Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

  Jorge Zepeda Patterson

Los demonios del hombre blanco

El texto Los Papalagi quizá no sea el primer documento de la historia de la humanidad en contra de la globalización, pero sí el más original. Constituye una colección de discursos escritos por un jefe samoano de las islas del Pacífico Sur, llamado Tuiavii, con el propósito de convencer a su gente de cortar ataduras con los europeos. A principios del siglo pasado Tuiavii pasó varios años en el continente europeo y regresó a su tierra convencido de que la tecnología y la modernidad iban en sentido opuesto a la verdadera civilización, al honor y a la felicidad.
Los Papalagi (hombres blancos) es el nombre con que fue publicada la trascripción de estos discursos polinesios por un holandés en 1929. Describe con palabras sencillas la vida europea y las muchas contradicciones del hombre moderno. Algunos pasajes son verdaderamente deliciosos. Por ejemplo su descripción de los zapatos: “Alrededor de los pies se ata una piel tan moldeable como recia. Está hecha de gruesos pellejos de animal que han sido puesto en remojo, desollados con navaja, golpeados y colgados al sol tanto tiempo que se han endurecido y curtido. Usando esto, los Papalagi construyen una especie de canoa con los lados altos, lo suficientemente grande para que el pie se ajuste. Una canoa para el pie izquierdo y otra para el derecho. Estos pequeños pies-barcos están sujetos alrededor de los tobillos con cuerdas y garfios para contener el pie dentro de una fuerte cápsula, como el caracol en su casa… Esto va contra la naturaleza; cansa sus pies hasta que parecen muertos y apestados”.
Las casas o ‘canastas de piedra’ no salen mejor libradas. “Los Papalagi viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven entre las piedras, del mismo modo que un ciempiés; vive dentro de las grietas de la lava. Hay piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de piedra”. Tuiavii explica que la gente usa “alas de madera” (puertas) para salir de las cabañas de piedra y meterse en las “grietas” (calles).
“Han construido en estas calles enormes cajas de cristal en las que toda clase de cosas están expuestas, cosas que los Papalagi necesitan para vivir… Pero no se permite a nadie coger nada de allí, aunque lo necesite con urgencia, hasta después de pedir permiso y de hacer un sacrificio”. Una curiosa manera de definir la compraventa.
Todas estas descripciones pueden parecer el simple resultado curioso de la confrontación antropológica de dos culturas distintas. Pero Tuiavii va mucho más allá de eso. Su discurso constituye un juicio de valor y un análisis despiadado de la insensatez de la vida moderna. En el capítulo “el metal redondo y el papel tosco” describe la manera en que la ambición por el dinero ha enfermado al hombre blanco porque piensa en él noche y día, cada hora, cada minuto. “Tan pronto como tiene suficiente dinero para su comida, su cabaña y su estera, y un poco para ahorrar, por ese poco deja a su hermano trabajar con él. Empieza dejándole hacer el trabajo que pone sus manos toscas y sucias… Del dinero que gana con el trabajo de otro hombre, dinero que con todo derecho debiera pertenecer a este hombre, aparta la mayor parte y tan pronto como puede alquila a otro hombre para trabajar por él y más tarde a un tercero; más y más hermanos están construyendo botes para él… Él da los barcos cuando están listos y recibe el metal redondo y el papel tosco, que los otros ganaron por él… La gente dice que es rico. Todo el mundo le envidia, le adula, le habla de un modo amistoso. Porque en la tierra de los blancos un hombre no es respetado por su nobleza o su valor, sino por la cantidad de dinero que tiene, cuánto gana en un día y cuánto puede recoger en sus cajas fuertes de hierro, que son tan pesadas que ni siquiera un terremoto puede menearlas.”
Tuiavii no puede entender el instinto de apropiación del hombre blanco. En su idioma “mío” y “tuyo” significan la misma cosa. Cuando el occidental dice “la palmera es mía” sólo porque ese árbol crece delante de su cabaña se comporta como si él mismo hiciera crecer la palmera. “Pero esa palmera no pertenece a nadie. Es la mano de Dios la que nos la ha proporcionado del suelo”, se queja el rey isleño. Pero entiende que esta ambición desenfrenada es la madre de todas las injusticias. Hay gente que no posee las tretas para acumular mucho “mío”, advierte Tuiavii, y vive en la miseria mientras que otros acumulan sin ton ni son. De ahí, concluye que todos son infelices porque unos tienen muy poco y necesitan mucho (“los Papalagi son pobres porque persiguen las cosas como locos”) y otros son ricos y necesitan más.
Leer a Tuiavii en estos días de vacaciones puede ser divertido. Sus descripciones del cine (“locales de seudo vida”) de los periódicos (“los muchos papeles”) y las máquinas son fascinantes. Pero sobre todo la lectura de Los Papalagi puede ofrecernos una mirada iluminadora, desde afuera, de nuestros propios demonios.

468 ad