Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Cómo han pasado los años (XXII) Templos de Acapulco

Nuestra Señora de los Reyes

A poco más de un lustro de iniciada la evangelización en el territorio Sur de la Nueva España, particularmente el que hoy comprende el estado de Guerrero, se erige en Acapulco el primer templo católico. Se acredita a Fray Juan Bautista Moya haber plantado en Acapulco la primera cruz como símbolo de la religión traída por los conquistadores. Él mismo iniciará el adoctrinamiento entre la población original.
Tiempo atrás se había iniciado la evangelización en buena parte de las tierras recién descubiertas, a cargo principalmente por cuenta de los franciscanos y los agustinos. Destacados entre los primeros Fray Pedro de Garrobilas y de los segundos Juan de Villafuerte y Fray Alonso de Borja. Todos ellos cumplieron con fidelidad la consigna superior de entusiasmar a jóvenes nativos para dedicarse al servicio de Dios. Uno de ellos fue el acapulqueño Bartolomé Díaz Laurel, quemado vivo como fraile en Nagasaki, Japón, donde divulgaba el evangelio.
El fraile más entusiasta de todos los citados, Juan de Villafuerte, se presentará ante el obispo de Michoacán, a cuya diócesis pertenecía, para ofrecerse como voluntario en la evangelización en el litoral del Mar del Sur (océano Pacífico). Y allá viene. Funda la localidad de Petatlán y le da a su santo patrón, el Padre Jesús de Petatlán, secular e insólito fenómeno de fe religiosa. Pasa más tarde a Tecpan con similares propósitos y llega finalmente a Acapulco en 1551.
Hombre de gran carisma y decisión apenas se instala en el puerto se pone a trabajar en la construcción del que será el primer templo católico de Acapulco. Logra por esas prendas personales entusiasmar en la tarea a los naturales, tan güevoncitos como los actuales. Dedicado a la advocación mariana de Nuestra Señora de los Reyes, la parroquia se levantará –según precisión del cronista don Don José Manuel López Victoria–, “en la convergencia de una barranca con el inicio de la cresta de Teconche” (hoy barrio de ese nombre, hacia arriba de la calle Independencia). Mismo sitio, por supuesto, en el que hoy se levanta la catedral de NS de la Soledad.

El jefe Chemita

El nombre de la advocación religiosa venía de que Acapulco tenía entonces la denominación de Ciudad de los Reyes y será, por cierto, el Jefe Morelos quien la revoque en 1881 por “Congregación de los Fieles”. Indignado el hombre por “la rebeldía y pertinacia de sus moradores contra los insurgentes” la cosa no parará allí. Era tanta la ira del Jefe Chemita que ordenará desalojar la ciudad para prenderle fuego, lo que finalmente no ocurrió.
Los materiales de construcción consistentes en tierra colorada y piedra, se allegaron de los contornos. Ningún cronista informa si a los constructores se les pagó con dinero contante y sonante, si trabajaron solo por la comida o aceptaron un bono de la Divina Providencia. Improbable esto último pues se trataba de una población abigarrada con dioses diversos y enfrentados entre sí: indios, mestizos, negros, filipinos y varias castas.
Don Juan de Villafuerte era de aquellos hombres negados a echar raíces por tener siempre algo o mucho que hacer en otras tierras. Un día regresará a Michoacán dejando en encomienda su misión a un hombre tan comprometido como él, Francisco Dorantes. Pasado un buen tiempo, el bachiller Dorantes se ve obligado a pedir su cambio por sentirse muy enfermo y se designa en su lugar al también al bachiller Alvar Pérez Marallón. Pero como entonces tales nombramientos venían de España, firmados por el propio monarca, en este caso Felipe II, cuando los documentos lleguen a México uno y otro habrán fallecido.
Las cosas no irán mejor cuando se dicte el tercer nombramiento a favor del bachiller Alonso Hernández de Segura. Éste no asumirá su cargo inmediatamente por incluir su comisión las vicarías de Anenecuilco, Citlaltomagua, Tezcacacitlaya, Acamutla, Coyuca y Acapulzulposte (?). Y mientras aquél llega se nombra a un suplente, el bachiller Francisco Sánchez Moreno. Cuando Hernández de Segura arribe, finalmente, un humilde Sánchez Moreno aceptará ser su coadjutor.
En una de sus primeros casorios, Hernández de Segura unirá en matrimonio a los mulatos Antón Hernández y Mariana de la Cruz, con tan mala mano que al poco tiempo la mujer será acusada de bigamia. Los cargos habrán surgido de un blanquito obsesionado en secreto con las caderas gloriosas de la mujer. En efecto, Mariana había estado casada en el pasado con un esclavo de Michoacán, según comprobarán los guaruras del Santo Oficio. Ni tardo ni perezoso, el alguacil Francisco Bobadillo arresta a la morena para presentarla ante el comisario Juan de Montilla. Éste se excusa de conocer el caso remitiéndola al fogón de la capital virreinal. A su paso por las calles, con las ropas ligerísimas untadas por el sudor a sus generosas turgencias, la pobre Mariana provocará entre la chusma varonil más que conmiseración, lascivia.

