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Tlachinollan

El viacrucis de las familias damnificadas

Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan

Margarita Justo Petronilo no sólo perdió a su hija Yoloxóchitl, también se quedó sin su  casa. Fiel a la  costumbre me’phaa, la ahijada Yoloxóchitl aprovechó el fin de semana largo para visitar a su madrina en El Tejocote. Ante la imposibilidad de que su mamá le ayudara a sufragar los gastos de sus estudios en el Colegio de Bachilleres, acudió con su madrina  para ayudarle en los quehaceres de la casa, y en reciprocidad, obtener algún apoyo en especie o una pequeña gratificación monetaria. En la madrugada del 15 de septiembre el lodo sepultó sus sueños y su vida. La hija mayor de cuatro hermanos dejaba una pena más a su madre, quien so-brevive con un techo de lámina, sostenido por horcones y sin paredes, en el campamento de la colonia Natividad, anexo de Moyote-pec.
La grieta que desgarra su vida es más profunda que las grietas de los cerros que obligaron a salir de sus casas a siete comunidades me’phaa del municipio de Mali-naltepec. Todo se derrumbó en la precaria vida que llevan en el campo más de 600 familias que siguen desplazadas y cuyas tierras están en pésimas condiciones para sembrar. Las lluvias que han caído son de mal presagio, porque llegaron antes de la fiesta de San Marcos y antes de que sucediera el temblor.
Las niñas y los niños han tenido que acostumbrarse a vivir en la intemperie con el viento que todas las tardes amenaza con llevarse sus precarios cobertizos. A pesar de los riegos y ante la indolencia gubernamental, la mayoría de familias desplazadas han optado por regresar a sus hogares maltrechos, en medio del terreno resquebrajado, abrigando la esperanza de que con el tiempo la tierra se reacomode solita y rellene los huecos que dejó.
En esta tragedia las familias desplazadas experimentaron la desatención, el trato discriminatorio e inequitativo, las actitudes despóticas y el apoyo displicente de las autoridades de los tres niveles de gobierno. Prometieron conseguir o comprar terrenos, construir sus viviendas,  rehabilitar sus terrenos para la siembra, reparar caminos, puentes y sus precarias redes de agua. Durante siete meses las familias no solo han resistido los embates de la naturaleza sino que se han enfrentado infinidad de veces  a los re-presentantes del gobierno, que en cada visita cambian de opinión y empequeñecen los  presupuestos.
No hay ningún indicio de que en la Montaña se quiera forjar el Nuevo Guerrero de los 67 mil millones de pesos que el presidente Enrique Peña Nieto anunció en Acapulco al lado de la clase política y empresarial. La grieta que separa a los gobernantes de los ciudadanos se torna insalvable porque no están atendiendo de fondo los problemas estructurales que siguen arrastrando los pueblos indígenas. Las acciones aisladas, los trabajos descoordinados, sin  tomar en cuenta  la opinión de la población damnificada y sin proporcionarles la información requerida, son parte del caos que se observa en las instituciones gubernamentales y que nos tienen al borde de la exasperación.
La deshumanización de la política y de los políticos raya en la decrepitud. No hay un interés genuino por las víctimas, ni existe un compromiso mostrado en acciones para revertir esta situación indignante. Es atroz la indiferencia e insensibilidad de las autoridades municipales. En lugar de aliarse con las familias afectadas, se vuelven contra ellas. No les importa el sufrimiento ni las condiciones infrahumanas, por el contrario, echan pestes contra las comunidades que se organizan y se empeñan en hacer sentir su poder, e ignoran sus planteamientos y cuestionamientos. Esta deshumanización da pie para que  muchos políticos hagan de  la tragedia un negocio, viendo a los damnificados como monedas de cambio y como tema recurrente para sacar más dinero. En los municipios más pobres de la Montaña es donde proliferan casos sumamente detestables. A pesar de las condiciones dramáticas que enfrentan las familias, entre los presidentes municipales no existe el sentido de conmiseración, ni la dimensión humanitaria. Sus egos los vuelven ciegos y sordos.  Sus tratos con la gente sencilla no cambian. Son indolentes, ajenos al dolor y a la tragedia. Nada de la vida de los pueblos les conmueve, solo el dinero y el poder. Por eso la situación em-peora, porque los que gobiernan no están dentro de la realidad que apabulla a la población damnificada. Su ausencia y lejanía es parte de ese  hartazgo de los ciudadanos y ciudadanas que se ven orillados a protestar para hacer visible su malestar.
