Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Ricardo Castillo Díaz

MAREA ALTA

* Mareacrucis

En aquellos tiempos, el gobernador de la región llamada Marea se encontraba en un verdadero dilema ante la multitud que le gritaba: “¡Libera al ladrón, a este crucifícalo!”. El hombre del poder se frotaba la barba de candado y le daba vueltas al salón, mientras pensaba qué hacer.

Mandó traer a los hombres de la ley y sabios de la época, quienes le recordaron que su popularidad era cada vez menor por los secuestros y asesinatos que ocurrían con frecuencia. Los ricos pedían la cabeza de su Centurión, encargado de los asuntos de justicia de la región, y los pobres querían trabajo y comida. El de la barba de candado decidió entregar a la turba a aquel hombre al que pedían crucificar. Este era, pensó, el momento para remontar la adversidad. Además, era la época, en que según la ley, podía indultar al preso que la mayoría decidiera. Y entonces, se lavó las manos.

La multitud se mostraba, en verdad os digo, enfurecida con aquel al que querían linchar. Durante varios años aquel hombre predicó que había que pagar impuestos, lo que le ganó la repulsa de los que incluso antes habían escuchado sus sermones. “Al César lo que es del César, beneficio ganado”, proclamó por toda la ciudad y las aldeas cercanas.

Mientras dejaba la jofaina de oro que todavía tenía un poco de agua y se secaba las manos con una exótica pero fina toalla bordada con incrustadas piedras brillantes, regalo de otro hombre poderoso de la época, el gobernador de la región ordenaba: “Soltad al ladrón”. En realidad se trataba de un líder de mercaderes que había acumulado varias denuncias –a saber, 54– y a quien precisamente, cruel coincidencia, el hombre al que pedían crucificar, el predicador de los impuestos, había echado a latigazos de las banquetas, venerables y sacrosantos lugares para el libre tránsito que por décadas los sacrílegos invasores habían profanado para vender todo tipo de productos, bajo un toldo rosa mexicano largo y descolorido. Además, se decía por toda aquella región llamada Marea, el gobernador le debía varios favores a ese ladrón.

El gentío enardecido se marchó con el hombre al que querían condenar y el poderoso de la barba de candado terminó de sacudirse las manos. Entonces reflexionó que él, su gobierno, jamás dependería de recaudar más impuestos. Antes bien, decidió, comenzaría una cruzada para exigir más monedas al emperador. Y la cabeza de su Centurión, tal vez no habría necesidad de que rodara. Al entregarles a aquel hombre y al soltar al ladrón, el pueblo ya estaba de su lado.

***

Los inconformes con el hombre de los impuestos caminaron con él por toda la principal vía, por esas fechas en que se celebraba la Pascua, repleta de forasteros.

Lo azotaron, lo abofetearon, lo escupieron. La gente creía que así se cobraba los impuestos que había pagado. Lo humillaron. Los gritos ante el gobernador de la región, aquel de la barba de candado, habían clamado que lo crucificara. Pero sus acusadores pensaron que sería mejor, para que fuera más lenta su agonía, hacerle lo que llamaron un juicio político.

El pueblo decidió aprovechar el momento para hacerse justicia contra otros dos hombres, señalados desde hacía tiempo por lo que en Grecia comenzaban a llamar demagogia. A uno de estos dos hombres, le colgaron un letrero en latín, arameo, hebreo y griego, con la inicial “M”, un guión y el número 27, que indicaba la cantidad de faltas que le imputaban. Al otro, también le colocaron el anuncio, pero con otra leyenda. “M”, decía este, junto con las letras “De Ese”. Igual estaba escrito en latín, arameo, hebreo y griego.

Y al predicador de los impuestos le colgaron uno con las siglas “FCA”, que traducido significaba “El Rey de los Impuestos”, a manera de burla.

Aguantó los golpes, los gritos. Aguantó de todo. Más aún cuando sus pies descalzos pisaban el suelo ardiente, un suelo de concreto hidráulico, que por cierto, con los “impuestos pagados” había sido uno de los milagros de su vida pública. Casi a punto de caerse, intentó extender sus brazos de manos atadas cuando vio a su madre, que llorando se atravesó en su camino. Iba acompañada del que llamaban el Cirineo, porque era originario de aquel lugar de ese mismo nombre, cuyo significado era “El que va arriba en las encuestas”.

Casi a punto del primero de sus tres desmayos en el trayecto de su calvario, el condenado señalando al Cirineo, alcanzó a decir a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y ella, al entender el mensaje de su hijo, le levantó el brazo a su acompañante. Antes, el que se pensaba que era el más fiel seguidor del predicador de los impuestos, un hombre de pelo cano a quien había dado las llaves de la Tesorería donde se almacenaba lo recaudado, lo había negado tres veces.

Ya en plena agonía, los otros dos condenados comenzaron a discutir entre sí. “Ni siquiera ahora pueden evitarlo”, cuchicheaba la multitud. El de la leyenda de la “M” y el número 27, había dicho al predicador de los impuestos: “¿No que tú eras el elegido? Si es así, por qué no te salvas y nos salvas a nosotros”. “¡Cállate!”, le había contestado el otro, acostumbrado siempre a la negociación. “Perdónalo, no sabe lo que dice”, dijo el del letrero “M De Ese” al predicador de los impuestos. “Y acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”, agregó.

El cielo comenzó a oscurecerse, cayeron rayos y la tierra comenzó a temblar por más de tres minutos. Días después, los venerables sabios de la región dijeron que el epicentro estuvo en una aldea cercana, donde desde hacía varias lunas estaba temblando. El predicador de los impuestos miró fijamente al sol, el mismo que lo había apoyado durante toda su vida pública, y enfurecido le gritó: “¿Por qué me has abandonado?”. Luego, expiró.

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Tiempo después al que esto escribe, a razón de estas líneas lo llamaron blasfemo y también lo condenaron a la misma suerte que el predicador de los impuestos. La popularidad del gobernador de la región crecía como nunca y él pensaba que haber entregado a la turba a aquel hombre, había sido su mejor decisión. Y aunque la violencia ya era parte cotidiana del imperio, la cabeza de su Centurión, el encargado de los asuntos de la justicia, seguía sin caer.

Se cree que el predicador de los impuestos resucitará al tercer… año. Poco antes del 2005, dicen sus seguidores.

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