Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Cómo han pasado los años (XIX) Leyendas de Acapulco

*A la memoria de Jorge Torres Palacios y Rodrigo Huerta Pegueros, periodistas de prosapia y amigos muy queridos.

La dama del misterio

Sucedió un mes cualquiera de 1794 durante el sepelio del joven Sabineano Aguinaga, miembro de una de las familias principales de Acapulco. El entierro tiene lugar en el cementerio de San Esteban, creado recientemente a instancias del rey Carlos IV y localizado en el actual barrio del Hueso (no llamado así por el osario sino por el rastro que estará más tarde en ese sitio). Dados los blasones del fallecido no resulta extraña la presencia del castellano o gobernador del puerto, don Fernando de Oxe e incluso de la jerarquía eclesiástica local encabezada por el párroco de La Soledad.
La que sí lo resulta es la de una dama española de edad avanzada, vecina reciente de este puerto. La dama del misterio, llama la población a doña Consuelo Iracheta de Monserrat, acusando una misantropía feroz, tanto que ni siquiera asiste a la misa dominical. Explicable quizás por vivir sola y estar impedida para caminar. Llega al panteón auxiliada por dos jóvenes que la cargan formando una silla con sus brazos entrelazados, como en parihuela, pues. Viste de negro riguroso y está tocada con una hermosa mantilla sevillana. Ordena a su entrada ser conducida hasta muy cerca de la tumba, acaparando naturalmente la atención de todos los presentes. El silencio auténticamente sepulcral del momento es roto por un murmullo sordo y prolongado.
Los sepultureros han concluido la excavación de la fosa y solo esperan la orden para cumplir el último proceso de su macabra tarea. En tanto, las plegarias se multiplican por el eterno descanso del joven Aguinaga y sus familiares le dan el último adiós antes de cerrar el ataúd. Será entonces cuando los operarios carguen la caja mortuoria para introducirla mediante cuerdas en la fosa. Momento preciso en el que se escucha la voz de La dama del misterio, dirigida a los enterradores. Voz aguda,enérgica, demandante:
–¡Señores sepultureros, me permiten pero han han colocado mal la caja pues la cabeza del difunto debe apuntar hacia donde el sol muere, como ordena una tradición secular. ¡Rectifiquen, por favor!
Los operarios ignoran la advertencia y continúan su lúgubre tarea, además de que ningún familiar ha ordenado lo contrario. La dama hará sentir su ofuscación con el tono irritado y el mismo reclamo:
–Háganme caso señores, por favor, o ustedes serán los responsables de graves males para la familia del joven. La costumbre establece que las cabezas de las señoritas difuntas deben apuntar hacia donde el sol nace, en tanto que las de los varones hacia donde el sol muere. ¡Insisto, por favor, no es ocurrencia mía, es que si no me atienden graves calamidades se cernirán contra la familia Aguinaga. ¡Qué ellos me escuchen, por favor!
Ante el fracaso de su recomendación y siendo ostensible el rechazo de los presentes por su necia intromisión, doña Consuelo Iracheta de Monserrat ordena a sus sirvientes cargarla de vuelta a su casa. Ya saliendo del cementerio lanzará un auténtico chillido:
–¡Necios, necios todos, que Dios no perdona a los necios!.
Cuenta la leyenda, narrada para nosotros por el cronista acapulqueño don Manuel López Victoria, que, efectivamente, la familia Aguinaga sufrirá el exterminio periódico de sus miembros a causa de extrañas circunstancias. Para los porteños no habrá duda de que se había cumplido el castigo divino, advertido por La dama del misterio.
Y desde entonces, por sí o por no, los acapulqueños sepultan a los suyos con las especificaciones dictadas por doña Consuelo Iracheta. Esto es, los varones con la cabeza hacia el sol poniente y las señoritas hacia el sol naciente. No riguroso esto último por razones insondables.

