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Jesús Mendoza Zaragoza

La Pascua, de la violencia a la paz

Fue ejecutado de la manera más violenta, entre torturas y humillaciones entre criminales. La cruz era el símbolo del castigo de escarmiento como lo son ahora los descuartizamientos practicados por las organizaciones criminales o como las ejecuciones extrajudiciales que siguen dándose aún. Jesús de Nazareth fue crucificado después de un juicio amañado e ilegal promovido por los poderes religioso y político de Jerusalén. Fue una muerte orquestada por personas, instituciones y un sistema violento que imponían un control férreo a ideas, a proyectos o sueños libertarios y a personas incómodas.
El mundo cristiano ha celebrado en estos días pasados la memoria de ese evento histórico, que se ha convertido para buena parte de la humanidad en un parte aguas por el profundo significado humano y un sentido religioso que trasciende al cristianismo. Jesús de Nazareth es reconocido también en ámbitos religiosos no cristianos; el Islam lo reconoce como un gran profeta y otras tradiciones religiosas le reservan un lugar especial a su mensaje. También otros ámbitos culturales distintos al cristianismo reconocen los valores promovidos por el Evangelio de Jesús, como la misericordia, el perdón, la compasión, la reconciliación y la paz.
En un contexto de violencia como el nuestro, podemos preguntarnos por el significado de esa muerte violenta sucedida en Jerusalén hace alrededor de dos milenios. De hecho, la violencia es un hecho humano universal que acompaña toda la historia humana. La antropología bíblica la reconoce desde los orígenes mismos, cuando Caín asesina a su hermano Abel. Así, la violencia se ha convertido en un elemento estructural de la humanidad, la que no soporta su misma libertad y se vuelve contra sí misma. Jesús de Nazareth fue una víctima más de una cadena interminable de violencias que han tomado infinidad de rostros y manifestaciones, como las violencias que transitan de generación en generación en el seno de las familias, las violencias inter-religiosas, las violencias políticas, y todas las demás violencias que producen tantas víctimas inocentes.
Hoy, las víctimas de la violencia generada por el crimen organizado y por las estructuras de poder, se hacen muchas preguntas acerca de su dolor, las más de las veces, insoportable. Y muchas de esas preguntas suelen quedarse en el aire. ¿Quién las puede responder? De hecho, los sistemas filosóficos y las grandes religiones han intentado dar respuestas a dichas preguntas. Pero además de las preguntas, quedan muchas heridas abiertas en cada víctima de la violencia, que necesitan ser atendidas. Y, ¿quién se está haciendo cargo de ellas? Por tanto, hay que contestar a preguntas punzantes y hay que curar heridas dolientes, un mar de heridas que se amplía con el tiempo.
Tenemos hoy una sociedad altamente enferma, plagada de heridas y de miedos, de rabias y de odios, de frustraciones y de incertidumbres, una sociedad en la que conviven, cara a cara, víctimas y victimarios. Estamos ante un grave caso de salud pública. No se avizoran los remedios proporcionales a las múltiples patologías que se están manifestando en la sociedad, la que además experimenta un hondo sentimiento de orfandad que se hace cada día más insoportable.
El punto es que la muerte de Jesús se inscribe en una historia de violencias que hoy se ha fortalecido entre nosotros. Heredamos una sociedad que ha anidado la violencia en sus instituciones económicas, políticas, religiosas y sociales, que ha generado condiciones para que los protagonistas de las violencias salgan a primer plano con una gran fuerza destructora. Los miembros de las violentas organizaciones criminales son enfrentados con la fuerza pública con el único objetivo de eliminarlos, sin otra opción posible. Este hecho ha golpeado a la sociedad no sólo con decenas de miles de muertos, sino con el miedo, la desconfianza y la desesperanza, como ingredientes cotidianos de la vida.
Pero la muerte violenta de Jesús tiene para los cristianos un significado único que no tienen las demás muertes. Este significado es asumido por sus discípulos a partir de la fe y no a partir de evidencias racionales. Sucede que, según las Sagradas Escrituras, resucitó y se dejó ver por quienes habían creído en él y por nadie más. Estuvo conviviendo con ellos por un tiempo para ayudarles a consolidar su fe. Ellos comprendieron que su mensaje y su persona prevalecieron sobre la muerte y que él permanecería vivo junto a ellos con una presencia misteriosa no sustentada en su cuerpo físico sino sacramental. Fue hasta después de la resurrección de Jesús cuando sus discípulos comprendieron las Escrituras y todo lo que habían escuchado de su Maestro. Hasta entonces entendieron el significado real de la muerte violenta en la Cruz. Entendieron que esa muerte fue producida por la confrontación entre la violencia del poder y un mensaje de paz intolerable para sus adversarios, entendieron que era el preámbulo de una victoria inesperada. Entendieron que la violencia de los verdugos que se volcó sobre Jesús no tenía futuro, entendieron que la victoria de Jesús se sustentaba en el poder del amor y no en la fuerza de la violencia porque, de hecho, Jesús venció muriendo y no matando. Entendieron que sólo la Verdad que se plasma en el Amor tiene futuro, mientras que la mentira y el engaño que se imponen mediante la violencia sólo conducen hacia la muerte y la autoaniquilación.
