Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Aurelio Peláez

El Acapulcazo que no fue (o el volantazo más afortunado en la literatura universal)

Fue a principios de 1965. Después de algunos años de penuria, la familia García Márquez había logrado obtener algunos recursos que permitieron obtener al jefe de la familia, Gabriel, algunas regalías y recursos que le permitieron comprar un auto. El padre era periodista y escritor; a saber, había publicado hasta entonces media docena de libros que le permitieron un regular éxito en el mundillo de la literatura latinoamericana (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba , Los funerales de Mamá Grande y La mala hora). A sus 38 años, reiniciaba su vida como tal en esta que desde entonces sería su segunda patria: México. En Colombia, había ganado ya una fama como un reportero excepcional, pero las condiciones políticas lo obligaron a salir de su país. En México lo recibió otro escritor colombiano, Álvaro Mutis, quien generosamente lo relacionó con los escritores conocidos, entre ellos Carlos Fuentes. Mutis le consiguió sus primeros trabajos, entre ellos el de la publicidad en donde él ya era un veterano en eso de los anuncios, esencialmente en la radio (“Mejor, mejora, Mejoral”). De eso vivió García Márquez mientras le rondaba en la cabeza una novela que no acababa de aterrizar en el papel. En el éter estaba la necesidad de contar la historia que de alguna manera rozaba a su pueblo de origen, Aracataca; en esencia, ese enfrentamiento entre los diversos mundos del subdesarrollo latinoamericano y el imperialismo capitalista, entre la forma en que los pueblos nuestros enfrentaron con su cultura los cambios del nuevo siglo. Pero no encontraba el lenguaje para narrarlo y eso le mantenía inquieto. Y después de cinco años en México, con Mutis como su Virgilio, García Márquez empezaba a encontrar cierta estabilidad económica. Y vino lo del auto y llegó el plan de esas primeras vacaciones a Acapulco. Lo narra a Plinio Apuleyo en esa amplia entrevista que fue libro, El olor de la guayaba. Con su esposa Mercedes Bacha de copiloto, y sus hijos Rodrigo y Gonzalo (6 u 8 años, quizá, acariciando el traje de baño por estrenar, alguna pelota por reventar y quizá, aventurando una de las frases que abrirían ese nuevo universo literario: “el día que mi papá me llevó a conocer las olas”), Gabriel García Márquez paró el auto, quizá bajó a orinar antes de llegar a Chilpancingo –por la vieja carretera eran unas 8 horas de tránsito, mínimo– le acarició el anuncio de una prometedora brisa tropical, cual la del trópico colombiano y tras subirse el cierre o pasarse el pañuelo por la frente decidió cancelar las siempre pospuestas –a falta de dinero– vacaciones. Todo empezó el día que mi abuelo me llevó a conocer el hielo, quizá pensó. De súbito, la revelación: “Debía contar la historia como mi abuela (Tranquilina Iguarán) me contaba las suyas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre para conocer el hielo. Una historia lineal donde con toda inocencia lo extraordinario entrara en lo cotidiano”, le contó después al periodista colombiano Apuleyo.
El viaje de regreso a la ciudad de México fue con un auto atestado: el coronel Aureliano Buendía, Úrsula Amaranta y Remedios La Bella y un pueblo llamado Macondo, apenas dejaron espacio para la familia. García Márquez –tras revender el auto– se embarcó entonces año y medio en narrar la historia después conocida como Cien Años de Soledad, ese que es ya uno de los libros más hermosos del mundo y el resultado de unas vacaciones que no fueron, el fallido Acapulcazo.

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