Don Victoriano Delgado

Habla Miguel Ángel Delgado Méndez, con 28 años de sepulturero en el panteón de Las Cruces, hijo de don Victoriano Delgado Encarnación, quien desempeñó ese mismo trabajo durante 40 años, a partir de la apertura del osario en 1947. Comenta sobre el particular:
“No sabemos de dónde y de cuándo viene tal costumbre, pero nosotros la respetamos al pie de la letra, sin esperar a que los dolientes nos la indiquen. Los niños con la cabeza hacia el sol naciente y los adultos, hombres y mujeres, hacia el sol poniente. Lo de las señoritas, no sé, mi papá nunca me habló de ello”.

Los negros de don Juan

La imponente presencia de los soldados senegaleses incorporados al ejército francés de los suavos –negros, altos, musculados, fieros y profiriendo aullidos atemorizantes–, creará en los indígenas mexicanos el mito de la invencibilidad. Absoluta en tanto que en aquellos cuerpos no penetraban ni balas ni aceros. La conseja será aceptada a pie juntillas por un batallón de negros costachiquenses, sin haberes y con solo la comida. Custodios en ocasiones de la fortaleza de San Diego.
Será durante un primer encuentro entre mexicanos y franceses cuando la absurda conseja quede destruida de la manera más espectacular. Lo será de manos de un soldado de Ometepec perteneciente a la corporación anotada. Enarbolando un machete azoyuteco, el hombre lanza un tajo feroz contra un suavo africano partiéndolo en dos por la cintura y de paso a su carabina. La acción habría ocurrido en la batalla de Las Cruces (Acapulco), con la humillación del capitán Bizard.
Al otro lado del cerro, Acapulco recibía una intensa ración de metralla lanzada por la escuadra francesa integrada por los buques de guerra Pallas y Diamante y las fragatas Cornelius y Galatea, surtas a mitad de la bahía. La defensa del puerto estará a cargo de los fortines ubicados en torno a la bahía y de los cuales el último en callar será el de La Mira. Iniciado a las 8:45 horas del 10 de enero de 1863, el ataque naval terminó al as 17:20 del día 12. Muchos muertos y heridos, la ciudad incendiada.
Los fuegos afectan principalmente a 17 edificios públicos y privados siendo el más dañado el de la empresa Navarrete y Cía. El inmueble es partido prácticamente en dos con la incineración de un almacén de lencería traída ¡de Francia! Los daños serán calculados más tarde en algo así como cien mil pesos. El acapulqueño Laureano Liquidano, tronco de una amplia dinastía porteña, merecerá con otros el reconocimiento al valor del propio presidente Juárez.

Epifanio Arizmendi

En tan dramático escenario se dará una historia personal de bizarría y pundonor. La del capitán Epifanio Arizmendi, originario de Dos Arroyos, quien cae prisionero de los franceses con la pierna derecha destrozada. Rechaza enérgico ser atendido por el enemigo, pero su negativa no es escuchada. El comandante francés resulta un ortodoxo de la guerra y no obstante aquel rechazo remite al herido a la enfermería habilitada en el templo de San José (hoy Palacio Federal).
Allí, un enfermero recomienda la amputación inmediata de la pierna o el paciente morirá sin remedio. Advierte, sin embargo, que tal cosa no podrá suceder porque no hay ni médico ni medios. Entonces, a un soldado acapulqueño herido levemente se le ocurre una idea y sin mencionarla corre al vecino cuartel de la Real Fuerza (San Diego). Regresa acompañado por un amigo que ha aceptado practicar la amputación de la pierna: ¡un carpintero con su serrucho en la mano!
Con todo el surrealismo del caso, aquél viene dispuesto a hacer el corte pues estima que “un hueso no ha de ser más duro que la caoba”. ¿Anestesia?, ¿qué es eso? Alguien coloca en la boca del herido un atado de tabaco para que lo muerda y soporte el dolor. Al carpintero le bastarán unos cuantos serruchazos para cortar la pierna del soldado, provocando una auténtica inundación sanguínea. Ninguno de los presentes podrá dar crédito al hecho de que el capitán Arizmendi no haya proferido ninguna queja, ningún lamento. Ellos mismo querrán explicarlo aduciendo que la muerte había llegado antes que la salvaje operación, sin embargo, no estarán muy seguros.

