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Jesús Mendoza Zaragoza

Cruz y resurrección

Ha concluido la Semana Santa, que para Acapulco viene siendo una verdadera oportunidad por el turismo que fluye y hace respirar a nuestro puerto. Pero, ¿qué nos deja esta Semana Santa? Evidentemente, a cada quién le deja lo que pudo haber buscado: descanso a unos y cansancio a otros, ganancias a unos y deudas a otros, esperanzas a unos y frustraciones a otros.

A pesar del ruido estridente de las vacaciones, no han dejado de verse y oírse, con grande fuerza, múltiples expresiones que buscan el sentido original de este tiempo especial en las manifestaciones religiosas. Por dondequiera, en las ciudades y en las rancherías, mucha gente se moviliza alrededor de símbolos religiosos para expresar búsquedas, inquietudes, aspiraciones y esperanzas. El cristianismo, sustrato de nuestra cultura y de nuestra sociedad, mantiene la memoria de aquél acontecimiento de Jerusalén, considerado como el parteaguas de la historia universal por todos los cristianos, cuando Jesús de Nazareth es asesinado después de un juicio perverso y amañado donde fue acusado de dos delitos: revoltoso –un delito político– y blasfemo –un delito religioso.

Lo cierto es que históricamente Jesús despertó en la gente de su tiempo, y sobre todo en los pobres, las más hondas y sublimes aspiraciones, originando un movimiento religioso con repercusiones claramente políticas. Es cierto que muchos profetas habían hecho otro tanto, pero este caso fue distinto al haber desarrollado expectativas mesiánicas muy intensas. Jesús fue visto como el Mesías, el Cristo, el ungido para obrar un rompimiento en la historia como hijo de Dios.

Esto es lo que históricamente sucedió pero fue visto e interpretado de maneras encontradas. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico innegable. La cuestión está en su interpretación. Los evangelios narran algunas de estas interpretaciones que los primeros cristianos comenzaron a elaborar y a transmitir y la Biblia recoge como reveladas y con valor autoritativo para los que creen en Jesús. Y en estos relatos bíblicos, son dos los lados de un mismo misterio que en estos días se conmemora: la cruz y la resurrección. Los escritos del Nuevo Testamento aseguran que los discípulos vieron vivo a Jesús después de su muerte en la cruz y esta experiencia religiosa ha sido el núcleo de la fe de los cristianos de todos los tiempos, inclusive de los actuales.

Es este misterio de Jesús, crucificado y resucitado, el que configura la identidad más honda y peculiar de los cristianos. ¿No es, acaso este subconsciente colectivo el que se manifiesta en las diversas manifestaciones multitudinarias de la Semana Santa como en Ixtapalapa, en El Treinta, a pesar de sus ambigüedades? Lo cierto es que en las multitudes late una fascinación por ese personaje llamado Jesús, por su mensaje y por su significado. Viene siendo un espejo donde la gente reconoce sus más hondas esperanzas y frustraciones. Predicó la justicia y muere injustamente, propuso la verdad y es condenado con una carga de embustes, fue un hombre libre y atrapado por los intereses más mezquinos, manifestó el amor de Dios y fue maldecido como un blasfemo.

Estos rasgos paradójicos causan grande atractivo para hombres y mujeres que han nacido y crecido en naciones con historia marcada por el cristianismo, como es nuestro caso. Multitudes de gentes con fina sensibilidad religiosa encuentran en Jesucristo la manera de expresar sus esperanzas heridas por tantos golpes recibidos en una sociedad injusta y excluyente.

Con todo lo que pueda tener de objetable, hay que observar cómo los indígenas procedentes de La Montaña se acercan a la imagen del “santo entierro” colocada en la parte posterior de la catedral de la Soledad, reconociendo su situación deprimente reflejada en la imagen de un muerto. Pero no es sólo eso, pues hay también una protesta ante esa situación y una esperanza que ésta cambie.

¿Qué significa la suerte de ese muerto en la cruz? De una manera incisiva y sugerente el poeta y obispo Casaldáliga refiere:

“Maldita sea la cruz que cargamos sin amor como una fatal herencia.

Maldita sea la cruz que echamos sobre los hombros de los hermanos pequeños. Maldita sea la cruz que no quebramos a golpes de libertad solidaria, desnudos para la entrega, rebeldes contra la muerte.

Maldita sea la cruz que exhiben los opresores en las paredes del banco, detrás del trono impasible, en el blasón de las armas, sobre el escote del lujo, ante los ojos del miedo. Maldita sea la cruz que el poder hinca en el Pueblo, en nombre de Dios quizás. Maldita sea la cruz que la Iglesia justifica –quizás en nombre de Cristo– cuando debiera abrasarla en llamas de profecía. ¡Maldita sea la cruz que no pueda ser La Cruz!”

Este poema señala hacia un horizonte liberador de la cruz de Jesús, tan mal entendida cuando se propone como destino, frustración o decoración de la vanidad y del poder. En la cruz, el creyente ve la oportunidad del amor capaz de transformar el mundo para hacerlo más justo y fraterno, la oportunidad de la esperanza que supera toda desesperanza, la oportunidad de la fe que ve la victoria que surge del fondo de las aparentes derrotas humanas de los que trabajan por la justicia y la paz.

En la cruz se forja la victoria de la resurrección, de la liberación más radical, fuente de todas las liberaciones humanas, desde aquéllas más íntimas que se dan en los corazones desgarrados y desesperados, hasta aquéllas que se dan en la trama de las luchas políticas, económicas y culturales entre los pueblos.

¿Qué nos deja, pues, la semana santa? A quienes creemos en el poder del amor, en la libertad conquistada, en la aparentemente imposible justicia, en la luz de la verdad que libera, a quienes creemos en la victoria del crucificado nos deja una terca esperanza que se resiste a aceptar la injusticia como el horizonte normal del ser humano y de la sociedad.

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