Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Renato Ravelo Lecuona  

Zapata, el EZLN y las utopías de la nación

 

¿Tendrá la ciudad, los ciudadanos de Aguascalientes conciencia de su ubicación histórica y geográfica como parteaguas de las grandes utopías nacionales?
En 1914 la mayoría de los jefes rebeldes que acabaron con el ejército  porfiriano jefaturado por Victoriano Huerta resolvieron reunirse para  nombrar un gobierno de transición y establecer las bases de una nueva nación  unificada. La iniciativa había sido tomada por quienes asumieron el cargo  del poder ejecutivo y querían legitimarse en la ciudad de México mediante  una convención. Entonces algunos generales dijeron: Para ser legítimos  representantes de la nación en tal convención deben estar representadas las  fuerzas de Villa y Zapata.
La mayoría de los generales rebeldes, contra la voluntad del ya entonces  Primer Jefe acordaron invitarlos y fijaron Aguascalientes como un centro  geográfico del país y plaza neutral donde concurrieron todos los que en los  hechos eran representantes de la nación. La soberanía del pueblo y la nación  se abría paso así desafiando a los hombres de poder. Le llamaron la Soberana Convención de Aguascalientes a este acto que pisaba la utopía de la democracia.
Zapata no estuvo ahí, estuvieron sus emisarios y parlamentarios. La imagen de los tres ausentes debió sentirse en el trasfondo del escenario, con sus estampas en claroscuro, iluminándose y apagándose alternativamente.
Esta soberanía se puso a prueba al acordar, luego de encendidos debates, desconocer el cargo de presidente provisional que se había autoasignado de su Plan de Guadalupe, el Primer Jefe y la renuncia explícita de Villa y Zapata a pretensiones presidenciales, cosa nada difícil para estos líderes populares. Los tres personajes representaban las fuerzas polares de la revolución. En medio quedaba la soberanía de la mayor parte de los jefes rebeldes que en esos acuerdos colocaban el interés nacional por encima de los liderazgos polarizados y en este sentido cumplieron con una utopía democrática.
Pero esto no duró mucho. En cuanto el Primer Jefe conoció el acuerdo de la Soberana Convención y su desconocimiento como presidente provisional, la desconoció y opuso su propia soberanía, la del poder, por encima de la nación y se propuso demostrar que el poder lo ejerce quien tiene el dinero o la capacidad de conseguirlo en el mercado mundial, y a él se arrimaron hasta los artífices de aquel conato de soberanía nacional. Villa y Zapata quedaron con sus partes de soberanía popular respaldada en sus desabastecidas tropas.
El desiderátum vendría con los cinco años más cruentos de las guerras nacionales, y que terminaron hasta 1919. Como sabemos, ganó la soberanía del poder y la democracia quedó esperando nuevas utopías.
Votan Zapata con su mirada profunda, interrogante, vestía una ropa típicamente mexicana y no se concebía que pudiera vestir otra. No era un discurso brillante y encendido el que lo proyectaba sobre la conciencia ciudadana. Su extraña influencia era algo que invocaba a un trasunto mas hondo, tal como la madre tierra, pero no como parcela escatimada al gran capital, sino a las raíces más profundas y generosamente productivas de una vida social, que invocaba al ser. Ese Zapata, con su imagen callada fotografiada por Casasola, era recreado en la conciencia de muchos mexicanos, sobre todo los más humildes y pocas palabras, discursos, actos o relatos de su valentía sacados de la historia, eran necesarios para venerar en silencio su significado. Parte de éste era esa fortaleza moral invencible, incorruptible a las seducciones del poder, su esencia es algo que lo hace trascender desde los múltiples orígenes indígenas de la nación a las proyecciones más traslúcidas de una sociedad justa, honesta y verdadera.
El pensar su nombre, más que ideas, hacen brotar lágrimas, por ser la memoria de algo mancillado desde el poder, y por más lodo, estigmas y anatemas universales como el de Atila, con que lo han querido borrar los ideólogos del poder, su imagen se ha mantenido limpia y clara, con su contenido subterráneo, a lo largo de un siglo.
