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Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

Cuando Pedro enmudeció

Pedro Pineda es un campesino de Barrio Viejo, poblado que mudó su nombre por el de San José Ixtapa, el segundo en importancia poblacional después de la cabecera municipal de Zihuatanejo.
Hijo de don Román Pineda, uno de los viejos fundadores del ejido, Pedro Pineda es un hombre callado, moreno y fuerte que lo mismo toma la tarraya para pescar que la tarecua para sembrar o el bordón para el pastoreo de su rebaño de chivos.
En su época de juventud Pedro Pineda intercalaba su tiempo en buscar tesoros y minas con su afición de investigador privado, pero los fines de semana nunca faltaba a los espectáculos que se organizaban para la recreación popular.
Pedro era el cronista por excelencia en los juegos deportivos y a veces él mismo organizaba las peleas de box, deporte en el que destacaba por su experimentado y eficaz gancho de izquierda.
Un domingo en la mañana estaba Pedro narrando el partido de futbol en el campo deportivo cuando hasta él llegó el comisario municipal acongojado porque a última hora el sonido que había contratado no llegaría, y le pedía que apoyara con su aparato de sonido en la entrada del pueblo porque se aproximaba la hora en que el candidato a diputado estaría en la comunidad como parte de su campaña proselitista.
Con ése espíritu cooperativo que le caracterizaba Pedro no tuvo ningún inconveniente en aceptar, de manera que en cuanto terminó el partido, subió el sonido a su vieja camioneta y se marchó hasta el entronque de la carretera nacional donde la algarabía de la comitiva que recibiría al candidato creaba un ambiente de fiesta.
Todavía no terminaba Pedro de instalar su equipo de sonido cuando nuevamente el comisario llegó para hacerle partícipe su preocupación porque ahora quien no llegaba era nada menos que el maestro de ceremonias y el candidato Nabor Ojeda estaba a unos minutos de aparecer.
Pero ésta vez el comisario no le pidió favor a Pedro, sino que como autoridad le ordenó hacerse cargo del recibimiento. Nomás eso alcanzó a decirle porque en ése  momento el candidato a diputado descendía de su vehículo para recibir los collares de flores y el confeti que las damas del pueblo habían preparado para tan esperada ocasión.
El comisario por su parte esperaba impaciente a que el improvisado orador lo presentara ante el candidato como marca el protocolo, sin reparar en que Pedro Pineda se había quedado mudo, sin saber qué hacer ni qué decir ante la encomienda ordenada tan de improviso.
–Por más esfuerzos que hacía como maestro de ceremonias ninguna palabra aparecía en el cerebro de Pedro, de manera que ni la boca abría. Sólo su mano se aferraba al micrófono.
Como los minutos de espera se hacían eternos para el comisario, éste no tuvo más remedio que atenerse a los hechos: se encaminó hasta el candidato, se presentó por su nombre y su cargo y luego le dio la bienvenida “al pueblo reunido que lo espera con ansias” le dijo.
Mientras la comitiva con el candidato caminaban por la calle polvorienta hasta la plaza el comisario mandó un recado a Pedro para que se adelantara con el sonido hasta el kiosco, que de todos modos lo mandaría a arrestar por incumplido.
Hasta que Pedro escuchó lo del arresto se le quitó el pasmo, la vergüenza y lo mudo. Él que culpaba al comisario del impacto que lo dejó mudo, ahora lo hacía nuevamente víctima con la amenaza de encarcelarlo.
Lo que hizo fue recoger sus cosas y marcharse a su casa sin atender la orden recibida. Se estuvo sin salir una semana encerrado, pero no por el miedo al comisario, sino por la vergüenza de no haber sabido qué decir en el momento crucial del acto político.

¡Pero si no me he metido nada!

