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Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

*En memoria del Gabo / Por las mariposas amarillas / que Anarsis miró revolotear a la muerte de Mauricio Babilonia

El silbido del diablo

Don Marcelino Flores fue uno de los fundadores del ejido Miguel Hidalgo cuya cabecera es el poblado de Buena Vista en el municipio de Zihuatanejo.
Todos en el pueblo lo conocían como don Chelo quizá porque era de los más viejos del pueblo.
Don Chelo, como muchos campesinos en la Costa, era aficionado a la cacería cuando no era raro encontrar cerca de los pueblos ejemplares de venado cola blanca y jabalíes.
En no muchas ocasiones salía sólo de cacería y a veces lo hacía de noche, pero dice que en un tiempo en el pueblo se hablaba de apariciones y espantos que salían en los caminos de los potreros para asustar a los vecinos.
Los que aseguraban haber visto un jinete montado en un enorme caballo blanco se cuidaban de salir al campo en la noche y también quienes escuchaban esas pláticas.
Pero don Chelo que presumía de no creer en espantos, tuvo en ése tiempo la oportunidad de reafirmar su fama, pues además de cazador era valiente y una noche se vio comprometido a demostrar su hombría porque ninguno de sus vecinos lo secundó para ir a lamparear.
Cuenta que mientras su mujer le preparaba el bastimento también le insistía para que se quedara, “al fin que no tienes ninguna necesidad, Chelo”, le repetía con insistencia.
Pero con la decisión ya tomada no había forma de arrepentirse, nomás se esmeró en preparar su arma, el parque, su cobija, la linterna y el cuchillo. Agua no porque iba precisamente al manantial a esperar que el venado bajara a beber.
Ceremonioso como siempre, revisó la caja de cerillos y se echó en la bolsa de la camisa la cajetilla de cigarros que tomó del estanquillo que le había habilitado a su mujer en una esquina de la casa, luego se despidió de ella mientras le alcanzaba la tirincha con el bastimento.
Cuenta don Chelo que se echó a caminar alumbrándose con la lámpara sin ningún contratiempo, pero que cuando subió la loma entre la zacatera para pasar la barranca honda, un viento leve lo encontró de frente y entonces escuchó el silbido que rompió la quietud de la noche y lo incomodó, porque dice que era un silbido como que venía de muy lejos y aunque no era fuerte era imposible que pasara desapercibido.
Entonces miró que los árboles más altos de la barranca movían ligeramente sus ramas y alguna ave de regular tamaño aleteó.
Don Chelo dice que en ése momento pensó en regresarse a su casa porque algo malo presentía, pero se sobrepuso cuando se imaginó la burla que le haría su mujer cuando le contara que lo asustó un simple silbido.
Resignado el viejo cazador siguió su camino, cruzó la barranca y se adentró en el bosque hasta llegar al ojo de agua.
Dice que ya hasta se le había olvidado el silbido cuando bajó su carga y bebió el agua fresca del manantial, luego ubicó con la lámpara el árbol de quebrache que le serviría de mampuesto y se apresuró a subirse.
Sentado en una de las horquetas del árbol don Chelo encendió su cigarro y comprobó que no corría viento. Con una mirada a su reloj se dio cuenta de que era la media noche y se dispuso a saborear el cigarro preparándose para las largas horas de  desvelo, pero cuando dio la segunda chupada al cigarro dice que sintió en su espinazo la misma sensación del viento frío que le puso la piel chinita porque nuevamente escuchó el silbido largo que hizo más negra y silenciosa la noche. Su corazón empezó a latirle con fuerzas y para colmo su escopeta se resbaló cayendo hasta el suelo con estruendo.
Don Chelo no lo pensó más, se bajó a prisa del quebrache por el arma y casi corrió  para desandar el camino de regreso a su casa.
Caminó a trancos largos y a medida que avanzaba tuvo tiempo de reflexionar que en realidad no había visto nada anormal como para asustarse, salvo el silbido.
Cuando llegó de regreso al lugar donde escuchó por primera vez aquel silbido que lo inquietó ya había recobrado la calma, pero la mente que a veces es traicionera le hizo recordar que caminaba precisamente en el punto donde algunos vecinos del pueblo aseguraban haber visto en estampida al jinete que montaba el enorme caballo blanco.
Y ese pensamiento lo mantuvo alerta cuando salió de la barranca para subir a la loma. No quería hacer ningún ruido para que nadie lo escuchara pero su respiración la sentía tan fuerte que creyó que podían oírla desde lejos.
Fue entonces cuando don Chelo escuchó el tercer silbido, tan aterrador como los anteriores, de manera que ese susto acumulado lo hizo correr sin detenerse hasta llegar al pueblo.
Dice que en cuanto miró la primera casa se sintió salvado y hasta ahí paró su carrera,  que fue cuando se limpiaba el sudor de su rosto que se pasó la manga de su camisa por la nariz cuando cayó en la cuenta de que el silbido que escuchó hasta tres veces no era del diablo, sino el moco reseco en su nariz  que el viento hacía silbar cada vez que soplaba.
Dice don Chelo que pasaron muchos años antes de decidirse a contar su experiencia.

No se dice: ¿fuma quen? 

Aún en contra de la voluntad de su padre, el joven cumplió su capricho de irse a la capital. Durante el viaje se convenció de que su padre vería la ventaja de tener un hijo estudiando en la ciudad aprendiendo los modales con los que después podría presumir en el pueblo.
Caminó largas horas a lomo de bestia desde su natal Nueva Cuadrilla del municipio de Coahuayutla hasta la planicie costera para tomar en el pueblo una corrida de la Flecha Roja que lo llevara hasta el Distrito Federal.
El joven estaba obsesionado por conocer la ciudad de México donde unos tíos le darían alojamiento.
Nada más recorrer el pequeño tramo de carretera federal viviendo la velocidad de la flecha que lo llevó hasta La Unión lo enardecía y redoblaba su ánimo para salir de su pueblo.
En cambio su padre, un agricultor y ganadero acomodado dudaba de veras que el hijo obtuviera algo bueno de esa experiencia y más bien confiaba en que pronto lo tendría de vuelta, arrepentido de haberse alejado de la familia.
Pero la espera no fue breve y a pesar de ello el padre seguía desconfiando de las bondades del viaje. Un año después el hijo llegó de la capital en la víspera del cumpleaños del padre y la noticia de su llegada no pasó desapercibida en la comunidad. Todos querían ver de nuevo al recién llegado y lo hicieron con el pretexto de la fiesta del padre.
El joven había cambiado en su forma de vestir y de hablar. Traía pantalones acampanados, y a veces no le entendían algunos términos que utilizaba como “chale” “simón” “que onda” etc.
Pero como el joven quería quedar bien con su padre, ahora se mostraba diligente y amable en la fiesta, por eso tomó la iniciativa de repartir de sus cigarros a los invitados convidándoles de los que él fumaba en la ciudad: cigarros marca kent, mentolados. Nada que ver con los Alas Azules que entonces estaban de moda en el pueblo.
Con la cajetilla de cigarros  en la mano empezó el joven ofreciendo a los invitados:
–¿Fuma Kent? –Les preguntaba mientras les extendía la cajetilla con los cigarros.
–¿Fuma Kent? –Repetía una y otra vez hasta que el padre lo escuchó y queriéndolo corregir delante de los invitados para su escarnio, le dijo:
–¡A que hijo tan pendejo!  –¡No se dice “Fuma quen”, se dice “Quen fuma”.

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