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Renato Ravelo Lecuona

Atliaca, usos y abusos de la costumbre

Cuando el 15 de septiembre, al anochecer, acampó junto al pozo de Oztotempam el grupo de quince estudiantes de Biología de la UAG, tras una jornada más o menos dura de trabajo en la recolección de muestras fósiles como práctica de su materia de paleontología, y luego cuando empezó a llover, no sabían ni podían imaginar que el simple y sencillo acto de protegerse de la lluvia bajo el techo del templo, que tenía sus puertas abiertas y había veladoras encendidas, fuera una profanación, una ofensa a las creencias del pueblo.

La mayoría –si no todos esos estudiantes– son de familias católicas, saben lo que es un templo y más de una vez en su vida han tenido que penetrar en templos católicos en condiciones similares sin que nadie los acuse de profanar una fe, y lo han hecho con el respeto normal a cualquier recinto.

La mayoría y quizá todos están a favor del respeto a los derechos indígenas, y cuando menos, me consta que mi hijo, uno de ellos, ha tenido actividades de solidaridad con la causa indígena.

Fue una gran sorpresa para ellos que cuando dormían a los costados de la iglesia llegaran entre cincuenta y cien indígenas a tomarlos como presos, a maniatarlos, subirlos a camionetas y de parte en parte pedregosa, los hicieran caminar descalzos como castigo anticipado, dándoles golpes y empujones.

Así, sin mediar explicación alguna, los trasladaron cerro abajo hasta el pueblo. Sus captores en su mayoría iban ebrios por los festejos patrios. Ofensas, chantajes y la insistente pronunciación de una palabra en náhualt que significa violación, era repetida por los principales instigadores, refiriéndose a las cinco mujeres que iban en el grupo. Su profesor, el maestro Santiago no sólo sabe el náhuatl, sino que es vecino y parte de una familia conocida de Atliaca y hace como diez años ha llevado estudiantes a esas prácticas, orgulloso de su pueblo y sus costumbres.

¿Refugiarse de la lluvia bajo el techo de un templo es una profanación? ¿No en estas llamadas casas de Dios no caben todos los mortales? Lo que menos pensaron los estudiantes es que protegerse de la lluvia en ese templo fuera a ofender la moral y las creencias de ese pueblo.

Los estudiantes no actuaron con dolo, menos con conocimiento de causa. Y de pronto se vieron rodeados en el pueblo de una casi muchedumbre, dos o trescientas personas a lo sumo, que a las cuatro de la mañana los esperaban para juzgarlos por la profanación de su centro ceremonial. Le pidieron al Comisario, es decir, a la autoridad civil, que los encarcelara para que el pueblo los juzgara horas más tarde cuando amaneciera. Como esta autoridad no vio delito alguno en la conducta de los estudiantes, se negó a privarlos ilegalmente de su libertad apelando a las leyes que rigen a la nación. Entonces el pueblo, si a esa agrupación de gente se le considera así, acordó encerrarlos en unos cuartos oscuros y pestilentes que le llaman cárcel y le quitaron las llaves al comisario usurpando las funciones de la autoridad civil, para privarlos por esas horas de su libertad.

Cualquiera que apoye la causa de los derechos indígenas, tiene que reconocer que los pueblos en momentos críticos ejercen su propia autoridad, así sea tumultuosamente, y que siguiendo una causa justa no podemos sino solidarizarnos con ellos ante un sistema que los ha mantenido oprimidos. Por la forma, estos actos que presencié directamente partir de las tres de la tarde del día 16, me parecieron que la determinación de imponer su ley ante la autoridad civil revela un fuerte sentido de identidad y defensa de su sistema de creencias y costumbres religiosas.

Llegué acompañado de unos profesores que habían ejercido su profesión en ese pueblo, y pensaban poder influir en el caso, precisamente en los momentos en que el cura que oficia misa ahí, ante uno o dos de los instigadores, incluido el comandante de policía que ya no actuaba bajo las órdenes del comisario, sino del pueblo lidereado informalmente y en los hechos por esos sujetos que llamamos “instigadores”, ante los representantes legales de la universidad que desde temprano habían sido notificados, el director del Instituto donde trabaja el maestro Santiago, el delegado regional de la Procuraduría de Justicia del Estado, un subsecretario de Asuntos Religiosos del gobierno, etc., algunos padres de familia, y unos señores que eran mayordomos de las fiestas religiosas, ante todos nosotros defendía la propuesta de que “el caso” no fuera discutido así ante la multitud enardecida, que él se ofrecía a que en una reunión con todos los mayordomos de las fiesta se tomara la decisión de qué hacer, pues llevarlo a la reunión con la muchedumbre no era la adecuada para sacar una solución justa.

A todos nos pareció buena la propuesta, aunque no vi muy contento de ella a uno de los instigadores, un gordo que portaba una camiseta raída con un logo del PRI, a quien me presenté como padre de uno de los muchachos y ni caso me hizo. El cura se retiró a deliberar en privado con los mayordomos y se hizo un receso para el que pedimos que salieran los estudiantes de las mazmorras y los sacaron, después de muchas horas sin que pudieran dormir ni tomar alimentos.