Cuando el día de la resurrección, Jesús se encuentra con sus discípulos por primera vez, les dirige por tres ocasiones seguidas un recurrente saludo hebreo que había asimilado y que encarnaba la utopía religiosa de Israel, asumida y reorientada por él: “La paz esté con ustedes”. Con este saludo, Jesús declara que una época nueva se ha inaugurado y que su resurrección ha establecido las condiciones necesarias para que la humanidad viva a partir del paradigma de la paz en contraste con el paradigma de la violencia. Jesús utiliza un lenguaje preciso que asume la traumatizada condición humana y por eso, dice a sus discípulos: “No tengan miedo, yo he vencido al mundo”. Jesús invita a sus discípulos a dejarse afectar por el misterio de su resurrección que abre un horizonte inesperado para ellos: el horizonte de la paz, horizonte que se asume sin eludir los conflictos sino afrontándolos con valentía. De hecho, Jesús prepara a sus discípulos para vivir en medio de persecuciones sin perder la paz, porque la paz es un don que a nadie se le puede arrebatar a la fuerza.
Cada discípulo, al acoger a Jesús resucitado, acepta su propia muerte y su propia resurrección; muere y resucita como efecto de su fe y de su esperanza, se sabe profundamente amado por Dios, se sabe rehabilitado para vivir en el amor y liberado del miedo y de la desesperanza. Se sabe tocado por el amor del Crucificado que venció el poder del miedo y afrontó su destino con grande confianza diciendo las últimas palabras en la Cruz: “Padre, en tus manos pongo mi vida”, en las que muestra que con el poder del amor vence a la violencia de sus verdugos y al miedo de sus discípulos. El discípulo vive con una convicción muy profunda: el amor vence al miedo y a la violencia misma que lo produce. Esa convicción es decisiva para mantenerse en pie, venciendo los propios miedos.
Es por ello que la resurrección de Jesús, activa en los creyentes la Esperanza (teologal, así, con mayúscula), allí en donde las esperanzas sustentadas en los recursos humanos muestran sus límites. El seguimiento que el discípulo de hoy hace de Jesús resucitado, le hace capaz de mantener en alto su opción por la paz en medio de todas las historias de sufrimiento causado por la violencia y tiene la firme convicción de que sigue habiendo un futuro para todos, pues la resurrección nos asegura que el tiempo está en las manos del Dios que resucitó al Crucificado y que todos los crucificados de la historia serán reivindicados.
Esta fe en la resurrección de Jesús tiene en la esperanza uno de sus componentes más importantes. La esperanza es un recurso espiritual que adquiere inmensa relevancia histórica cuando los obstáculos parecen insuperables, como es el contexto de violencia que se vive en nuestro país, donde hay regiones en las que gobierna prácticamente el crimen organizado, y otras en las que los gobiernos constituidos no ofrecen opciones ni de justicia ni de seguridad humana y donde la sociedad muestra altos índices de descomposición. Esta misma esperanza puede ser reconocida como un recurso social necesario para alentar los esfuerzos de la recuperación del tejido social y para la construcción de la paz.
Sin esperanza no tendremos paz. Sin esperanza no se pueden activar las energías que hagan viables y razonables los esfuerzos, aún modestos, por tocar los factores de la violencia, que ha tomado dimensiones sobrehumanas. La esperanza nos capacita para reconocer en cada hecho violento una herida hecha a la humanidad, pero también para reconocer una oportunidad para acciones solidarias en favor de las víctimas. La esperanza nos coloca siempre ante encrucijadas en las que hay que elegir y tomar decisiones en favor de la paz, muchas veces, asumiendo los riesgos inherentes. La esperanza nos hace capaces de mirar, más allá del dolor, los umbrales misteriosos de la vida que se abren como un don. Por la esperanza, las avalanchas de violencia que han caído sobre nuestros pueblos, pueden ser asumidas como una oportunidad para purificarse de la podredumbre que hay en su interior como factor de la violencia. No somos inocentes. Todos hemos contribuido a la violencia de diversas formas y en diversas proporciones. Si no lo reconocemos, nunca podremos dar el paso hacia nuevas condiciones de vida que descarten a la violencia como constitutiva de nuestras relaciones comunitarias e institucionales.
Jesús sí era inocente y fue ejecutado. Nosotros no lo somos y padecemos la violencia, activa o pasiva. Pero por la muerte del inocente que fue reivindicado en la resurrección, podemos entrever con esperanza que víctimas y victimarios podamos ser redimidos para vivir en paz. Esta es una utopía, ciertamente. Pero para los cristianos es una utopía que dinamiza la esperanza y que puede tener una alta incidencia histórica, como lo señalaba Ernst Bloch en El Principio Esperanza, una de sus más reconocidas obras. Es una utopía creadora de ideas, energías y experiencias que se organizan alrededor de paradigmas distintos a los vigentes, como son la justicia, la paz y la fraternidad. Esta utopía inspira sueños concretos que hacen un quiebre en las historias de violencias para construir espacios de paz en el mundo interior de la conciencia, en las familias y en las comunidades y en todos los lugares donde haya amantes de la paz que se arriesguen a soñar. .

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