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Apenas una decena de familias van a Barra Vieja después del ajetreo de Semana Santa

Karla Galarce Sosa

La zona turística de Barra Vieja apenas recibió apenas a una decena de familias ayer, que aprovecharon la cercanía entre la laguna y el mar para nadar en ambas aguas y para recorrer en cuatrimotos la playa, disfrutar del sol y comer el tradicional pescado a la talla ya sin las multitudes ded la Semana Santa.
Los prestadores de servicios turísticos ofrecen a los turistas paseos a caballo, en cuatrimoto, o el paradisiaco paseo en lancha a través de las zonas de manglares en la laguna de Tres Palos.
“La tranquilidad es lo que caracteriza la zona cuando la ocupación no es alta”, comentó una pareja de turistas que ocupaba una ramada frente al inmenso océano Pacífico. Comentaron que llegaron al puerto el domingo por la tarde y que se hospedaron en un hotel de la zona Diamante, donde hallaron habitaciones disponibles ante la gran cantidad de “paisanos” que llegaron a pasar los días de Semana Santa.
La amplia playa, así como las tranquilas aguas de la laguna de Tres Palos, son espacios donde se observa a pequeñas familias en el tradicional balneario, que se caracteriza por la venta de pescados a la talla, sopes y diversos platillos elaborados con productos del mar.
La caída a poco más de un 50 por ciento de ocupación en Acapulco se observó en la tranquila playa en la zona rural del puerto a pesar de que la mayor cantidad de turistas se hospedan en la zona Diamante, pues según el reporte de la Sefotur se registró un 59.7 por ciento de ocupación, aunque quienes visitaron las playas de Barra Vieja, San Andrés y Playa Encantada fueron escasos.
Las tradicionales cocinas de barro que ofrecen alimentos recién preparados en la zona rural, “son un buen pretexto para dejar la dieta y dar gusto a los antojos”, comentaron las familias originarias de la ciudad de México, que mantuvieron estacionadas sus camionetas cerca de  la laguna.
Los Benavides, una pareja de jóvenes se disponían a dar un paseo cuya duración sería de una hora y media por la exhuberante vegetación de la laguna. Pagaron 300 pesos para que una lancha los llevara a escuchar los cantos de las aves, a ver sus nidos y tocar las raíces de los manglares, así como observar las cristalinas aguas que hay en esta época del año.
Otro grupo de jóvenes decidieron disfrutar de la brisa del mar a bordo de una cuatrimoto automática; ellos pagaron un servicio de renta de 200 pesos por 30 minutos, aunque regatearon al prestador del servicio y obtuvieron 15 minutos más.
El panorama en la playa era de total tranquilidad, apenas tres turistas disfrutaban del sol, dos de ellos “tumbados en la arena” y una mujer dormitaba bajo la sombra de una sombrilla.
Los jóvenes –una pareja–  conversaban apaciblemente y recibían la energía solar sobre sus blancas pieles, a escasos metros del mar.
A pesar de que las olas rebasaban los 3 metros de altura, hubo un osado que decidió meterse y bañarse en el agua salada. Cuando se les preguntó si eran de otro lugar, respondieron que eran acapulqueños que decidieron visitar Barra Vieja para “disfrutar de la soledad de la playa”.
La familia de cinco adultos (cuatro hombres y una mujer) y un niño de apenas 4 años, se tomaban fotografías con sus celulares y aprovechaban el escenario natural que les dejó la tormenta Manuel con un enorme tronco de un árbol que yacía enterrado en la arena.
En contraste con la solitaria playa, la carretera mantenía un tráfico regular. Sobre el asfalto se observaban circulando tanto vehículos del transporte público como carros y camionetas privadas que se dirigían de un lado a otro de la Costa Chica, cruzaban el puente o regresaban sobre él.
En el restaurante Beto Godoy, uno de los más conocidos de la zona, las cocineras esperaban a la clientela, pues trabajaban sobre una mesa, la blanca masa que estaría dispuesta para las tortillas de mano, las quesadillas de maricos o los sopes con frijoles y queso fresco.
En otro extremo de la cocina, tres mujeres picaban cebolla y jitomate; otras más preparaban la salsa talla y en otro extremo del negocio, un hombre pesaba los pescados frescos que los clientes escogían para su preparación “al gusto”.
En el lugar, los meseros comentaron que ya no necesitan salir a la carretera para llamar a los clientes, como todavía lo hacen otros pequeños restaurantes que apenas comienzan, o que no ofrecen buena sazón.
Al llegar al sitio, se observa los estragos que dejó la tormenta de septiembre, pues los cimientos del local quedaron al descubierto y se deduce que éste era más grande; hay costales rellenos de arena para delimitar el área y evitar que los visitantes sufran algún accidente.
El paisaje desde ese lugar es inigualable, porque a distancia, se observa cómo rompen las olas del mar y a unos metros de allí, los comensales escuchan el golpeteo del agua de la laguna en los cascos las lanchas y embarcaciones varadas, en espera de que algún cliente las solicite para llevarlos al corazón de la selva tropical, al corazón de los manglares y a escuchar el dulce trino de las aves en un paraíso que sólo se puede disfrutar en Barra Vieja, donde el sol y el mar hacen único al lugar.

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