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Silvestre Pacheco León

Los juegos en mi pueblo

El juego más antiguo que recuerdo se llamaba el Tapayol. Lo jugaban los mayores en las esquinas del pueblo. Era una pelota hecha con las hojas verdes de elote y como no botaba, el juego consistía en lanzarla al aire lo más alto que se pudiera y entonces se disputaba su caída. Quien la ganaba la lanzaba contra el primero que podía y entonces era una guerra de pelotazos.
Los variados juegos de niños, adolescentes y adultos correspondían a las diferentes estaciones del año. Los tapayoles se jugaban en los meses de septiembre y octubre, cuando las milpas de la siembra de temporal daban sus elotes.
Cuando terminaba la temporada de lluvias el juego era de los “cuartololotes”, unas nueces más grandes y duras que las de castilla que los marchantes del monte traían a vender los domingos de plaza. Aún pueden verse en el mercado a finales del año. Son tan duras que es menester romperlas con una piedra si se quiere probar el delicado sabor de su almendra.
Recuerdo que en las esquinas de las calles había piedras puestas a propósito que se utilizaban como cascanueces. Mi papá las rompía utilizando una de ellas como base y como martillo la piedra del molcajete que nosotros llamábamos “temolchin”.
Esas nueces bizarras que también comíamos se usaban para jugar la “polla”, que consistía en juntar tres de las más pequeñas que sostenían a la cuarta. Cada uno de los participantes jugaban a derribarla utilizando sus nueces como proyectiles que disparaban desde una distancia como de diez metros, marcada con una linea que no debería ser rebasada como lugar de tiro por los jugadores.
El dueño de la polla ganaba cada uno de los proyectiles que fallaban el blanco, hasta que había uno que la derribara. Con todas las nueces ganadas el dueño de la “polla” podía venderlas a quienes quedaban sin proyectiles como parque.
Al inicio del juego, para saber a quién le correspondía la “polla”, se abría una competencia trazando una raya que servía como meta para que con un tiro que correspondía a cada jugador, el que se acercara más a la marca se encargaba de ponerla.
Las nueces se podían comprar en los puestos de la plaza a razón de un centavo cada una. Los domingos era común el juego de los “cuartololotes” en las calles que contaban con la sombra de cualquier árbol frondoso. Era una fiesta para los señores que se juntaban para jugar con gran algarabía.
El ganador o los ganadores eran fácilmente identificables porque para cargar la ganancia de la “polla”, se desabotonaban la camisa y amarrada con un nudo al frente, a la altura de la cintura, la hacían como una gran bolsa en la espalda donde se metían las decenas de “cuartololotes”.
A principios del año el juego eran los yoyos y los baleros que se compraban en Chilapa. Todos eran de madera. Las competencias se hacían entre dos o más del grupo de amigos y en ambos casos ganaba el más diestro.
Si para ganar en el “yoyo” había que probar y realizar una serie de suertes haciendo las más variadas figuras sin que el yoyo dejara de girar, en el juego del balero se trataba de no fallar cada tiro para meter la punta el hoyo, cada vez. Había hasta tres maneras de ensartarlo y dependiendo de la complejidad del tiro era el valor que se le daba. Había tiros de balero que valían 10, 100 y mil puntos.
Las rayuelas y los trompos eran los juegos más socorridos entre los niños porque casi todos podían fabricar sus propios juguetes.
Las rayuelas se hacían aplanando las corcholatas de refrescos tratando de sacarles filo en los extremos. En el centro se le hacían dos agujeros por los que se pasaba una cuerda fina de algodón o un simple hilo del que las mamás usaban para coser, que se amarraba en los extremos, luego, tomados por los dedos índice de cada mano se enredaban para hacerlas girar acercando y alejando cada vez las manos.
Con las rayuelas bailando se competía entre dos para ver quien terminaba primero rompiendo con la corcholata aplanada la cuerda del contrario. Éste juego tenía cierto riesgo porque en el encuentro de las rayuelas alguna podía salir volando rota en alguno de los extremos pudiendo cortar a alguien.
El trompo, en cambio, era más laborioso fabricarlo y se requería cierta destreza para ello. Se empezaba por buscar un árbol de guayabo que tuviera alguna rama recta y gruesa. Se cortaba el trozo y luego se decidía el tamaño del trompo que se iba a fabricar. Con el machete se rebajaba y daba forma a la madera para terminar en punta, luego se buscaba un clavo al que se le cortaba la cabeza, entonces con una piedra o martillo se hundía en la madera del trompo para que fuera su punta.
