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Jesús Mendoza Zaragoza

Del dolor a la esperanza

 
*Se necesitan cambios políticos para recuperar la confianza, se necesitan cambios en la economía para generar oportunidades para todos sin exclusión alguna, se necesitan cambios culturales para promover nuevas actitudes ante la vida y ante los problemas sociales.

Muy concurridas fueron las representaciones del Vía Crucis que, año tras año, se realizan en Iztapalapa, en Taxco, en El Treinta y en Santa Cruz, entre otros, además de las celebraciones correspondientes organizadas en las parroquias católicas. Por otra parte, las figuras sangrantes y doloridas del Crucificado tienen mucho atractivo para gran cantidad de fieles católicos. Hay algo así como una familiaridad con el dolor. Y es que el dolor es parte de lo cotidiano, de la vida ordinaria. Es el dolor, como realidad inexorable, como un hecho inevitable de la condición humana que tiene múltiples facetas y expresiones. Pero hay de dolor a dolor. No es el mismo dolor cuando perdemos a una persona de muerte natural y después de largos años, al dolor que llega cuando una persona muy cercana sufre un largo secuestro y después es ejecutada de manera muy cruel.
Hay quienes explican la familiaridad de nuestro pueblo con el dolor del Crucificado porque en él manifiesta una identificación con su dolor. El Crucificado expresa la experiencia interior de quienes han padecido mucho dolor y no saben qué hacer con él o no lo han procesado de manera positiva. En este sentido, la representación del Vía Crucis en Iztapalapa, que tiene un gran atractivo nacional e internacional, es una expresión de una sociedad que acumula mucho dolor, un dolor indescifrable e indecible. Un dolor secular amontonado en el alma nacional, que no se canaliza positivamente sino, al contario, sigue irresuelto y creciente.
En la última década se ha generado mucho dolor, dolor que sigue ahí, anclado en el alma. Las violencias que azotan los ámbitos privados y públicos son, a la vez una expresión y un factor del dolor. Duele mucho el golpeteo incesante  de las bandas criminales que no tienen freno que las pare. Duele el sadismo con el que operan y la crueldad que exhiben por donde quiera. Pero duele más el sentimiento de abandono y de orfandad que abunda en todas partes. No hay quien nos defienda y proteja, no hay quien nos ampare ni mitigue el dolor. No hay quien haga justicia y gestione la reparación de daños. El dolor fluye libre por el desierto sin que haya quien consuele y ampare. Es cuando el dolor conduce hacia la desesperación, como una forma de muerte espiritual.
La desesperación es ya el umbral de la propia muerte, que solo necesita de un pequeño empujón para tomar decisiones letales. O se decide dejarse morir en el aislamiento, en el abismo de la resignación y de la frustración más fatal o se decide entrar en la avalancha de la violencia para cobrar facturas a quien sea. La desesperanza deja facturas oscuras como el deterioro progresivo de las personas que viven sumergidas en él, la destrucción del tejido social y la gran desconfianza en las instituciones, sobre todo en las que han contribuido como factores de dolor o han sido omisas para remediarlo.
Por eso es urgente reconocer el inmenso mundo de dolor que existe en nuestros pueblos, agobiados por la extrema pobreza y por las diversas violencias. No hacerlo es irresponsable y de alto riesgo porque no nos permite hacer un pronóstico justo del futuro que nos espera. Una sociedad enferma de dolor, de un dolor que no se remedia ni tiene respuestas adecuadas está arriesgando su futuro.
Por eso es urgente atender tanto dolor de una manera proporcional. Hay que atenderlo desde la perspectiva social con respuestas justas que desactiven las causas del mismo y pongan condiciones para que vaya sanando. Todos podemos hacer algo humanizando más nuestros entornos mediante los cambios indispensables. Se necesitan cambios políticos para recuperar la confianza, se necesitan cambios en la economía para generar oportunidades para todos sin exclusión alguna, se necesitan cambios culturales para promover nuevas actitudes ante la vida y ante los problemas sociales.
Pero lo que urge más es recuperar la esperanza, como recurso espiritual que todos necesitamos para vivir y para construir el futuro. La esperanza es una manera de ser y de afrontar la vida que nos hace resistir ante las contrariedades y nos permite mantenernos de pie, a pesar de todo. No es una postura ingenua y evasiva ante el monumental desafío de la violencia y de las estructuras del mal.  Es la viva certeza de que el mundo no está perdido y que es rescatable aún. Es la terca actitud de seguir apostando por un futuro mejor apoyados en una utopía razonada. Es tarea de todos los que sí tenemos esperanzas, transmitirlas a quienes se dan por derrotados.
Para los cristianos, hay una utopía que se reconoce por la fe. Jesús el crucificado vive, porque resucitó de entre los muertos. Él representa para los cristianos a esa humanidad nueva tan deseada y tan buscada de muchas formas. Él es el futuro deseado de quienes creemos en un cambio radical de la humanidad. Él vivió siempre esperanzado, hasta en el suplicio de la Cruz y mantuvo su fe en la humanidad. Por eso, asumió el dolor humano, lo tomó sobre sus espaldas y lo transformó. La Cruz, símbolo de la peor humillación pública, fue transformada por él en símbolo de bendición y de esperanza. En este caso, se trata de una esperanza teologal, una esperanza que se sustenta en la fidelidad de Dios, en la fidelidad de Jesús y no en las capacidades humanas, de manera que aunque todo esté en contra, la esperanza se mantiene intacta.
Esta esperanza cristiana es revolucionaria en cuanto que mantiene, en las peores circunstancias la certeza de que la historia humana tiene futuro, pase lo que pase. A pesar de que los gobiernos omitan sus responsabilidades o estén coludidos con las organizaciones de delincuentes, a pesar de la pasividad enfermiza de la sociedad, a pesar de la muerte misma, la esperanza está de pie porque la utopía que la sustenta, la que Jesús nos ha puesto en la conciencia, sigue vigente a pesar de los pesares. Construir la paz, esa paz que implica la justicia, que incluye el desarrollo integral de los pueblos y de las personas y la participación democrática es una actividad viable en todo momento, en cualquier coyuntura, por más adversa que sea. Por eso, es necesario promover la revolución de la esperanza.

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