Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Cómo han pasado los años (XII). Los cuarenta

En el centenario de María Bonita

María Félix y Agustín Lara, la pareja más dispareja del espectáculo pero también la más rentable, se conocen en el cabaret Ciro’s del Hotel Reforma. El Flaco de Oro es la máxima atracción de la noche capitalina, sus canciones y su piano. Un encuentro ciertamente áspero. Lo será cuando aquella mujer de belleza insultante haga su entrada altiva y displicente robándole al músico la atracción casi hipnótica de la concurrencia. El hombre no disimula su contrariedad ante el murmullo que invade el recinto. Molestia y enojo que lo llevan a interrumpir solo momentáneamente la canción que interpreta al piano. Aquella aparición celestial pareciera contar uno a uno los pasos de su tránsito altivo hacia la mesa reservada, bajo el gran candil del cabaret. El show termina como todas las noches con el público puesto de pie premiando fervoroso a su autor consentido, tanto que le permite cantar.
Ya en su camerino, una Lara mentando madres rechaza a quienes buscan para la firma de autógrafos en su último disco o simplemente en una servilleta. Pide la presencia del maestro de ceremonias Luis M. Farías, locutor de la XEW a quien le pide pormenores de lo sucedido.
–¡Ay, hermano, qué hermosura de mujer –le dice–, hasta yo te abandoné para correr a verla de cerca! ¡Este sí, Agustín, es un viejorrón, conócela.
–¡Pinche vieja, por poco consigue lo que buscaba, echarme a perder el show. No sabe la cabrona con quién se ha metido…! ¡Llévala a mi mesa!, ordena.

La luna de miel

Han pasado dos años de aquel accidentado encuentro. María y Agustín llegan al puerto para disfrutar de su luna de miel. Se hospedan en el hotel de Las Américas, casi al terminar la península de Las Playas. Se les asigna el bungalow más alejado del conjunto, rodeado de jardines. Más tarde será bautizado con el nombre de María Bonita y la empresa lo ofrecerá como una suerte de amuleto para parejas felices y permanentes. Nadie lo creerá, por supuesto.
La primera salida de María y Agustín tendrá efectos conmemorativos. Asisten al cabaret Ciro’s, pero ahora del hotel Casablanca, en el cerro de La Pinzona, Ahí disfrutan plenamente del anonimato porque los concurrentes son solo turistas gringos. El personal del lugar ha recibido la orden del propietario, Blumi Blumenthal –judío casi enano, rubicundo, regordete–, de no molestar a la pareja so pena de ceses.
Ella viste una falda floreada y una blusa blanca muy fresca, él guayabera como en su tierra postiza. Bailan a los acordes de la orquesta angelina de Everett Hoaglan, cuya rúbrica es Luces tenues, música suave. Su repertorio es el mismo de las big bands estadunidenses. Se mueven por toda la ista con vista a la bahía a los acordes de Orquídea a la luz de la Luna, Al fin mía y Todo lo que tú eres.
Ambos beben champagne ofrecido por cortesía de la casa. Él elogia el sonido de la orquesta integrada por músicos estadunidenses y confiesa su aspiración de dirigir una igual. Por lo pronto tendrá que contentarse con el conjunto tropical Son Marabú, integrado por miembros de la familia Peregrino de Veracruz, cuya voz cantante es la de la matrona Toña La Negra.
–No veas María, es toda una tribu africana –le comenta jocoso.

Ya suéltalo, María

La pareja se atreve al mediodía siguiente a incursionar por el centro de Acapulco en busca, ella de ropa ligera, él, de cigarrillos. No obstante que han tenido la precaución de tocarse con grandes sombreros de palma, con la vana pretensión de pasar como turistas gringo, son reconocidos inmediatamente. Los choferes del sitio Álvarez de autos de alquiler empiezan el acoso:
–¡María: ya suéltalo, te lo estás acabando, mira cómo lo tienes!
–¡María dale ostiones y huevos de tortuga para que te aguante!

La Marinita

En La Marinita, la cantina de Doroteo Doroche Lobato, también en el Zócalo, se lanzan adivinanzas y retruécanos en torno a la pareja del momento.
–¿En que se parecen Acapulco y Agustín Lara?
–¡En que ambos tienen La Quebrada cerca de La Bocana (aludiendo a la charrasqueada del músico cerca de la boca).
–¿Saben lo que dijeron a Lara unas palmas de coco?
–¡Borrachas, tu chingada madre!
(y en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol: Palmera).