El 1º de enero de 1994, el sustrato que simboliza Zapata emergió con la insurrección indígena chiapaneca e iluminó nuestro horizonte con una luz multiplicada por los reflectores de los medios de comunicación que dejó perpleja a toda la nación. Algo telúrico movió la conciencia nacional, algo muy hondo que nadie pudo descifrar al primer momento, aunque el nombre de Zapata señalaba ya alguna identidad.
Y los insurrectos estaban ahí, en San Cristóbal de las Casas, con sus fusiles y los rostros cubiertos con pasamontañas pero eran evidentemente indígenas. Irónico, desde su primera entrevista con los medios, su comandante anunció que por la tarde del día siguiente estarían entrando a la ciudad de México, sabiendo que no podían tomar ni la capital del estado derrotando al ejército.
La ironía tenía un sentido alegórico. El ejército indígena zapatista no sólo invadió la ciudad de México con su presencia mediática, sino reclutó el alma de miles, quizá millones de mexicanos en todo el país, sin tomar militarmente una sola plaza más, pues tuvieron que replegarse a la selva cuando avanzó el ejército protector del gobierno mexicano.
Ante este avance militar, la información emitida con valentía por muchos reporteros para dar cuenta de los hechos a la ciudadanía, sacaron de sus casas a esos miles de reclutas a luchar en la retaguardia del ejército para quitarle todo suministro de apoyo moral y empezó a dispararle dardos de condena, obligando al Estado a detener una masacre y pararse a pensar el significado del estallido de rebeldía que atrajo la atención de todo el mundo. Pocas veces en la historia contemporánea, una causa justa se ha anunciado universalmente con tal destello de luz y con tal poesía: “Nos cubrimos el rostro para ser vistos”, dijeron los zapatistas.
Al detener la masacre, técnicamente factible, la nación históricamente dio un paso hacia el dominio de la razón, Por primera vez el Estado mexicano ante una insurrección popular, intentó escuchar la voz de la disidencia, quizá calculando y meditando sobre el balance de odio popular que acumuló desde 1958 al masacrar a obreros ferrocarrileros, a maestros, estudiantes y mineros; tuvo que evaluar la estupidez del genocidio de Tlatelolco de 1968, de cómo tras masacrar al pueblo inerme de Chilpancingo, Iguala, Acapulco y Atoyac obligó a pacíficos líderes sociales a convertirse en guerrilleros, no requería sacar todos los expedientes de su represión a la disidencia popular, para temer nuevos actos de represión.
El Estado tuvo que pensar ya con parámetros de justicia, de razón humana, y ?sobre todo- de tranquilidad social para sus compromisos con el capital transnacional. Dejó descansar las razones de poder y tuvo que buscar intermediadores capaces de organizar su diálogo con la rebeldía. Encontró entonces a un Santo. en cuya bandera blanca podrían confiar los zapatistas y una catedral donde pudiera establecer el diálogo con el EZLN, aceptando además la custodia de éste por la sociedad civil representada por esos miles de jóvenes reclutas dispuestos a participar en esta gran hora nacional.
Y la utopía más extraña se realizó en el país más surrealista del mundo. Los emisarios del gobierno mexicano dialogaron con indígenas encapuchados. Sabían qué era: indígenas insurrectos, armados, que desafiaban al poder del Estado, aunque no sabía sus nombres ni podía identificarlos individualmente, pero los aceptaba como voceros de muchos pueblos.
Este anonimato de los zapatistas encapuchados en la catedral fue una magnificación dramática, histórica, en el que se sintió representado todo el pueblo humilde y mancillado, anónimo e ignorado. Su voz habría de potenciarse de manera inimaginable por cualquiera de los actores en escena,
Los zapatistas sabían que el ejército y las policías mexicanas masacran a mansalva a ciudadanos inermes, con rostros y pechos descubiertos para sus protestas, y que carga esa culpa por decenios ya, y quizá la arrastre los siglos venideros y con sus pasamontañas lo simbolizaban perfectamente.
Asi empezaron las conversaciones en la catedral, con una intensidad histórica pocas veces vista en las pantallas de televisión, que hubieran estallado si no fueran fabricadas con materia inerte, y se divulgaron por toda la nación llegando a millones de mexicanos.
