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Jorge Zepeda Patterson

Los dublineses

 
Los viajes ilustran, dicen. También pueden hacer maravillas para la autoestima. Luego de participar en un seminario en Dublín sobre el potencial de las relaciones entre México e Irlanda, regreso a Tenochtitlán sintiéndome privilegiado integrante de la pujante civilización de bronce. Durante tres días escuché a banqueros pelirrojos y directivos con la altura de Liam Neeson proferir todo tipo de alabanzas sobre el futuro de la economía mexicana. Alguno aseguró que para el año 2025 nuestro país será algo así como la sexta potencia del mundo, pero supongo que lo dijo al calor de los desacostumbrados tequilas que se sirvieron para el almuerzo. De otra manera no me explico como podríamos deshacernos de los siete países que nos anteceden: actualmente somos la economía número trece, y Rusia, India, Canadá o Brasil no parecen estar muy dispuestos a ceder su lugar.
Como quiera, parece que la mayoría de los irlandeses se lo creyeron porque nos veían a los mexicanos con un reverente respeto, y no sólo por nuestra habilidad para escuchar sin pestañar los interminables discursos de los funcionarios a cargo de inaugurar cada sesión de trabajo con el entusiasmo del que enciende una antorcha olímpica. En eso se parecen los políticos mexicanos y los irlandeses. Protocolarios y de verbo prolifero. O quizá así son todos los políticos del mundo; emocionalmente incapaces de ignorar un micrófono disponible.
En realidad irlandeses y mexicanos descubrimos que tenemos mucho en común. Hemos vivido a la sombra de un imperio durante tantos años (ellos el británico, nosotros el estadunidense) que compartimos usos y costumbres típicos del sobreviviente. Un humor tragicómico, el catolicismo de raíces propias (guadalupano el nuestro, de San Patricio el de ellos), pasión por la cerveza y un discrecional irrespeto por las leyes. Es el único país de Europa del norte en el que he visto que los peatones se cruzan los semáforos cuando no debieran o atraviesan la calle a media acera. Algo que te hace sentir en casa. Eso y que su selección se vista de verde y blanco y que tampoco tenga posibilidad de ganar un Mundial es algo que en verdad hermana.
Pero regresemos a la autoestima. Siendo un país de apenas cinco millones de habitantes, su referencia reiterada al gigante azteca de 125 millones que somos, me hizo sentir, por primera vez en la vida, habitante de una potencia mundial. Los analistas europeos que escuché hablaban de las reformas del gobierno mexicano como un detonante capaz de disparar una prosperidad nunca antes vista. No importa que uno de ellos llamara al presidente Enrique “Piñata” en reiteradas ocasiones (verídico), sus cifras eran mucho más precisas que su dicción en español.
Irlanda, al igual que México, padeció una profunda crisis económica a finales de la década pasada (2007 al 2009), de la que parece apenas estarse recuperando. Sus número recientes son tímidos, más discretos aún que los nuestros, pero todo indica que están sentando las bases de un crecimiento sólido para el futuro inmediato. Su gran apuesta para convertir a Dublín en el Silicon Valley de Europa va por buen camino. Una reconversión admirable que podría asegurar el futuro de estos indomables insubordinados del imperio británico.
Ellos están convencidos de que nuestras reformas económicas son una garantía para el despegue de México y nosotros quedamos convencidos que sus ciudades digitales incubadoras de proyectos son la respuesta para un futuro próspero. Así que las dos comitivas terminamos dándonos espaldarazos mutuos, persuadidos ambos de un optimismo que no teníamos cuando llegamos.
Probablemente la realidad desinfle parte del entusiasmo insuflado por tres días de elogios compartidos; por lo general ese suele ser el desenlace anticlimático de este tipo de encuentros. Salvo por un factor inusual: la eficacia de los dos embajadores responsables del encuentro, Sonja Hyland representante de Irlanda en México, y Carlos García de Alba nuestro hombre en Dublín, a quien el alcalde de la ciudad no tuvo empacho en decir que se trataba del mejor embajador en la Isla. Ambos representantes se aseguraron de que varias de las empresas presentes en el seminario amarraran operaciones de inversión puntuales: entre ellas el apalancamiento de Guadalajara como una ciudad digital espejo de Dublín.
Los viajes ilustran, pues, y de vez en cuando hacen algo más. Normalmente uno regresa de los países del primer mundo añorando el guacamole pero sintiéndose un poco amoscado por la comparación desfavorable y los maravillas civilizatorias contempladas. No ha sido el caso. En Dublín las cosas funcionan de maravilla, pero resulta que sus habitantes nos admiran y quieren ser como nosotros. Algo creen saber de los mexicanos que nosotros ignoramos. No se si están equivocados pero, al menos para variar, qué bien se siente.

@jorgezepedap
www.jorgezepeda.net

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