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Humberto Musacchio

¿Renuncia el caudillo al caudillismo?

Rafael Sebastián Guillén Vicente acaba de anunciar que el “personaje” Marcos deja de existir, pues sólo fue “botarga”, “holograma cambiante y a modo” que “ya no era necesario”. De esta manera, el activista tampiqueño suprime al Subcomandante Marcos, su alter ego, un exitosísimo personaje creado, mantenido y ahora desaparecido por decisión de su creador.
Guillén Vicente no informa si también se despojará del pasamontañas, prenda que tiene una función ornamental desde que se supo quién era. Tampoco dijo si abandonará el apodo de Marcos y adoptará otro remoquete. Quizá no lo haga, pues en su familia hay la tendencia a usar seudónimos, como es el caso de su hermana Mercedes del Carmen, más conocida como Paloma, aún ahora que se desempeña como subsecretaria de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación.
Lo cierto es que si además del alias renuncia a la pipa, la máscara y otras características, Guillén se despedirá también de la única imagen que compitió con el Che de Korda en la iconografía de la izquierda mundial, lo que incidirá en una sensible baja del turismo nacional y sobre todo internacional que llega a Chiapas.
De algún modo se cierra otro ciclo del zapatismo, que emergió violentamente el primero de enero de 1994 e hizo oír la voz de los indios, acallados durante siglos. Ese primer ciclo que terminó cuando la opinión pública mundial obligó a Carlos Salinas de Gortari a cesar los bombardeos sobre la población civil de Chiapas.
Un segundo ciclo se inició con las conversaciones de paz a las que asistió Manuel Camacho como representante del gobierno federal, periodo en el que la figura de Marcos/Guillén se convirtió en un estandarte de cierto sector de la izquierda mexicana urgida de liderazgo. Igualmente, San Cristóbal de Las Casas se convirtió en un lugar conocido internacionalmente, pues hasta ahí llegaron corresponsales de todo el mundo en busca de una entrevista exclusiva con el hombre “del calcetín”, como lo llamó en forma irreverente Diego Fernández de Cevallos.
Fueron meses en que los santuarios zapatistas estuvieron más concurridos que el Tepeyac en 12 de diciembre. Con muy contadas excepciones, los intelectuales y dirigentes de izquierda de México y el mundo iban a la selva chiapaneca en busca de ese Santo Niño de Atocha redivivo. Tomarse la foto con el hombre-mito era casi como la bendición papal, aunque la inmensa mayoría se conformaba con verlo de lejos, con aplaudir sus desplantes y festejar sus ocurrencias.
Nunca dirigente alguno de la izquierda mexicana tuvo mayor capacidad de convocatoria ni más autoridad sobre tanta gente. Nunca hubo otro que de manera tan irresponsable saboteara su propio liderazgo, construido sobre una causa noble pero muy limitada. Marcos, autoerigido en apóstol de los indios, no tuvo propuesta política nacional ni proyecto de cambio radical, más allá de algunas frases afortunadas, pero finalmente huecas.
Hoy, veinte años después de su aparición y a 13 de que Vicente Fox permitiera el tour de los zapatistas, para que de ese modo perdieran el encanto de lo clandestino, el personaje decide suprimirse. Desaparece, para decirlo con sus palabras, solamente como botarga u holograma, porque seguirá ahí, como caudillo omnímodo, jefe blanco en tierra de indios que siguen y seguirán igual mientras no se superen los liderazgos –carismáticos, unipersonales, caprichosos­– que nunca podrán sustituir la conciencia colectiva ni la decisión de las masas, base del cambio profundo que México requiere.

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