No es lo que te imaginas

Una mujer decente que engaña a su marido no es capaz de mirarlo a los ojos, tampoco de calentarle las tortillas a la hora de la comida, es una sentencia solemne de doña Eduviges Moncada, cartomanciana muy popular en el puerto Que ni mandada a hacer para doña Jova Espronceda no obstante su reciente matrimonio con Hesiquio Escandón.
Don Hesiquio se desempeña como secretario adjunto del secretario del castellano o gobernador del puerto, don Gaspar de la Serda, quien había fungido como padrino de la boda celebrada en la capilla de La Consolación de San Hipólito, contigua al fuerte de San Diego. Conocida también como de la Santa Cruz del Bosque, por estar rodeada por una hermosa y tupida arboleda. La feliz pareja ocupa su nidito de amor en el callejón de la Ruana en el centro de la ciudad.
Para no hacer el cuento largo, un día Hesiquio llega a su hogar más temprano que de costumbre y se encuentra con el caballo de su amigo amarrado a la puerta de su casa. Se apresura para atenderlo imaginando una visita de cortesía. Lo era, en efecto, pero para Jovita. Los encuentra en paños menores haciendo ella grandes aspavientos por la belleza de la joya que le ha obsequiado el jefe de su marido.
La entrada intempestiva de Hesiquio ha helado la sangre de la pareja. Ella apenas balbucea un “no es lo que te imaginas, Hesiquio”, inaugurando una disculpa que pretenderá ser efectiva en los próximos siglos. No lo fue en aquel momento. Hesiquio desenvaina su espada de acero toledano para atravesar el cuerpo del infiel, a la altura del ombligo. De rodillas, Jovita pide clemencia en aras del amor que se han jurado. “Porque te quiero tengo que hacerlo”, responde el hombre para hundir luego su acero en el corazón de la infiel.
Antes de abandonar la escena del crimen, el vengador toma con la espada ensangrentada la valiosa joya del drama y antes de huir la clava en un árbol con el rico brazalete.
El suceso conmoverá al adormilado villorrio para ser olvidado al poco tiempo. Un recuerdo, sin embargo, quedará de aquél crimen pasional. La arteria donde había ocurrido, La Ruana, será bautizado a partir de entonces como Callejón del Brazalete. Muchos más tarde de Los Chinacos, hoy, profesor Silvestre Gómez Hernández, en el centro de la ciudad.

El fin del mundo

Don Antonio Butrón Díaz, vestido todos los días de blanco impecable y con un abanico en la mano siempre en movimiento, será el último presidente municipal de Acapulco del siglo XIX.
Le preocupa el miedo y la zozobra que aniquila a sus gobernados, convencidos por agoreros catastrofistas que “el mundo se acabará en el primer minuto de 1900”. Organiza por ello grandes festejos distractores por al advenimiento del siglo XX y entre ellos convites, kermeses, palos encebados, bailes y tedeums. Abriga el doctor Butrón la esperanza de que los acapulqueños olviden falsas profecías y reciban el siglo con alegría, esperanza y optimismo.
Llegado el momento los acapulqueños utilizarán el método clásico para ahuyentar el mal, como lo ha hecho desde tiempo inmemorial apoyando a la tierra durante los eclipses de luna. Se trata ahora de la supervivencia del planeta y la única manera de salvarlo es haciendo el mayor ruido posible. Por ello, faltando pocos minutos para las doce del último día del siglo, Acapulco se convertirá en un ensordecedor y alucinante pandemonio. Miles de sus habitantes, hombres, mujeres, niños y ancianos, tocarán con singular frenesí toda clase de objetos metálicos. Botes, latas, bacinicas, cacerolas, sartenes, ollas de peltres y, en fin, todo objeto metálico, seguros de que con ellos están salvando a la tierra.
Cuando en el reloj de palacio municipal suene las doce campanadas y la tierra siga girando, la euforia acapulqueña no tendrá límites prolongándose los festejos por varios días.
–Bueno, comentará alguien, ahora que se cuiden los acapulqueños del siglo XXI. (¡Ay, nanita!).

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