La suiza

Agustín encuentra finalmente lo que buscaba: cigarrillos de la marca Pall Mall rojos. Los hay en la tienda La Suiza, especializada en “ultramarinos finos”. (“algún profe maloso hizo creer a su alumnos que aquellos eran unos “forritos españoles muy caros”). Nunca lo sabrá el propietario José Martino, identificado por un habano permanente entre los labios, porque de otra manera hubiera llenado de coños y redieces al falsario).
Agustín adquiere un paquete de aquellos cigarrillos largos y le pide a María que lo guarde en su gran bolso de mano. “Aquí nomás no porque se me apestan todas mis cosas. ¿Por qué no te lo echas en la bolsa trasera del pantalón y así sirve que te hace un poco de nalguitas? El músico se molesta porque su mujer sabe bien que él odia ocupar ninguna de las bolsas del pantalón, camisa o saco precisamente para no peder la esbeltez de su figura.

Acapulco llama

María y Agustín regresan al puerto a finales de 1947. Ella necesita urgentemente un descanso. La filmación de la película Enamorada ha sido agotadora, desgastante.
Ella es en la cinta Beatriz Peñafiel, la niña rica del pueblo que desdeña como corresponde a su alcurnia al general revolucionario José Juan Reyes (Pedro Armendariz). Una escena: los hermosos ojos de la mujer iluminan toda la pantalla proclmando su amor por el generalote. En la escena final Beatriz camina detrás del caballo montado por el militar.
La más discutida pareja del medio artístico arriba esta vez al aeropuerto de Pie de la Cuesta y le toca traerla en su auto a don José Pepe Villalvazo, dirigente de los transportistas de la péqueña terminal aérea. Los lleva al hotel Papagayo (hoy parque del mismo nombre) donde serán recibidos por el propio dueño, general Juan Andrew Almazán. Éste, aconsejado por su socio Emilio Azcárraga Vidaurreta, ha traído de la ciudad de México un reluciente piano de cola, el que pone a disposición del músico poeta.
–Me tomé el atrevimiento de traérselo maestro, por si desea desentumirse los dedos, está perfectamente afinado. Este salón está reservado solo para usted y la señora, con confianza.
Lara acepta y agradece la generosidad del anfitrión y ese mismo momento empieza a fantasear acordes ya guardados en su numen poético. Ha decidido darles forma y contenido para atajar el amenazante naufragio. Su relación con María es cada día más difícil, más tensa. Se celan maliciosamente, pelean por cualquier cosa, incluso por el vuelo de una mosca. Y lo peor, siente que ella lo rechaza, que ha dejado de quererlo. Acepta para sí que llegó a adorarla, ahora la idolatra. Está decidido, entonces, a jugar su última carta para reconquistarla. Lo hará como mejor sabe hacerlo, con una canción. Una canción a su adorada Machángles, como le dice en la intimidad. Y diciendo y haciendo:

Acuérdate de Acapulco
de aquellas noches
María bonita, María del alma
acuérdate que en la playa
con tus manitas las estrellitas
las enjuagaba

Tu cuerpo del mar juguete, nave al garete
venían las olas lo columpiaban
y mientras yo te miraba
lo digo con sentimiento,
mi pensamiento me traicionaba

Te dije muchas palabras de esa bonitas
con que se arrullan los corazones
pidiendo que me quisieras
que convirtieras
en realidades mis ilusiones

La luna que nos miraba
ya hacía ratito
se hizo un poquito desentendida
y cuando la vi esconderse
me arrodillé pa’ besarte
y asi entregarte toda mi vida

Amores habrás tenido, muchos amores,
María bonita , María del alma,
pero ninguno tan bueno ni tan honrado
como el que hiciste que en mi brotara

Lo traigo lleno de flores
como una ofrenda
para dejarla bajo tus plantas
y júrame que no mientes
porque te sientes idolatrada

María y la iguana

La propia doña María de los Angeles Güereña de Lara dará cuenta con su puño y letra de un primer disgusto con Agustín Lara en Acapulco. Todo por culpa de una iguana.
“Estábamos en la playa junto a un montículo de arena del cual salió una iguana verde. Agustín la vio y le tiró una pedrada. Le dije que no lo hiciera porque las iguanas eran mis animales preferidos, pero él se puso en el papel de macho bromista y aplastó al pobre animal sobre las rocas. Nunca se lo perdoné. Sentí que el día menos pensado podía hacer lo mismo conmigo (Todas mis guerras, María Félix, editorial Clío).

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