Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Jorge G. Castañeda


   Reformas institucionales antes que las estructurales

 

No estuvo mal, ese recordatorio que tuvimos la semana pasada, el jueves 11, de que a nuestros partidos lo único que los mueve es el inmovilismo. El psicodrama escenificado en la Cámara, con todo lo que le antecedió, sirvió para enseñarnos, una vez más, el estado en que se encuentran las instituciones políticas en México. Y así, vimos que, en el ámbito legislativo, todo aquel que quiere hacer algo y que no se conforma con la difícil situación del país, colisiona irremediablemente contra el muro levantado por sus correligionarios.

Sobre el PRD, e incluso sobre el PAN, no hay mucho que decir. El primero estima sin duda que bastará con seguir luchando contra molinos de viento en una batalla para maniatar al PRI y, de esa manera, ganar en 2006 gracias a un candidato que es popular por ser inclusive más populista que el PRI. El PAN, por su parte, no está ya en posición de denuncia; es casi un “observador comprometido”, para parafrasear, fuera de contexto, a Raymond Aaron. Digamos que, en efecto, se ha comprometido con una participación mínima en lo que se requiere reformar. No dice que no. Vota y eso basta. Aparentemente no hay que pedirle más.

El centro del espectáculo, como de la vida partidaria, ha sido el PRI. O, más bien, sus divisiones. Por lo pronto, sobresale una fractura principal: en un bando se encuentran los que, a partir de la derrota de 2000, sacaron la conclusión de que había que cambiar y dejar el populismo, más allá de esperar durante seis años un hipotético regreso al poder (durante los cuales, además, se negaría al gobierno en turno los medios de gobernar). Del otro lado, están quienes no sólo piensan permanentemente en una restauración del antiguo orden sino que consideran, y así lo expresan, que los primeros son ni más ni menos que unos traidores a la patria.

Los restauradores, mayoritarios todavía en el antiguo partido oficial, han demostrado claramente cuál es el arma principal que, como primera minoría o como mayoría relativa en el Congreso, están dispuestos a utilizar, a saber, el poder de castigar a aquellos que ponen en riesgo el único capital que, con razón,  estiman poder conservar aún: el voto duro. Su inquietud es entendible porque están perfectamente concientes de que deben cuidarse del adversario de izquierda, es decir, del PRD. Este partido ejerce una preocupante atracción sobre sus tropas –sobre todo en el sector de las bases duras– porque es un PRI más auténtico que el PRI post-salinista y post-zedillista. Estamos hablando, en el fondo, de una batalla entre dos Partidos Revolucionarios Institucionales tabasqueños premodernos: el de Roberto Madrazo y el de López Obrador. En lo que toca a Madrazo, ha hecho suya la añeja consigna de los partidos comunistas de la época estalinista: “Ningún enemigo a la izquierda”. Ello lo obliga a un enfrentamiento constante con el gobierno de Fox y ello, a su vez, nos lleva a otras divisiones.

En lo que toca al papel de los gobernadores priístas, podemos parafrasear también una ocurrencia de Stalin y preguntarnos, en términos estrictamente militares: “Muy bien, pero, ¿de cuantas divisiones disponen?”. La respuesta, a juzgar por lo que acaba de pasar, es que son muy pocas. Porque, en muchos casos, sus diputados simplemente no los siguieron lo que, por otro lado, es a la vez una mala y una buena noticia. Es mala, desde un punto de vista puramente coyuntural, porque ello terminó dando al traste con una reforma mínima pero necesaria; y es buena porque, en esta ocasión y de manera un tanto inédita, los diputados reaccionaron en respuesta a una diversidad de factores que no tienen necesariamente que ver con los nuevos centros de poder: la feudalización de la política nacional, por así llamarla, no va por buen camino. Esto, en sí mismo, es una excelente noticia.

Pero lo ocurrido en el Congreso la semana pasada confirmó, sobre todo, que lo urgente, lo indispensable, lo perentorio y lo imperioso es comenzar un proceso de reformas institucionales. Ya hemos dicho que éstas son la herramienta básica para emprender posteriormente las otras reformas, las estructurales. Una vez más, hemos comprobado, en los hechos, que con estos partidos, en la actual estructura institucional, nada o casi nada es posible.

En el escenario político del México actual siguen coexistiendo varios sectores. Uno de ellos pertenece al universo de la Revolución Mexicana y vive todavía de una serie de dogmas implantados en el siglo XX. Al mismo tiempo, muchos ciudadanos y actores políticos intentamos dirigir nuestra mirada al futuro (o, podríamos tal vez decir, tan sólo al presente de este nuevo siglo). Curiosamente, esta colectividad de reformadores se encuentra dispersa no sólo en diferentes grupos de la sociedad sino repartida igualmente entre los diversos partidos políticos. De ahí que observemos más afinidades entre algunos personajes de bandos contrarios que entre los propios integrantes de un partido determinado y, a la vez, que ocurran los enfrentamientos y divisiones que hemos presenciado en los últimos tiempos.

De cara a las reformas que el país necesita, se ha perdido la tradicional homogeneidad ideológica que reinaba al interior de cada partido. Por esta y otras razones, es necesario adecuar la estructura institucional a la nueva realidad. Y, es necesario repetirlo una vez más, sólo la reelección de diputados y senadores –un mecanismo que propicia la rendición de cuentas y que asegura la profesionalización de los legisladores– y un Ejecutivo emanado de las Cámaras –beneficiario, en los hechos, de una mayoría prácticamente automática– pueden obligar a los partidos a asumirse como posesores de ese poder político que actualmente no quieren ejercer. Porque, hasta ahora, cualquier acción está siempre bajo sospecha de servir los intereses del adversario y, en efecto, los intereses estrictamente partidistas siguen determinando muchas veces las diferentes decisiones en el ámbito legislativo. Si, como en un régimen semiparlamentario y semipresidencial, estuvieran obligados a aliarse, a coaligarse y a gobernar, simplemente lo harían. De otra manera, de mantener la presente armazón institucional, seguiremos sumidos en la actual parálisis, con un presidente de la República elegido para llevar a cabo un programa de gobierno al que, paradójicamente, no le hemos dado los instrumentos para lograrlo.

Por ello, requerimos cambiar a un régimen semiparlamentario y semipresidencial en el que, por definición, habría una vinculación automática entre el Ejecutivo –jefe de Gobierno– y su propia mayoría legislativa. El jefe de Estado, elegido por el sufragio universal directo, garantizaría mientras tanto la estabilidad fundamental y la continuidad de las instituciones. El jueves 11 de diciembre, con este nuevo rechazo a la reforma fiscal propuesta por el gobierno, ha quedado demostrado, nuevamente, que las transformaciones estructurales no serán viables mientras no emprendamos una reforma  de las instituciones.

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