Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Tlachinollan

Luchar contra la adversidad en el río Papagayo

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

Conocer desde dentro la situación de pobreza, abandono, inseguridad, explotación y devastación  de las comunidades rurales del municipio de Acapulco, es ubicar el tamaño de la tragedia que enfrentan los pobladores que se encuentran asentados en las márgenes del río papagayo, a solo 30 minutos del paraíso de Punta Diamante, que es la gloria que disfrutan las elites económicas y políticas, gracias al despojo y expulsión de centenares de familias acapulqueñas. Las nuevas generaciones de los verdaderos dueños de estas playas, ahora habitan en la periferia infernal del puerto, condenados a morir a temprana edad.
Lo absurdo de los centros turísticos como Acapulco es fincar el desarrollo a través de la extrapolación social, la inequidad, la violencia y la indigencia. Es edificar grandes emporios turísticos con el sudor y la sangre de los desposeídos. Este canibalismo de la clase gobernante los ha transformado en seres deshumanizados, carroñeros, a quienes nada les significa el aumento desmedido de familias sumidas en la extrema pobreza. Nada  les afecta en sus carreras políticas que Acapulco tenga el 51 por ciento de la población sobreviviendo en la pobreza y que el 13 por ciento esté en el sótano de la miseria, luchando contra el hambre y el crimen organizado.
La aduana que separa el pa-raíso con el infierno, representada por la caseta de cobro del Acapulco Diamante, nos muestra el drama secular de Guerrero: la opulencia y la indigencia. Las antípodas de nuestra realidad estatal  se expresan, por una parte, en los hoteles de categoría especial  y por la otra, en las viviendas de bajareque que predominan en las comunidades del Acapulco rural.
Lo que en estos días hemos conocido a través de la lucha inquebrantable del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa La Parota (Cecop) es la devastación de la vida de centenares de familias que se encuentran asentadas en los márgenes del río Papagayo. Comunidades como Pochotlaxco, Las Parotas, Rancho las Marías, los Ilamos, Cacahua-tepec, El Carrizo, El Rincón, Agua Caliente, Parotillas, la Concepción, el Embarcadero, Salsipuedes, el Ranchito y Bella Vista Papagayo, entre otras, viven en condiciones sumamente deplorables por el ancestral abandono de las autoridades municipales y estatales.
Su situación no difiere mucho de las comunidades de la Montaña; sus caminos de terracería son pésimos. En tiempos de lluvias son intransitables. A pesar de que están sobre uno de los afluentes más grandes del estado, la mayoría de comunidades no cuenta con el servicio de agua potable en sus domicilios. Es muy común ver que las aguas negras corran por las calles polvosas y que los servicios de salud sean insuficientes y de mala calidad. La infraestructura escolar está derruida, sobre todo con el paso de las tormentas. Las viviendas son precarias, con pisos de tierra y sin los servicios básicos. Las casas de material en su mayoría están semiconstruidas por falta de recursos económicos. Se trata de comunidades olvidadas. A pesar de que miren a lo lejos los grandes hoteles, dista mucho para que puedan alcanzar una vida digna. La cercanía física nada tiene que ver con la equidad y la justicia social.
Hace más de diez años, decenas de comunidades asentadas en los márgenes del río Papagayo decidieron conformar el Cecop, para resistir y enfrentar la embestida del gobierno que a cualquier costo ha querido construir la presa hidroeléctrica La Parota. Esta lucha la ganaron palmo a palmo, en las calles y en los tribunales, con la solidaridad nacional e internacional. La razón y la ley estuvieron de su lado y lo demostraron fehacientemente con todos los juicios agrarios que interpusieron y que ganaron. A pesar de esta gran batalla, el gobierno federal y la clase política arribista se empeñan en seguir empujando la megapresa, por encima de la decisión tomada por los verdaderos dueños de estas tierras.
Por encima de esta amenaza latente, las tormentas de septiembre vinieron a destruir lo mejor de su patrimonio: sus tierras de riego. Sobre ellas cultivaban maíz, frijol y calabaza. Tenían sus huertas de coco, mango, papaya, limón, plátano y sandía. Todo se perdió, sobre todo, el modo de subsistir como campesinos. No pudieron cosechar los elotes que ya jiloteaban en el mes de septiembre. Tampoco pudieron secar sus cocos y cosechar el limón. En la temporada de lluvias vendían la arpilla a 20 pesos y lo  entregaban en la casa limonera de La Sabana. Hoy no tienen ningún árbol en pie y la caja está costando 700 pesos. La copra la iban a vender a la Casa Verde, en el crucero del Cayaco. Ahora no hay palmas de coco, ni para remedio, todo es piedra y barrancas.
