del comercio agroalimentario o menos del 1.0% del total del comercio exterior como es el que caracteriza el caso entraría a la condición de “no grave”, “sí administrable”.
No obstante, el problema tiene otras implicaciones que no se ven en este sistema de cuentas, implicaciones de otras dimensiones que se manifiestan cuando estos números salen del mundo de las abstracciones y se trasladan al terreno de los hechos y sus implicaciones, de distinto orden, se revelan en la geografía y la sociedad nacionales, en la economía política y la política política.
Esa aritmética de los agregados macroeconómicos del comercio internacional (México-Estados Unidos) se traduce en la venta de frutas y hortalizas como aguacate, fresas, jitomate, pimiento morrón y pepino, y en la compra de maíz, soya, trigo, arroz y leche fundamentales para el consumo de tortilla, pan, carnes, etc… hay más productos por supuesto pero en estos que mencionamos está más del 50% del valor total del comercio de alimentos en el que comprar barato, como lo dijimos de inicio, no nos favoreció las cuentas del balance como se suponía, empero, abrió un flanco más de debilidad afectando la posibilidad de colocar a México en mejores condiciones de negociación en el plano internacional y particularmente con Estados Unidos.
La burocracia gubernamental tan dada a calcar lo que hacen los gringos, en el tema del sector no lo hizo sino al revés o mejor dicho lo hicieron pero como siempre quedando en desventaja. Los estadunidenses, como también los japoneses y los europeos, después de la segunda guerra mundial decidieron hacerse cargo de sus agriculturas y nada de “ventajas comparativas”, en adelante no serían los países industriales que recibirían de los países subdesarrollados el aprovisionamiento de materias primas y alimentos, ellos se harían cargo, incluso en aquellos productos en los que producirían con muy altos costos inyectando grandes cantidades de subsidios, al tiempo terminarían por eficientar sus procesos productivos y acabarían por tener verdaderas industrias de la agricultura con las cuales harían negocios y apalancarían sus predominios en otros ámbitos del mercado o de la política.
Así, en la estrategia de desarrollo no puede gobernar una aritmética simple del balance de cuentas y he aquí la segunda consideración, y es que la agricultura se define y se asume dentro de una estrategia general en donde la economía urbana, industrial y de servicios, es preeminente por su dinámica de reproducción. No existen potencias agrícolas en ausencia de sendos desarrollos de la economía urbana, ni agriculturas fuertes al margen. Su modernización y su amplitud dependen de la economía urbana y entendido de esta manera cuando la industria “patina” la agricultura se “resbala” y asimismo cuando la agricultura se rezaga afecta el desarrollo general de la economía al encarecer sus costos de producción y debilitar la acción del Estado.
Cuando en México la agricultura se desplegó con especial ímpetu durante la tres décadas que van de 1935 a 1965, lo hizo en una función definida dentro del proceso de industrialización y frente a una importante demanda externa, pero cuando las condiciones del entorno se modificaron por el progreso tecnológico y los países desarrollados se hicieron de sus abastos alimentarios fundamentales –ciertamente no dejaron de ser compradores de productos tropicales y de invierno– los países subdesarrollados fueron expulsados de la órbita de los negocios de ese comercio.
La determinación de México fue la de acomodarse en “las ventajas comparativas” vendiendo jitomate, pepinos, fresas, café, etc. mientras el petróleo asentaba sus posibilidades de relevar el papel antes jugado por la agricultura en cuanto el apalancamiento financiero de la industrialización y desde esa nueva circunstancia México se reencontraría con el crecimiento industrial que terminaría por rescatar a la agricultura en continuo rezago.
Después de los intentos de las políticas de fomento, de los años 70, orientadas a la recuperación de la autosuficiencia (los ejidos colectivos con Luis Echeverría y el SAM con José López Portillo) que caminaron aparejados al esfuerzo de continuar (con apoyo del petróleo), el modelo de industrialización por sustitución de importaciones –en el marco de una economía cerrada–, México amaneció en 1982 con la caída de los precios de los hidrocarburos, la industria envejecida y endeudado “hasta el cuello”, la agricultura no volvería a ser importante.

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