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José Angel Díaz de León Hernández

Juan Batalla, un veterano zapatista

 Juan Batalla llegó a nuestros corazones cuando su pelo se pintó de gris. Era originario de Taxco, una región de plata y ritos religiosos, había dejado el mundo de la paciente espera campesina porque su memoria le traía a menudo fantasmas que habitaban acordes de pólvora y esperanzas libertarias que lo transportaban a Chinameca de abril de 1919.

Todos sus bienes materiales consistían en tres cajeles deshojados por el tiempo. Sabía tocar guitarra desde la juventud lejana; por eso cuando lo conocimos nos llevó por las veredas de su voz a recorrer los caminos de Zapata, de Tlaltizapán, hasta Quilamula, Jantetelco, Nepopualco y Amilcingo convocando a una revolución de nuevo tipo. En sus momentos de descanso cantaba al son de la lira con un gringo viejo de nombre Pablo Link que colgó los hábitos religiosos y se convirtió en comunista con profunda fe cristiana.

La cotidianidad de una vida campesina expuesta a las vicisitudes de una revolución institucionalizada y a la voracidad de la pobreza, no le habían dejado ocasión a su espíritu libre para sentirse satisfecho. Creía más bien que al jefe Zapata y a los campesinos como él les había tocado vivir una estafa histórica, por eso en Cuautla, en abril de 1979, en una reunión de veteranos zapatistas reprochó a Mateo Zapata su filiación priísta, diciéndole: “Si tu padre viviera ya te hubiera mandado fusilar, por traidor…”.

Buscando la tierra y libertad, la felicidad de los desheredados, a lo largo de dos años había ascendido por la vertiente sinuosa de los montes, hasta internarse en el ruidoso universo de la guacamaya, los jumiles y los tejones.

Por los días en que lluvia y tierra se aparean para parir las flores, dejó los montes y llegó a una colonia polvorienta donde la pobreza se paseaba en harapos y lombrices en las barrigas crecidas de los niños tísicos: la colonia se llamaba Villa de las Flores, nombre poético que le fue cambiado por el de Rubén Jaramillo, en honor a un mártir campesino de la lucha zapatista, por el guerrillero Florencio Medrano Mederos, El Güero Medrano. En las márgenes del río que viene del Salto de San Antón, donde construía sueños y ciudades justas.

La vida transcurría a la sombra de grandes nopaleras. Allí habilitó una vivienda abandonada, raspó los horcones florecidos con el tiempo, cubrió de lámina de cartón su casa y organizó una economía irreverente a las leyes del estado de Morelos, cerró cantinas, construyó escuelas y declaró la primer zona liberada de América, de la mano con El Güero Medrano y don Antonio González.

Las manadas de cerdos armados que desde la oscuridad espiaban los afanes de los constructores de utopías, vieron cuando los huizaches las nopaleras, las serpientes y alacranes comenzaron a abandonar los campos que habían sido su casa de manera casi imperceptible.

En cuanto hubo construido su casa, el viejo Juan inició la construcción de la casa de su vecino con mano solidaria, su ejemplo se esparció como el polen de las abejas entre los nuevos habitantes de esa tierra de huizaches y nopaleras, entonces surgieron los domingos rojos de faena colectiva, en la que los habitantes de la zona liberada construían comunitariamente sus viviendas y calles. No quería partir a la región habitada por el olvido sin zenzontles ni primaveras antes de haber ajustado cuentas con la voz de los ecos que lo desvelaban.

Sabía que en el corazón de los seres humanos hay variedades afortunadas de sueños que pueden con voluntad y lucha convertirse en tambores de persecución de utopías, gracias a la esperanza y el amor a la vida. La fabricación de utopías se basa en ecuaciones viejas de la conciencia que le permiten al hombre volver asunto de vida o muerte el material del que están hechos los sueños.

De ahí que al llegar la época en que la lluvia hace nacer flores y hongos pintando de colores la tierra, Juan Batalla se internara en la antigua senda del general Emiliano Zapata, persiguiendo viejas esperanzas.

Tres años después de haberse instalado en nuestros corazones y sembrar rosas donde había solo espinas, Juan Batalla dejó de tocar la guitarra y cantar corridos zapatistas.

El zenzontle y la primavera se fueron apropiando con trinos de su casa. Lo enterramos con honores, cantos y flores, en una mañana de sol cuando sus fantasmas dejaron de perseguir la voz del eco de sus sueños.

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