Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

Los perdidos en el mar

Ramiro Blanco se hizo pescador cuando cayó en la cuenta de que era imposible sostener a su familia como jornalero. Por eso dejó su pueblo y llegó a Zihuatanejo.
Trabajaba como pescador libre porque aborrecía las triquiñuelas que los líderes de las organizaciones hacen para quedarse con parte del trabajo y los beneficios de sus representados.
Todas las madrugadas se encaminaba Ramiro desde su casa en la colonia Zapata hasta el muelle del puerto para conducir la panga de la que era capitán. Ahí lo esperaban los dos jóvenes ayudantes para hacerse a la mar.
Sus artes de pesca eran la atarraya, suficientes anzuelos y cuerdas de diferente grosor, un grampín y dos remos. La carnada de sardina la conseguían muy cerca de los morros, estuviera agitado o manso el mar. Con uno o dos lances de la atarraya era suficiente para llenar el compartimento de la panga.
Unas cuantas tortillas con algún pedazo de carne o queso era el bastimento para pasar el día. El agua que cada quien llevaba bien podía alcanzarles para toda la jornada bajo el sol abrasador.
Nunca llevaban una brújula y menos un geoposicionador. Una radio era impensable y menos un teléfono celular que entonces no había. Lo que no podían faltar eran las garrafas de gasolina bien calculada para ir y venir desde una distancia donde la vista alcanza para identificar los cerros que indican el borde de la costa.
Ése día del mes de mayo no era uno cualquiera porque llevaban una semana de mala racha en la que solamente alcanzaban a pagar la gasolina con la escasa pesca.
Ramiro había tomado la decisión de descansar unos días pensando en que más adelante les cambiara la suerte, pero finalmente aceptó la sugerencia de sus ayudantes que le propusieron terminar la semana con el ritual acostumbrado.
Cuando se embarcaron esa madrugada, casi sin hablar enfilaron el rumbo buscando el bajo que sólo ellos conocían y que en otro tiempo les había favorecido.
Como toda la tripulación se había especializado en la pesca de huachinangos, buscaban los lugares propicios, pero la suerte no les cambiaba, sólo su estado de ánimo que los hacía desesperar.
Por eso en cuanto vieron pasar frente a ellos el cardumen de atunes seguido por los delfines juguetones, no lo pensaron ni dudaron, simplemente los siguieron a todo lo que daba la velocidad de la lancha.
Poco tiempo pasó siguiendo el cardumen cuando Ramiro se dio cuenta de que habían perdido la orientación. No sabían si iban o venían persiguiendo los atunes, y para colmo casi habían agotado el combustible. Pararon el motor y trataron de orientarse sin descubrir por ninguna dirección el pico de los cerros más altos que en la costa les servían de referencia.
Previendo mayores contratiempos llenaron de agua del mar las garrafas que ocupaban la gasolina para usarlas como lastres atadas a la panga pretendiendo evitar que las corrientes marinas los alejaran más de la costa.
Toda la esperanza de los pescadores estaba puesta en alguna lancha que se hubiera desbalagado como ellos  para que los condujera a la costa, pero estaban solos, perdidos en alta mar, sin comida, con casi nada de gasolina y apenas un trago de agua.
Llegó la noche y luego la luz del amanecer y los pescadores seguían perdidos con su fe puesta en que sus familiares hubieran avisado a la capitanía de su desaparición y que pronto los pudieran rescatar.
Habían pescado un robalo del que pudieron comer tasajeándolo en tiritas, pero el mayor problema era el agua.
Cuando encontraron los cocos entre la franja de basura que el mar recoge más allá de la línea azul, los pescadores dieron las gracias al cielo porque saciaron su sed. Un coco para cada quien pero sólo dos estaban buenos, el tercero tenía el agua podrida y por eso el de la mala suerte tuvo el impulso de devolverlo al mar, pero Ramiro lo contuvo.
–No lo tires, déjamelo para ver si yo me la puedo tomar.
En el cuarto día tomaron agua del mar. Los jóvenes vomitaron pero Ramiro lo superó.
En la noche del cuarto día los pescadores confirmaron que estaban en la línea de los grandes barcos gargueros porque a punto estuvieron de ser arrollados por uno de ellos que traía bandera japonesa.
Se salvaron gracias al ruido del barco al acercarse pero sobre todo a la gasolina de reserva que les permitió dar marcha al motor y retirarse del paso del barco. Por más que gritaron pidiendo auxilio el barco siguió sin detenerse en la oscuridad de la noche.
Cuando los jóvenes empezaron a perder la esperanza de ser salvados clamando por la muerte para dejar de sufrir, Ramiro les levantaba el ánimo:
–Al primero que yo vea que se muere me lo voy a comer, les decía.
En Zihuatanejo mientras tanto  sus familiares se habían movilizado para buscar ayuda.
Una lancha guardacostas y un avión fletado en Lázaro Cárdenas iniciaron la búsqueda acompañando las lanchas de las cooperativas que solidariamente emprendieron la búsqueda.
Cada tarde el muelle del puerto era una romería de familiares y amigos que esperaban noticias de los desaparecidos.
Pero los más experimentados entre los pescadores y rescatistas, pasados los cuatro días daban nulas esperanzas de encontrarlos con vida.
Sólo los familiares mantenían la fe, rezaban y ofrecían promesas a los santos de su devoción para que los perdidos aparecieran con vida.
Quizá fue eso lo que los salvó porque al quinto día Zihuatanejo amaneció con la noticia de que pescadores de Coyuca los habían rescatado y llevado al puerto de Acapulco desde donde la Marina los regresó por vía terrestre en viaje especial.
Pocos días después del rescate Ramiro Blanco platicó el desenlace. Era el quinto día y seguían a la deriva, desesperanzados, abatidos y a punto de fallecer cuando a lo lejos divisaron una luz que aparecía y desaparecía por intervalos de tiempo.
Cuando los tres coincidieron en que se trataba de una lancha de pescadores nocturnos también cayeron en la cuenta de que era demasiada distancia para llegar remando hasta ellos en estado desfalleciente.
Entre que a lo mejor sí llegaban y a lo mejor no, dicen que se pasaron unas cuatro horas pensándolo, hasta que finalmente decidieron remar aunque en ello se les fuera la vida.
Remaron unas cuatro horas que fueron como un milagro porque fuera del susto que le pegaron a los pescadores por su aparición repentina en la oscuridad de la noche, la recepción no podía ser más esperanzadora, pues les invitaron la cena y el agua que para entonces era el bien más preciado.
Los pescadores de Coyuca habían oído en las noticias la desaparición de sus colegas así que no requirieron de más explicaciones para anunciar el rescate en la misma capitanía de Acapulco donde los marinos llegaron.
En cuanto la radio dio la noticia del rescate la gente que en Zihuatanejo había estado al tanto de la desaparición de los pescadores se reunió en el muelle para esperar su llegada.
Los familiares organizaron una misa muy concurrida en agradecimiento por el milagro recibido. La gente expectante esperaba impaciente el arribo de los aparecidos. Ramiro, el hombre mayor, alto y fornido llegó vistiendo una túnica del Padre Jesús de Petatlán en cumplimiento de una manda que hizo su mujer. Caminaba tambaleándose avanzando trabajosamente con el apoyo de dos ayudantes, como si lo hiciera sobre las movedizas aguas del océano, pero sin perder por eso el buen humor
Cuando le preguntaron a Ramiro si volvería a pescar respondió:
-¡Joder, primero quiero que deje de moverse el suelo donde piso!

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