Ellos nos contaron detalles de todo lo ocurrido. La primera inconformidad que expresaron es que los señalaran como culpables de algo que no habían hecho. Se habían percatado que entre esa gente corría la versión o la sospecha que “las parejitas” habían fornicado en el templo, que llevaban bebidas alcohólicas, que habían bebido agua del pozo de Oztotempan, que habían tomado fotos de sus centros ceremoniales, que posiblemente eran evangélicos. Se aterraron cuando en esa madrugada, alguna gente gritaba que había que lincharlos y estando en la sala de la Comisaría, antes de que los metieran a las mazmorras, sintieron el temor de que algunos quisieran agredirlos físicamente, y pusieron una mesa como barricada en la escalera que da acceso. Estos infundios propalados y no desmentidos por nadie, ni siquiera averiguados, provocaron esa reacción irracional del tumulto.

Nadie pudo dar testimonio, ni lo buscaban, de lo que eran acusados los jóvenes. Los infundios propalados fue lo que predominó, como en todos los eventos demagógicos de todo el mundo. Se sabe que un campesino al pasar por el lugar se dio cuenta que ellos se metieron al templo con la lluvia y fue quien avisó al pueblo que a la vez celebraba el grito y preparaba una procesión especial para pedir la lluvia. Cuando llegaron a detenerlos encontraron todo en orden, las bancas en su lugar y la mayoría de ellos dormidos a los lados del templo. Empezaron a buscarles cámaras abriendo sus mochilas pero no encontraron más de una. Sólo un pequeño lazo fue lo que encontraron en la mochila de un estudiante y lo usaron como “cuerpo del delito” pues con él ¡pudieron intentar sacar agua del pozo!.

Estas versiones escucharon de la gente que se arrimaba, pero nadie de ellos, ni principales, mayordomos o gente de respeto puso orden y todo era instigado por tres sujetos que los estudiantes identificaron como los “cabecillas”, los más agresivos, quienes impartían órdenes e instigaban a la gente. En ningún momento se planteó indagar por algún medio la versión de los acusados. En el juicio popular que se iba a hacer, no tendrían derecho a réplica.

En el receso establecido y mientras el cura con los mayordomos, es decir, sus autoridades religiosas, deliberaban lo que habría que hacer, llegó el rector de la UAG, platicó con los estudiantes, le ofreció su apoyo para salir de ese conflicto y en unos momentos después, los mismos instigadores convocaron a la gente, que serían entre unas doscientas o trescientas personas –de los 5 mil habitantes de Atliaca–, y las comenzaron a arengar frente a la Comisaría donde estábamos esperando el acuerdo de los mayordomos con el cura.

De hecho se erigieron en tribunal masivo que a gritos opinaba y daba sus propuestas. De nada valió que el propio maestro Santiago, como miembro de la misma comunidad, ante todos ellos se declaró responsable, tanto de conducir al grupo como de su conducta, y pidiera que la sanción recayera sobre él. Nadie le hizo caso. Éstos llamaron al rector y éste se vio obligado a dirigirse a la multitud y negociar una salida que obviamente estaba en las manos de la turba, pues podría desencadenar la violencia.

Cuando preguntó que cómo se repararía la supuesta ofensa que recibieron, de la masa surgió la propuesta respaldada a coro: ¡Una multa! ¿De cuánto? Preguntó el del micrófono, se oyeron varias muy bajas y muy altas, para que el del micrófono, pidiera la aprobación de todos de 10 mil pesos, cosa que aceptó el rector y sólo pidió tiempo para ir a su domicilio en Tixtla para traer el dinero que pagaría de su bolsillo, no de los fondos de la UAG.

La ofensa moral se había desvanecido con dinero. Los padres ahí presentes comentaron que esperaban una misa, ofrenda o alguna reparación moral al daño moral. Antes de que saliera el rector a Tixtla, salió otra propuesta: que regularice la Prepa 40 que es por cooperación para hacerla oficial de la UAG, a lo que Nelson Valle aceptó firmar con ellos la solicitud, lo que fue interpretado como una aceptación oficial. Sólo les faltó pedir la dirección de ella a los instigadores.

Algunos universitarios pensamos hacer un juicio contra éstos en particular, no contra las creencias, usos y costumbres de Atliaca, sino contra sus abusadores. Estos, habían logrado con infundios y versiones perversas incitar el coraje de la gente, y rebasar la autoridad del comisario y despojarlo de su función de responsable de la cárcel y los detenidos; luego de rebasar a las autoridades religiosas que estaban deliberando una solución con el cura, a quienes ya no se escuchó.

¿Atliaca respeta la tradición indígena? ¿Hay alguna organización de sus ritos religiosos que tenga autoridad y decida la conducta de los atliaqueños? ¿Atilaca se porta así, tumultuosamente, como todos los movimientos dirigidos por demagogos que tienen intereses escondidos, aún contra simples ciudadanos como lo son los estudiantes de la UAG? ¿Alguien se pregunta si en efecto quisieron profanar intencionalmente sus sitios sagrados? Hablar de derechos y de tradiciones sin investigar los hechos, es hablar por hablar.

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