El acabado final, si no había lija, se hacía con un pedazo de vidrio que se podía encontrar en algún basurero.
Un buen trompo era aquel que podía bailar y zumbar, que no brincaba ni andaba por el suelo descontrolado, dando tumbos, sino que también duraba tiempo bailando con fineza y cadencia. Los trompos que no servían se llamaban “chicuiliotes”.
Con los trompos se jugaba a ver cual duraba más tiempo bailando. También se competía para ver quien de los jugadores tenía más puntería, para eso se pintaba un círculo en el suelo donde cupiera un trompo y el juego consistía en sacar el trompo del círculo utilizando el trompo como proyectil al tiempo que lo lanzaba con la cuerda para hacerlo bailar, de tal manera que aparte de apuntarle al trompo en disputa, uno hiciera bailar su propio trompo.
Otro juego consistía en que cada jugador ponía una moneda en un círculo dibujado en el suelo, compitiendo a sacarla con el trompo bailando. La moneda que salía del círculo pasaba a ser propiedad de quien la sacaba.
Había dos clases de trompo, las “monas” que se compraban en el mercado, pintadas y con diseño apropiado para girar durante mucho tiempo, y los trompos propiamente dichos que cualquiera podía fabricar e incluso pintar con una flor azul morada que crecía en los carriles de las parcelas.
Había en las tiendas canicas de cemento. Eran las más baratas y uno podía encontrarlas de color azul, lilas y grises. Después había de agüita, que eran canicas transparentes y de un solo color. Luego otras que parecían de porcelana, no eran transparentes pero podían tener más de un color.
Las canicas más bonitas eran las que llamábamos norteñas, eran transparentes pero dentro tenían como flores o figuras multicolores. Las canicas grandes las llamábamos mundos. A veces se jugaba con balines y no faltaba quien los usara simulando canicas.
Con las canicas jugábamos el rombo, la rueda, los hoyos y las perseguidas. Se jugaba en la época de secas porque el suelo no debía hacerse lodo.
Como uno de los juegos consistía en “quebrar” la canica del contrario en las “alcanzadas” algunos tramposos utilizaban los balines.
En la época de lluvia, durante los meses de julio y agosto, cuando abundan los limones dulces en las huertas, jugábamos los ligazos utilizando la cáscara de los limones como parque que se disparaba con las ligas restiradas como resorteras utilizando los dedos meñique e índice de la mano derecha mientras el extremo se estiraba con los mismos dedos de la mano izquierda.
Se formaban grupos de amigos o barrio contra barrio en el pueblo y se tiraban los ligazos en cualquier parte del cuerpo respetando solamente la cara.
En un principio se utilizaban ligas de colores que continuamente se reventaban, hasta que llegaron las ligas de color carne que eran las más resistentes. En esos tiempos la moda entre era traer en el brazo infinidad de ligas para lo que se pudiera ofrecer.
Para hacer más fuertes los ligazos a menudo se ponían ligas dobles y si en un duelo de ligazos alguno tenía ventaja podía pedirle al amenazado que le diera su parque o sus ligas a cambio de que le perdonara el ligazo con la sentencia “Parque, liga o ligazo”.
Ése juego degeneró porque llegó a hacerse más violento y no faltó quien sustituyera la inofensiva cáscara de limón dulce, de lima o de naranja, por grapas de alambre, que esas sí dolían y eran capaces de causar heridas.
Las “ cerbatanas” se jugaban en septiembre y octubre, cuando ya las lluvias habían hecho el milagro de crecer las plantas.
En los cerros cercanos, pedregosos y empinados crecían las varas, largas y rectas como de media pulgada de diámetro. Esas eran las que cortábamos para hacer nuestras armas a las que llamábamos  cerbatanas.
Las  cerbatanas tenían en el centro una vena delgada y blanda pero elástica que se podía jalar de un extremo dejando el orificio a propósito para meterle una hoja de “ajalachi” hecha bola como si fuera una bala. Con una vara labrada del tamaño del orificio se empujaba la bala hasta dejarla en el extremo de la  cerbatana y con una segunda bala del mismo material se empujaba con fuerza de tal manera que la presión que se ejercía para liberar el aire comprimido entre bala y bala, la primera salía con estruendo de la boca de la  cerbatana y con tal fuerza que lastimaba seriamente a quien le pegaba el disparo.
Si en lugar de la hoja de “ajalachi” usábamos los frutos verdes y fuertes de un arbusto que se llama copalcohuite, eran verdaderas balas que salían de la  cerbatana compelidas por la fuerza que le aplicábamos al disparador que construíamos de las varas de los cactos secos que nosotros llamamos órganos.

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