Además de la destrucción de sus cultivos también perdieron sus animales; vacas, chivos, borregos, caballos; sus cultivos y aves de traspatio. Lo que más están resintiendo es la pérdida de sus viviendas. Son más de 20 comunidades cuya mayoría de familias viven a la intemperie. Hasta la fecha la gente tiene como paredes unas sabanas y como techo troncos cubiertos con palma. En medio de la desolación varias comunidades se organizaron para rescatar sus comisarías y en otras localidades nada pudieron hacer porque las escuelas y casas de salud quedaron sepultadas. Todo sigue como hace seis meses.
¿Cómo rehacer la vida familiar y comunitaria cuando se ha perdido todo? ¿De qué otra forma se puede enfrentar esta devastación en condiciones sumamente precarias y sin el apoyo decidido de las autoridades? Las comunidades con el apoyo del Cecop, se vieron obligadas a trabajar colectivamente para rescatar lo poco que quedó de los bienes comunitarios. Apelaron a la solidaridad con otras organizaciones hermanas y por lo menos lograron acopiar 300 toneladas de maíz, 300 de frijol y 300 de arroz , 2 mil despensas y 8 mil láminas, que se repartieron a través de los comités comunitarios en las localidades damnificadas. Las familias campesinas están luchando a brazo partido para trabajar en tierras que no son tan aptas para la siembra de maíz y el frijol, ni mucho menos para la siembra de frutales. Están reacomodándose con muchas dificultades en su nueva realidad como familias damnificadas. Es tan grave su situación que varios campesinos no están en condiciones de comprar un rollo de alambre, que en la región cuesta 900 pesos para cercar su terreno. Muchos de ellos se ven obligados a salir a las 5 de la mañana para trabajar como peones en las obras de Punta Dia-mante. Solo en la ciudad existe la posibilidad de obtener algún ingreso.
Las autoridades estatales y municipales, a pesar de que se han fotografiado más de nueve veces con el presidente de la República y se han anunciado miles de millones de pesos, a tan solo 30 minutos donde se encuentran las comunidades pobres que perdieron todo, esos millones forman parte de la cadena de anuncios engañosos que nunca se harán realidad ni llegarán a las comunidades que realmente lo requieren. Hasta la fecha las autoridades han pagado a 2 mil 400 familias la cantidad de mil 300 pesos por sus cultivos siniestrados. No hay ningún apoyo más. Lo que más les urge es la construcción de sus viviendas, pero hasta la fecha no saben cuándo y quién las va construir, lo peor de todo es que varias familias que realmente se quedaron sin casa no aparecen en los censos. Su mayor pesar es que en verdad queden a la deriva, sin casa y sin tierra donde trabajar. La queja es que no ha llegado un solo bulto de cemento, ni una varilla para poder reconstruir lo que se pueda rescatar.
El Cecop ante tanta desatención ha tenido que alzar la voz. Se mantiene en sesión permanente no solo para  hacer el recuento de los daños, sino para organizar el trabajo comunitario,  limpiar las comisarias y adaptar espacios para que los niños y niñas puedan recibir sus clases. Lo más lamentable es que junto a esta tragedia, han venido aparejadas la violencia y la inseguridad. Han aumentado los asaltos, el abigeato, los asesinatos; han proliferado las extorsiones y los robos. Ante el descrédito de las corporaciones policiacas y la animadversión que hay de las autoridades del municipio y del estado a la lucha que ha emprendido el Cecop, los comuneros y comuneras decidieron conformar en varias comunidades sus policías comunitarios. Actual-mente 14 comunidades cuentan con policía comunitaria, alrededor de 170 elementos que han sido designados por sus comunidades para velar por los derechos de los pueblos damnificados y para defender su territorio.
Esta decisión ha provocado una mayor confrontación con las autoridades de los tres niveles de gobierno, al grado que se han hecho operaciones conjuntas del Ejército y la policía para detener a Marco Antonio Suastegui, con el fin de generar temor y desmovilizar a las comunidades que luchan para sobrevivir. Este ambiente de animadversión se ha profundizado con el conflicto que se ha suscitado con los dueños de las gravilleras, quienes han sentado sus reales en estas comunidades y han sobre explotado los recursos pétreos del río Papagayo, sin que haya una autoridad que supervise y ponga límite a los daños ambientales que han causado desde hace décadas. Estos intereses intocados están ahora aflorando por la vía de la confrontación y el recurso de la violencia. El terreno está minado por la desatención de las autoridades a los planteamientos de los comuneros y comuneras; por la complicidad que persisten entre algunas autoridades con los intereses económicos de grupos empresariales, acostumbrados a vivir bajo la sombra del poder. Ahora los riesgos para el Cecop y sus dirigentes son mayores, a causa de su lucha contra la adversidad, tanto de la misma naturaleza, como por los intereses políticos y económicos que imperan en los afluentes del río Papagayo.

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