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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Del optimismo de Peña Nieto a la dura realidad

El presidente Enrique Peña Nieto escogió un mal día, una mala semana y un mal mes para decir en un poco disimulado tono triunfalista que la violencia en el país entró en una tendencia a la baja. Lo hizo el miércoles pasado durante un encuentro con el Ejército en Nanchititla, estado de México, donde aprovechó la inauguración de una base de operaciones para exaltar la contribución militar en el combate al crimen organizado.
Peña Nieto informó que de los 122 delincuentes considerados por su gobierno los más peligrosos del país, 82 están en prisión o fueron abatidos. Y sobre el número de homicidios dolosos, es decir, los relacionados con actividades delictivas, dijo que entre enero y abril de este año se redujeron en 24 por ciento respecto al mismo periodo del 2012. Mencionó que en Sinaloa la reducción es de 26.8 por ciento, en Coahuila de 43 por ciento, en Chihuahua de 53.3 por ciento, y en Nuevo León de 71.4 por ciento. También citó los casos de algunas ciudades, como Acapulco, que en el primer cuatrimestre del 2014 registró 40 por ciento menos homicidios que en el mismo lapso de 2012. Pero se cuidó mucho de no mencionar la situación de otras desafortunadas ciudades donde el crimen no cede ni porque están llenas de policías, como Chilpancingo.
Si la tendencia señalada por Peña Nieto se mantiene, el año podría cerrar con unos 16 mil 320 homicidios, cifra obtenida de multiplicar por tres (tres cuatrimestres) las 5 mil 440 muertes documentadas entre enero y abril. Sería verdad que hay una reducción, pues en el 2012 se produjeron 21 mil 736 asesinatos.
Sin embargo, debe tomarse con reserva el optimismo del presidente Peña Nieto, porque esa reducción de una cuarta parte en el número de homicidios dolosos entre el primer cuatrimestre del 2012 y el primero de este año, no se produce en la cifra global de homicidios (que incluye cualquier clase de asesinatos). El total de homicidios registrados en aquel año es de 38 mil 227 casos, y si se proyectan a todo el año los datos del primer cuatrimestre, el 2014 alcanzaría 33 mil 888 casos, solamente 4 mil 339 menos, lo que representa una disminución de algo así como 12 por ciento. Es decir, se reducen más los homicidios dolosos, y menos los homicidios en general. Un experto en estadísticas podría encontrar quizás una explicación técnica para esa discrepancia, pero es legítimo que un observador cualquiera suponga que en realidad se debe a que una parte de los homicidios dolosos el gobierno federal los registra como homicidios comunes, como advirtieron hace tiempo organizaciones independientes.
Pero incluso si no hubiera una manipulación de los datos para inflar la reducción de la violencia, la información proporcionada por Peña Nieto no ofrece un motivo para proclamas triunfalistas. Habilidosamente, el Presidente sólo menciona porcentajes y elude las cifras precisas de los muertos, pues cuando éstas aparecen, queda en evidencia que a pesar de que existan un poco menos de víctimas que hace dos años, el país sigue en medio de una sangrienta carnicería.
Si la expectativa oficial es cerrar el año en alrededor de 16 mil homicidios dolosos, la recuperación que ello supondría situaría al país apenas en los niveles de violencia del 2009, cuando se produjeron 16 mil 118 víctimas. No es que no signifique nada, pero es un consuelo ficticio que el gobierno se aferre y presente como exitosas cifras que en su momento ya eran causa de indignación y alarma nacional. Por ejemplo, cuando en 2004 se realizó aquella marcha histórica en la ciudad de México contra la violencia, en la que se estima participó un millón de personas, hubo en el país 11 mil 658 homicidios y 323 secuestros (cuando en el 2013 hubo mil 698 y este año van 570).
Los datos que ofreció Peña Nieto pueden ser reales, pero no el optimismo que el Presidente encuentra en ellos. Pues como dijimos al principio de estas notas, el mensaje presidencial choca con la realidad. El mismo día que Peña Nieto dio este discurso en Nanchititla el 18 de junio, en un rancho de Cosamaloapan, Veracruz, fue descubierta una fosa clandestina repleta de cadáveres, 31 para ser exactos. Y un día antes, el Observatorio Nacional Ciudadano por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad había dado a conocer un informe sobre los delitos denunciados en promedio diariamente sólo en el mes de abril, que son los siguientes: cuatro secuestros, 20 extorsiones, 191 robos a negocios, 468 robos de vehículos, 46 homicidios dolosos, 282 robos a casa habitación y 512 robos con violencia (Reforma, 18 de junio de 2014).
Por si eso no fuera suficiente para abollar el entusiasmo presidencial, esa misma semana salió a la luz pública una fotografía en la que un hijo del todavía gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo, aparece con Servando Gómez Martínez, La Tuta, líder del cártel de Los Caballeros Templarios, lo que sin duda precipitó la renuncia del mandatario, oficializada el jueves 19 y formalmente por motivos de salud. Las implicaciones de esa fotografía son indiscutibles y llevan a la conclusión de que con Vallejo el gobierno de Michoacán estuvo en manos del crimen organizado, no solamente por el caso de Jesús Reyna, quien fue secretario de Gobierno y gobernador interino y recientemente detenido por haber sostenido reuniones con La Tuta. Lo confirma además un reporte de la revista Proceso, publicado ayer, que cita un informe de los servicios de inteligencia militar según el cual Vallejo llegó al gobierno con el apoyo del crimen organizado.
La comprobación del narcogobierno priísta en Michoacán, el hallazgo de una atiborrada tumba clandestina en Veracruz y los datos que muestran la persistencia de la mortandad en el país no son precisamente señales alentadoras, aun si en efecto el número de homicidios estuviera a la baja. Todo lo anterior pone en evidencia que el gobierno federal está más interesado en cacarear que en poner huevos.

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