De las conversaciones en la catedral salieron varios milagros derivados: Uno fue el acuerdo de establecer una agenda de discusión sobre los derechos constitucionales para los pueblos indios.
Otro, el pacto de no violencia y de la garantía de que el EZLN, pudiera libremente transitar por el país y dirigirse directamente a dialogar con el pueblo. El destello de luz de la insurrección indígena empezó a adquirir forma y sentido pleno en la conciencia del pueblo. Cientos o miles de páginas de periódicos y revistas se ocuparon de explicar el fenómeno zapatista; miles de ciudadanos, quizá más mujeres que hombres, desfilaron por los cuarteles rebeldes, como un peregrinar a la Basílica de una nueva fe cívica: intelectuales y académicos prestigiosos, artistas, escritores, líderes populares, representantes de todos los pueblos indígenas de México, uniones campesinas, obreras, de colonos, personajes políticos, cineastas, llegar a escuchar su mensaje original y sus demandas: democracia y tierra, salud y educación, etc. es decir, cosas tan elementales, al alcance del poder y el presupuesto público, cuyo significado más profundo es que tales carencias cuestionan la capacidad y la voluntad reales del sistema capitalista de cumplir con esa promesa que es su programa desde hace siglos que viene explotando a la nación.
Pero el discurso zapatista, parte de esta precariedad elemental, para elevar su sentido hasta las más sensibles utopías, expresadas además, con un lenguaje estético: Somos los más pobres, los más humildes, los que no tiene nada que perder, sino su pobreza; luchamos pero queremos “para todos, todo, para nosotros nada”; no queremos imponer, sino convencer, “no hablan por ellos, sino por sus pueblos” “hemos cubierto el rostro para ser vistos”, en resumen: “queremos un gobierno que mande obedeciendo” y “queremos el poder, sin el poder”.
Es decir, su precariedad, tan elemental y básica, la piden resolver a su manera, en autonomía, y según una visión profundamente democrática de su organización social superior a la que vive todo el occidente y que no puede comprender su alcance, por ejemplo lo de mandar obedeciendo y conquistar el poder, sin ejercer poder. Los derechos constitucionales que reclaman les daría la base de libertad para implantar de forma de organización.
El Estado mexicano, pensó de inmediato, que la cuestión es sólo de gasto público y acudió con la billetiza en mano para dejarla en poder de los mismos ricos y politiqueros del estado, sin entender el fondo del problema. Por eso también aceptó entablar las negociaciones de San Andrés, donde la utopía empezó a elevar su vuelo.
Aguascalientes II
Azorados, sorprendidos, ante la respuesta de la sociedad toda, los  zapatistas pensaron que habían despertado en la conciencia nacional el sentido de la organización social como la vivían y entendían que los pueblos  indígenas serían una base inspiradora de un cambio de la nación en la ruta  de una democracia que subordinara al poder a su mandato y rebasaran la lucha de bandos y partidos que enredan a la sociedad en una mezquina lucha electoral por el poder, y que ellos podría enseñar caminos directos al ejercicio de la democracia.
Fue el aquel sustrato de la lucha zapatista la que puso en su mente la frustrada soberanía de la primera Convención de Aguascalientes y trazaron su proyecto de nación a partir de una nueva convención de todos los ciudadanos que acudían en su apoyo, llegados prácticamente de todo el país a quienes pusieran a pensar en la situación actual y en los primeros pasos para construir un nuevo destino, del cual debían ser actores.
Empezaron pues a construir un lugar para albergar a esos miles de convencionistas en unas laderas que rodeaban una explanada como escenario natural. Se les imaginó una nave que denominaron precisamente Aguascalientes II, e invirtieron una cantidad enorme de trabajo para eso que sería esta aventura y que debían emprender los miles de ciudadanos significativos que concurrían. Se les convocó para que de todas sus regiones trajeran ideas para esta nueva Convención de Aguascalientes en torno a tres asuntos claves que darían forma a su utopía:
