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Jaime Castrejón Diez

La política reactiva

Por muchos años, si es que no generaciones, nuestros gobiernos han actuado como organizaciones esencialmente reactivas, es decir, la política la dictan las circunstancias más que un plan general surgido de una idea estructurada. Esto se hizo más marcado durante la república imperial, cuando cada presidente, todopoderoso, cambiaba dirección a la política de acuerdo con su forma de pensar y para acomodarse a las circunstancias del país, con el único objetivo de mantener el poder, que para ellos era lo más importante, más aún que conducir el país.

Esto  no es algo nuevo, se han escrito varias obras sobre este tema. Lo malo es que durante ese largo proceso se perdió identidad, la Revolución Mexicana como concepto en realidad nunca existió. Eran los gobiernos herederos del poder obtenido por la revolución los que la interpretaban según  sus necesidades y en ocasiones hasta sus caprichos. Es por eso que la retórica del espíritu revolucionario comenzó a sonar hueco.

Por mucho tiempo la clase política aceptó esta situación como ortodoxa y hasta se aseguró que la flexibilidad era la característica necesaria para mantener una revolución actuante en forma permanente.  Desde el nacionalismo, la conciliación, el desarrollo estabilizador, el populismo, el realismo, la revolución moral, la globalización y el liberalismo social, todos ellos se declararon “revolucionarios”. A la sombra de estas  ideas se generaron verdaderos cacicazgos que hicieron que el electorado abandonara poco a poco esta organización política.

Es por ello que uno quisiera que este nuevo sello de la democracia no siguiera el camino de la revolución. Es cierto que la negociación es necesaria para el inicio y que tanto el respecto al voto como la división de poderes son necesarios; es más la gente los exige. Pero eso no es todo, falta algo para que los mexicanos sientan que han traspasando un umbral y que hay una verdadera transformación política.

¿Cuál sería el verdadero cambio? El que el gobierno no fuera reactivo y estableciera una política definida sin dar bandazos para capotear los temporales y que hubiera planteamiento claro del país que se desea. Es claro que esto implica enfrentar situaciones difíciles, pero esencialmente es la única forma de establecer una identidad. A un año de distancia uno no puede decir que hay una transformación duradera, es la misma reacción a las circunstancias, las negociaciones para tener un consenso y no hacer olas. Esto hace que los gobernados sientan que hay nuevos actores, pero el libreto de la obra es el mismo.

El capital político es para gastarse y ciertamente el proceso electoral generó ese capital, pero gobernar no es tratar de mantener una campaña permanente para ser popular. Hay un ejemplo muy interesante que Delola Pool relata en su libro. El era un matemático de MIT que asesoró a John F. Kennedy en su campaña presidencial. Durante una de sus etapas había que decir un discurso en un estado suriano conservador y racista y la reflexión del asesor fue de hablar ahí de los derechos humanos y tomar una posición fuerte que sería impopular en ese lugar, pero abría la puerta para ganar estados como Michigan, Nueva York y California y con eso la elección. “¡No se puede ser popular en todas partes!” -le dijo el matemático. Lo que pasó ya es historia, en su gobierno se dio el gran avance en la política de derechos civiles. Esta es la gran lección de que el capital político es para invertirlo y que crezca por la acciones, no solamente por la retórica.

Lo que más desalienta es que esto no parece estar en la agenda de ninguno de los partidos, más preocupados por el dominio interno y por sus cuotas de poder que en enfrentar los problemas del país y buscarles soluciones. Pareciera que la idea que prevalece es la de un constante carnaval electoral interno y externo que no conduce al país a ningún lado sino al regreso al “sistema”. Lo más trágico es que esto no sucede en uno, sino en todos los partidos y comienza uno a dudar si el llamado “sistema” tiene la capacidad de cambiar.

Tal vez la indiferencia de las nuevas generaciones tenga su origen en estas actitudes. La juventud se ha vuelto más individualista y preocupada por su futuro personal que en los sesentas. Para ellos la política es una enfermedad social, como para Lenin el izquierdismo de su época era infantil.

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