El hombre lucía descompuesto tratando de convencer a sus compañeros de que lo sucedido fue en su sano juicio, pero ninguno de los judiciales le creía estando frente al coche que había reportado como desaparecido del propio estacionamiento de su departamento.
Yo que sabía la verdad presencié toda la escena que se desarrollaba en el estacionamiento asomado desde la ventana de uno de los departamentos, y aunque sentía una poquita de pena por el judicial que estaba sacado de quicio, para mis adentros disfrutaba de esa de cal por todas las de arena con las que perjudican a inocentes.
Lo que pasó fue cosa de no creerse pero lo platico porque realmente a mí me sucedió ésa noche del domingo en que se me hizo tarde visitando a mi hermana que vivía precisamente en el departamento desde donde veía la escena que les cuento.
Me despedí de mi hermana al poco rato que llegó mi cuñado quien se compadeció de mí porque había amenaza de lluvia. Me dio las llaves de su carro y me dijo que me lo llevara y que el lunes se lo regresara sin prisa.
Con las llaves en la mano, bajé corriendo bajo la lluvia hasta el estacionamiento y abrí el coche tan mecánicamente que hasta entonces me di cuenta de que ni siquiera le pregunté a mi cuñado de qué color era su carro, pero intuyendo cual era lo abrí y arrancó  sin problema. Así  me lo llevé hasta el departamento donde vivía yo con otra de mis hermanas.
A la mañana siguiente todavía le dije a mi otro cuñado que podía usar el carro para llevar a sus hijos a la escuela, que a fin no tenía prisa para devolverlo.
Ya tenía yo de vuelta el carro en mi poder para regresarlo a su dueño cuando éste me llamó por teléfono un poco alterado preguntándome por qué no me había llevado su coche.
–Cómo crees que no me lo iba a traer cuñado, si gracias a él me salvé de una remojada, le dije.
–Aquí lo tengo y en un ratito te lo llevo.
No me dijo más, solamente que él me avisaría la hora en que debía regresárselo, pero en seguida me habló mi hermana para decirme que me había equivocado de carro, que el que me llevé era de uno de sus vecinos, un judicial al que todo mundo temía porque cuando no llegaba borracho andaba drogado disparando su arma para presumir.
Yo ya no entendía nada y me pareció curioso que el carro se abriera con una llave que no era la suya, pero en fin, me esperé a la llamada de mi cuñado y en cuanto me dijo vente, me fui volando, llegué y estacioné el carro en el mismo lugar de donde yo lo había tomado aquella noche.
Cuando subí a dejarle las llaves a mi cuñado me platicó toda la historia, me dijo que temprano lo despertaron los gritos del judicial quien desde el estacionamiento amenazaba con matar a quien le hubiera robado su carro.
–Cuando me asomé por la ventana lo primero que vi fue que mi carro ahí estaba y por eso te llamé preguntando por qué no te lo habías llevado.
Entonces le platiqué que me llevé el carro equivocado porque lo pude abrir con la llave y que fue hasta en la mañana, ya con la luz del día, que me di cuenta de que había un chaleco antibalas en el asiento de atrás y unos cargadores en el piso. Eso sí que me asustó, le dije a mi cuñado.
Ya juntos mi cuñado y yo esperamos a ver lo que sucedía porque no había nadie cuando dejé el carro del judicial en su lugar.
No pasó mucho rato cuando llegaron dos patrullas y entonces vimos que de una de ellas bajó el judicial para explicarle a sus compañeros de dónde había desaparecido su carro, pero como el coraje no le había bajado, ni siquiera se dio cuenta de que ya el coche se encontraba en su lugar.
El pobre tipo casi se desmaya cuando en el momento de señalar el lugar de donde desapareció su carro ya estaba ahí.
Sus compañeros lo veían con gesto de reproche y algunos con coraje.
El judicial se quedó mudo y casi le da el patatús cuando el que parecía su jefe ordenó que lo detuvieran y lo esposaran.
Él judicial nomás alcanzaba a decir:
-¡Les juro que fue cierto! ¡No me he metido nada para alucinar!

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