1. La inviabilidad del Estado mexicano
2. La creación de un nuevo congreso constituyente
3. La designación de un gobierno de transición que, desde luego, mandara obedeciendo.
Era necesaria precisamente esa conciencia de que el actual Estado ideológicamente no puede porque no quiere generar una perspectiva de vida digna para todos los mexicanos, incluidos los más humildes que estaban convocando a la nación, que cargados de esa convicción de inviabilidad llevaran una idea de cómo organizar a la sociedad entera en cada una de sus regiones para eregir un nuevo congreso constituyente que plasmara el procedimiento para diseñar el nuevo orden social y, final y sencillamente, que la convención nombrara y fijara las normas para nombrar a un gobierno de transición capaz de cumplir el mandato de coordinar el esfuerzo de todos centrado en estos acuerdos para un nuevo orden. Era muy poco, y a la vez mucho en imaginación lo que se pedía. Mientras esta utopía se ponía en marcha, se trazaba otra estrategia que salía de las conversaciones en la catedral: la negociación de los derechos constitucionales para los pueblos indios.
Mientras la primera utopía contaba con la libertad de levantar el vuelo soberano y dependía de la imaginación y voluntad de los ciudadanos, la segunda dependía de que los zapatistas con los cientos de asesores voluntarios de la sociedad civil que acudieron en su ayuda, discutieran paso a paso, frase a frase, con los representantes del Estado para el diseño de los arreglos constitucionales que, en el terreno de las relaciones reales, permitieran que los pueblos indios avanzaran pasos bajo una cobertura legalmente aceptada por la soberanía nacional. Para esta ardua tarea, se escogió otra sede: San Andrés de los Pobres.
El primer milagro salido de las conversaciones en la catedral tuvo su efecto mágico. El Sup lo asoció con el sueño de Fitzcarraldo capaz de realizar un gran esfuerzo físico y material para alcanzar un goce estético pleno. Y en efecto, cientos, quizá miles de zapatistas con el apoyo de sus comunidades realizaron un gran esfuerzo material de limpiar laderas, aserrar madera, colocar las bancadas para miles de convencionistas y levantar un gran estrado para un centenar de representantes de la sociedad civil.
Los más pobres y humildes del país con sus manos construyeron el escenario humanamente más rico de la historia nacional de las últimas décadas. Ante los miles de convencionistas llegados de todo el país y del extranjero, así como de cineastas y reporteros, desfiló el EZLN con sus bases de apoyo en  una de las jornadas más conmovedoras de la historia sobre todo porque mostraban su sentido de identidad y una mística expresada como humildes combatientes de la dignidad humana que no podían hacer alarde de armamento intimidatorio o poderoso, sino una gran fuerza moral por su determinación de lucha. En su humildad y pureza de motivos radicaba su grandeza. Una fuerte tormenta caída esa noche destruyó parcialmente el escenario, pero el encuentro se finalizó sin problemas al día siguiente.
Esta utopía cumplió brillantemente su parte escénica y el necesario acto de comunidad espiritual nacional, pero dejó pendiente, depositado en un nuevo sustrato, ahora neozapatista, los objetivos esperados por el EZLN para la convención: La convicción de la inviabilidad ideológica del Estado mexicano para ofrecer una vida digna y justa al pueblo; la idea de trabajar hacia un nuevo constituyente que genere el nuevo ordenamiento de la vida de la nación y, más lejano aún, un gobierno de transición que mande obedeciendo a esos fines anhelados, ajenos y contrarios por cierto, al proyecto neoliberal del Estado. Los convencionistas, tras el acto de comunión nacional, regresaron como llegaron, a pensar individualmente en su inserción en el sistema.
El segundo milagro salido de la catedral, se situó no en el terreno libre y soberano de la acción ciudadana, sino en la penosa negociación de acuerdos sociedad-estado que devendrían en leyes. Fueron meses de trabajo en que los parlamentarios oficiales con respaldo de ley se enfrascaron en discusiones sobre procedimientos y propuestas con los zapatistas, representantes de casi todos los pueblos indígenas del país y buena cantidad de académicos e intelectuales que concurrieron a ofrecer su esfuerzo. Luego de esbozados los acuerdos fueron llevados a las comunidades a trabajar los consensos durante meses, para finalmente alcanzar los históricos Acuerdos de San Andrés.
