Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*La mafia no perdona

*Peyeyo era listo y maldoso tras su apariencia de dejadez.

Parte de su tiempo lo dedicaba a cultivar su propia hierba para fumar. La mariguana la sembraba entre las plantas del jardín de su mamá y su cultivo lo tenía tan bien cuidado que para ese propósito hizo el gallinero para tener controladas a las gallinas.
Pero un día alguien de la familia entró a darles maíz olvidándose de cerrar la puerta del gallinero, así que las gallinas se salieron y en un santiamén invadieron el jardín.
Cuando Peyeyo se dio cuenta de la tragedia era porque las gallinas casi dejaban pelonas de hojas sus matas de mariguana y ninguna orden atendían, así que montó en cólera cuando vio perdido su cultivo.
Tomó lo primero que encontró a la mano para dar su castigo merecido a las gallinas.
Cuando su mamá entró a la casa de regreso del mercado se encontró a Peyeyo dando de palazos a la última gallina que quedaba con vida.
–¡Por Dios, Peyeyo!  ¿Por qué estás matando las gallinas?
Con toda la calma del mundo, arrastrando las palabras como lo hacen los gangosos, contestó a la mamá.
–Es que la mafia no perdona.

¡Que me saques, hijo de la chingada!

El papá y la mamá miraban desde sus asientos al hijo entretenido que jugaba la arena.
El niño se veía feliz en la playa sin atreverse a ir más allá de donde la ola mojaba sus pies.
No sé si fue el aburrimiento del padre o su afán de travieso el que lo levantó de la silla para acercarse sigiloso hasta el niño.
Cuando lo tuvo a su alcance, lo levantó y lo cargó para llevárselo luego mar adentro sin importarle la protesta del menor que pataleaba y daba gritos de impotencia.
La mamá sin dar muestra de preocupación veía simplemente la escena y hasta secundaba en ánimo al marido quien lo menos que respondía a las protestas del menor es que no fuera chillón.
–¡No papá, no me metas, sácame por favor que me da miedo! –gritaba impotente la creatura.
–¡No seas cobarde, es para que aprendas a nadar! –le respondía el padre entre risas mientras seguía caminando con el agua en la cintura.
Cuando el muchachito se miró frente a la fatalidad hizo su último esfuerzo para que el padre recapacitara.
–¡Sácame papá que me da miedo!
–¡Aguántate como hombrecito! No seas marica –seguía el padre.
Hasta que desesperado el niño gritó a todo pulmón:
–¡Que me saques hijo de la chingada!
Fue el grito desesperado del menor que heló las intenciones del padre.

¡A que sí los tiro!

Eran finales de septiembre, en un año de aquellos en que las clases de la primaria comenzaban en ese mes.
Las lluvias habían sido abundantes y la mejor prueba de ello eran los grandes charcos que quedaban en las calles donde los chamacos jugaban a atrapar mariposas.
El grupo de estudiantes caminaba rumbo a sus casas cargando cada uno los libros nuevos que les habían entregado ese día.
Nadie se había puesto de acuerdo para jugarle la broma al niño que sobresalía en estatura pero que era el menor del grupo, el caso es que al llegar al charco más grande, José que era entre todos el más pícaro le dijo al menor de ellos,
–¡A que no tiras tus libros en el charco!
Juan, que así se llamaba el menor, todavía sin razonar en lo que implicaba el reto, pero impulsado por el deseo de mantenerse como parte del  grupo de los mayores, respondió sin dilación pero no muy convencido.
–¡A que sí los tiro!
–¡No, no los tira! –respondió Antonio en tono despreciativo.
–Sí los tira –intervino Melquiades y agregó:
–Juan es cabrón, si dice que los tira, los tira.
–¡No los tira! –volvió  a decir José. No los tira porque si lo hace su mamá le va a dar su chinga.
Juanito se encontraba confundido entre el temor que le causaba que le recordaran a su madre y la exigencia machista de sus amigos.
-¡A ver pues tíralos!
Pudiendo más en su ánimo el prestigio que debía conservar con los amigos, ahí va el pobre cayendo redondito en la provocación.
Frente a todos ellos Juanito tiró al charco los libros olorosos de nuevos, para luego recogerlos apesadumbrado por lo que había hecho contra su voluntad.
Sus amigos en cuanto vieron cumplida su acción pegan la carrera hasta el arroyo mientras Juanito corre compungido a su casa con los libros escurriendo.
Un rato después llega hasta los oídos de los amigos el llanto de Juan
–Ya ven, no se salvó de la chinga –dice José.

¡Señor, ¿por qué le pegó a mi papá?!

Don Adolfo Coria es un hombre alto y corpulento, de nariz afilada. Usa sombrero calentado y su negocio es el mezcal. Su expendio se llama El Chingadazo y es conocido en toda la región.
“El primer Chingadazo es Gratis”, reza el anuncio de su expendio en Vallecitos de Zaragoza frente al que se detiene todo el caminante que viene de la Costa hacia la Tierra Caliente o visceversa.
Don Adolfo siempre está de buen humor y uno piensa que eso es producto del  mezcal que toma religiosamente cada día.
Dicharachero como todos los calentanos, tiene además la picardía del costeño. En sus dichos va incluida la experiencia y la filosofía de su vida.
Nadie mejor que él para promocionar su mezcal. Su plática desenfadada embelesa y luego de un trago de mezcal cualquiera piensa que encontró allí su destino.
Como es él quien está a cargo del negocio, en cuanto se detiene algún vehículo se levanta de su hamaca tendida en la media agua y va directo al mostrador para acomodar las copas y acercar la botella de mezcal para servir.
El chingadazo gratis es nada menos que una copa de mezcal con la que recibe a todo el viajero que pasa a visitarlo.
Después del chingadazo todo corre por cuenta del cliente.
Cada quien escoge el mezcal que quiere probar, desde los curados de nanche, zarzamora, damiana, maracuyá y ahora hasta de noni, el joven, el añejo y el reposado.
Mientras sirve el mezcal ya está platicando algún chiste y respondiendo cada pregunta sobre el lugar y la historia de los pueblos de la sierra ligada a los magueyales y a la vida de los Coria, apellido afamado de familia numerosa y hombres valientes.
A don Adolfo le sobran historias y anécdotas para contar sobre la gente que emborracha y los milagros del mezcal.
Cuenta que una vez casi amaneciendo pasaron a su negocio los miembros de una familia que venía desde el pueblo de Pantla, el papá y la mamá con su hija, que venía dormida.
Quizá porque el señor traía sueño o simplemente porque ya venía con la idea de pasar por su mezcal, paró su automóvil a la orilla de la carretera y se encaminó a la mezcalera a que le sirvieran como decía el anuncio.
Además del chingadazo gratis, dice don Adolfo que el viajero pidió otra copa, la pagó y se fue de regreso a su carro, pero en vez de reanudar el viaje se quedó dormido frente al volante.
–Hasta la lengua tenía de fuera de lo dormido que estaba –cuenta don Adolfo.
Al poco rato despertó la hija quien inmediatamente notó que su padre no sólo estaba durmiendo, sino que parecía noqueado, y eso la alarmó.
–¿Qué le pasó a mi papi? –le preguntó a la mamá.
–Le dio un chingadazo el señor –dijo la madre señalando a don Adolfo.
La hija no esperó más, se salió del auto y fue directamente a reclamarle a don Adolfo.
–¡Señor, ¿por qué le pegó a mi papá?!

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