Margarita Justo, a pesar de que aparece en las listas de Sedesol, Sedatu, Invisur y de que ha platicado con el presidente municipal de Malinaltepec, quien le dijo que le iba a construir su casa, hasta la fecha ella sigue viviendo con sus cuatro hijos bajo un techo de lámina que ellos mismos levantaron. No sabe cómo va a sostener a sus pequeños  porque el terreno donde sembraba ya desapareció con el derrumbe. Duermen sobre la tierra con una sola cobija y comen tortilla con chile. Se quedó esperando  los catres y las cobijas que la “señora Laura” en su visita a Moyotepec, les prometió mandar. Al igual que su casa así está la delegación: un techo sin paredes, donde las 54 familias desplazadas se reúnen por las tardes para seguir alimentando la esperanza de poder reconstruir su vida a pesar de tanta precariedad y engaño gubernamental.
Los de la comunidad de la Canoa, municipio de Malinal-tepec no saben qué hacer con sus hijos que acuden a la escuela primaria al Tejocote, y que tienen que caminar una hora atravesando un río. El paso se ha tornado peligroso porque el cauce se perdió. Para desgracia de los padres de familia sus terrenos se hundieron y quedaron inservibles. Estos hechos nos hablan de que los niños y niñas dejarán de ir a la escuela en los meses de lluvia y que en esta temporada no podrán sembrar maíz, que es la única actividad que les permite sobrevivir. Para las autoridades estas realidades además de desconocerlas, les resultan irrelevantes. No los perciben como problemas que tienen que atender y resolver. Son parte del hundimiento que padecen las comunidades.
En la comunidad de la Lucerna recientemente lograron comprar un terreno de media hectárea para la construcción de 30 viviendas de un total de 66 familias que perdieron sus casas. Más de la mitad de las familias desplazadas no sabe en qué lugar podrá rehacer su vida porque no hay quién quiera vender terrenos y porque las autoridades no se han preocupado por conseguirlos. Mientras tanto, varias familias se han visto obligadas a regresar a sus hogares, donde las grietas amenazan con sepultar la comunidad. El viento ha acabado con las carpas que el gobierno mandó para habilitar los salones de clase de la primaria y el preescolar. Después de siete meses y ante la imposibilidad de regresar a la comunidad de origen, no existen indicios de que se vayan a iniciar los trabajos de construcción de las viviendas y de las escuelas. Será muy difícil hacer algo cuando lleguen las lluvias a la Montaña. Nada se ha prevenido para esta temporada, más bien los estragos de las tormentas que se mantienen como hace siete meses siguen siendo un monumento a la indolencia de las autoridades.
La paradoja de los pueblos de la Montaña es que teniendo suficientes reservas de agua, las comunidades no cuentan con este servicio básico. Casi todas tienen que ir por agua a varios kilómetros de distancia. Las redes de agua se reducen a mangueras de plástico que las mismas familias logran comprar para que pueda llegar durante tres o cuatro meses a sus casas. Muchas familias como la de Margarita no cuentan con 300 pesos para comprar un rollo de 100 metros para llevar el agua a su casa,  a 2 kilómetros de distancia. En lo que menos quieren invertir los presidentes municipales es en la construcción de redes de agua, porque implican mayores recursos económicos y porque no son obras de relumbrón. Acceder al  agua y tener maíz son las dos necesidades más sentidas por las comunidades indígenas y las más desatendidas por los gobiernos. ¿Cómo garantizar maíz y agua de calidad a las comunidades que enfrentan la devastación de sus tierras y cuya vocación fundamental es su trabajo en el campo?
Este es el desafío que los tres niveles de gobierno tienen que atender: reconstruir la vida en el campo, apostarle al desarrollo pensado y construido desde la cosmovisión comunitaria. Traba-jar desde los saberes comunitarios y en colectivo y preservar el patrimonio natural y cultural de los pueblos. Desde los centros de poder, embelesados con el modelo privatizador de los bienes de la nación y sometidos por el poder económico del emporio empresarial extractivista, nos encaminamos no a la reconstrucción de la vida comunitaria sino a su devastación, al desplazamiento y ex-pulsión de sus nichos sagrados y a la precarización de la vida de las familias del campo.
Seguirán pasando los días y los meses, se cumplirá un año y las comunidades desplazadas se mantendrán así luchando contra los poderes depredadores, defendiendo  dignamente sus territorios y peleando por mantenerse en pie en el lugar que dejaron en herencia sus padres. Su batalla cotidiana, como la de Margarita es por maíz, agua, educación, una vivienda digna, trabajo remunerado y una vida sana. La muerte de Yoloxóchitl, al igual que las más de 30 muertes que acaecieron por las tormentas de septiembre pasado, forman parte de esa memoria colectiva que le da fuerza y razón de ser a su lucha cotidiana, en medio de tanta violencia y abandono a causa de un gobierno que no tiene ojos, oídos ni corazón para ver, escuchar y sentir el clamor de las y los olvidados, quienes viven el viacrucis durante toda su vida y  de generación en generación.

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