En proceso de realizarse la utopía, a los acuerdos siguió el proceso de convertirlos en la iniciativa de reforma constitucional que recibió el nombre de la Cocopa, y que una vez discutida y aprobada por el EZLN en sus comunidades, cristalizó su parte en el milagro.
Se había llegado a la propuesta de ley más discutida y consensada de toda la historia patria. Ninguna ley ha sido tan legitimada por la sociedad como esta propuesta que pisó los terrenos de la utopía a punto de hacerse realidad.
Pero faltaba un paso: que ese producto de la soberanía popular reconocido por el Estado fuese aceptado por el poder real. El EZLN, aunque no preveía en su utopía el cretinismo histórico y unánime del Senado, temía que el poder le pusiera alguna barrera para no insertar los derechos de los pueblos  indios entre las garantías constitutivas de la nación y dejara los pueblos fuera de la soberanía nacional.
Apeló entonces previsoramente al apoyo de los convencionistas de la sociedad civil que habían concurrido al Aguascalientes, organizados o semi, en coordinadoras de enlace con el EZLN. Primero fue proponer que miles de zapatistas salidos de la Selva Lacandona fueran a todas las regiones del país a palpar directamente el apoyo que tenían para su lucha mediante una  consulta popular sobre los derechos y la cultura indígena. De alguna manera,  casi de la nada, miles de “bases de apoyo” pudieron entrar en contacto directo con el pueblo en la mayor parte del país que abrió sus hogares para darles no sólo su hospedaje y alimentos generosos, sino un profundo afecto surgido de su solidaridad. Salidos sin dinero en los bolsillos, fueron llevados y regresados por la sociedad civil de regresos hasta su terruño,  cargados de varios millones de votos de adhesión. El sentido de esa adhesión palpada en el trato directo, debió alentar mucho al movimiento zapatista al estar construyendo en la práctica su nueva sociedad, aunque se llevaran la duda de que el apoyo que recibían se convirtiera en una fuerza que avanzara en la construcción de su parte en la utopía, pues no percibía proyectos  regionales parecidos.
Llegado el momento, cuando las redes del poder se entretejían con el  pensamiento y los temores reaccionarios ante el desafío al proyecto neoliberal que tiene tranzado al Estado mexicano con el capital trasnacional, unido a la doble faz del gobierno que tiene en su discurso cotidiano las carencias del pueblo, mientras garantiza y privilegia los dividendos del capital y los pagos puntuales de la exorbitante deuda, el EZLN lanza su ofensiva militante y traza una gira por el centro del país con su Marcha del Color de la Tierra, que hace un recorrido en círculo en torno a la capital con la que demuestra que su base nacional de apoyo es grande.
Esta fue seguida paso a paso por los medios y realizó grandes concentraciones en los lugares programados para arribar con su pesada caravana de vehículos donde viajaba parte de la comandancia y el subcomandante Marcos.
Esta Marcha del Color de la Tierra resultó un cerco conquistador de voluntades alrededor de la ciudad de México y su entrada triunfal fue efectivamente recibida con recelo por la reacción más acendrada y con poder que expresó “No van a poner al Senado de rodillas”, idea clara del efecto que esa invasión pacífica de voluntades producía en alma de la reacción y en sus temores empresariales.
La entrada a la ciudad de México de la caravana zapatista fue grandiosa. A lo largo de varios kilómetros del recorrido desde la zona de Xochimilco hacia el centro, el pueblo salió a las calles para expresarle su admiración y respeto en una valla continua que se engrosaba tanto en algunos puntos que los vehículos tenían que detenerse, escuchar las porras y saludar a la multitud: “No venimos a vencer, sino a convencer” fue el tono de sus discursos expresados en el Zócalo, completamente lleno como en pocas ocasiones.
El Senado, con su unánime cretinismo histórico, se negó a recibir y escuchar a los zapatistas y de manera estúpida y reaccionaria cercenó de tajo este leve paso a la utopía cuando se negó a aprobar la iniciativa de ley de la Cocopa, cosa que ni el presidente del ejecutivo se atrevió a hacer.

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