San Nicolás Tolentino

El templo dedicado al agustino San Nicolás Tolentino, patrón de “las almas del purgatorio”, se levantó en 1647 sobre un despeñadero de la hoy Quebrada, precisamente en el cruce de dos arroyos discurriendo hacia el centro de la ciudad (hoy quizás la Recaudación de Rentas). La obra estuvo a cargo del castellano Martín de Sepúlveda Troche, haciéndose cargo de la parroquia el bachiller Melchor Anejo. En torno al templo florecerá una comunidad negra, habitando chozas de palma. Ello hará abrumador el trabajo del vicario Anejo quien, para atender a tanta alma descarriada, obtendrá pronto el auxilio de Fray Pedro Martínez, procedente de la vicaría de Coyuca.
Célebre desde entonces, el aguaje bautizado como El Chorrillo, localizado en el centro de la ciudad, los vecinos presumían su agua como las más pura del puerto, surtiendo por ello la destinada a las naos de Manila, nada barata, a “real” la botija. Cuando los residentes del barrio de abajo tengan problemas para surtirse de El Chorillo, solicitarán al gobernador Diego Álvarez la perforación de un pozo profundo para abastecerse del líquido. Se denominará “Pozo de la Nación” contrarrestando a los antiguos “Pozos del Rey”, abiertos por la corona española y entre ellos el principal en el Zócalo. El Chorrillo y el Pozo de la Nación son hoy mismo dos barrios habitados por acapulqueños de cepa.
Transcurrido un año apenas de la jubilosa apertura de la capilla de San Nicolás Tolentino, un incendio voraz la reducirá a cenizas llevándose de paso el caserío vecino. Soplarán vientos tan fuertes que el fuego alcanzará el convento de San Francisco (ex palacio municipal), cuyo campanario se vendrá abajo poniendo al descubierto un entierro. El entierro de varias piezas de artillería sembradas por el ex gobernador porteño Sebastián de Corcuera, antes de ser llevado preso a las Filipinas.
Un gobernador diferente por trabajador y honrado lo era don Santisteban Bracamontes. Su actuación valerosa durante la conflagración lo convertirá en un héroe local por poner a salvo del fuego a muchas familias mulatas. Al día siguiente, la población se enterará con pesar de la postración de don Santiesteban. No se conocerá ningún diagnóstico médico, simplemente se hablará de “un chiflón de aire sobre la espalda con la ropa sudada”. Es de lamentarse que los cronistas consultados no den cuenta de la suerte de tan cumplido funcionario.

Capilla de San José

Siete años más tarde del incendio del templo de San Nicolás Tolentino, se inicia la construcción de la capilla de San José en una barranca del camino a la Real Fuerza (fuerte de San Diego), quizás a la altura del actual Palacio Federal. La iniciativa para construirla había partido del sargento Francisco del Rincón, comandante de una milicia de soldados negros encargados ellos mismos de levantarla. Así lucía en la descripción del cronista López Victoria:
“Era de techo de teja y paredes bajas. Tenía un campanario elevado al doble de las tapias y el que contenía, en su base principal, la puerta principal y tres claraboyas formando un triángulo en la parte superior Fue bendecida el 19 de marzo de 1654”, el mero día de San José.
La capilla de San José se mantendrá enhiesta según se lo permitan ciclones y terremotos que la harán polvo una y otra vez durante dos siglos, lo mismo que a todas las edificaciones sólidas del puerto. Razón por la que Acapulco no tiene iglesias como las de la ciudad de México o de la de Puebla, por ejemplo, no obstante haberse vivido aquí intensamente la época colonia. Ahí está el Fuerte.
Ya estamos en el siglo XVIII cuando el sargento Ramón Allen toma por su cuenta la reedificación de la capilla de San José y la concluye en 1819. A su bendición concurre el gobernador Domingo Elizondo y oficia la primera misa el párroco Juan José Solórzano. Éste dedica el templo al Santo Entierro aunque aclara que seguirá siendo de San José. Los franceses la utilizarán como hospital cuando invadan al puerto.

La Degollina

Luego de más de dos siglos como templo católico, la capilla de San José dará un dramático viraje para convertirse en templo protestante. Así lo ha decidido su nuevo propietario, el judío, Henry Kastán, quien había comprado el inmueble a la señora Teodosia Allen, hija del constructor, a cuya nombre estaba la capilla. Una hábil maniobra para ponerla a salvo de las Leyes de Reforma. La indignación de los acapulqueños es contenida por los vicarios de La Soledad , preocupados porque puedan darse enfrentamientos violentos. No obstante, la barbarie se hará presente.
La noche del 25 de enero de 1875 el templo protestante luce ricamente engalanado y alumbrado por una cantidad impresionante de velas. La gala obedece a la boda de la acapulqueña Zenaida Díaz, católica hasta ese momento, y el estadunidense presbiteriano Henry Morrison. El recinto está pletórico de hombres, mujeres y niños vistiendo sus mejores galas. El pastor Jacobo Olimeto santifica aquella unión y le dice al novio que Ya puede besar a la novia…
Fue esa la señal que para que una veintena de hombres blandiendo machetes y lanzando gritos ininteligibles penetrare al recinto para perpetrar una de las más crueles matanzas que recuerden los siglos de Acapulco. Así inician el relato de tan cruel masacre los cronistas Faustina y Eleuterio Liquidano (Memoria de Acapulco):
“De un machetazo, Cirilo le arranca la cabeza al novio, otro indígena le parte la cabeza al pastor y uno más abre en canal a la novia”.
El saldo de la carnicería fue de once personas muertas y catorce lesionadas, entre ellas varias mujeres y niños, todos con tajos de machete. Se habla de que fue gracias a la intervención oportuna de la policía local que los asesinos no consumaron su propósito de asesinar a todos los asistentes a la boda. La sangre correrá generosa por la empinada pendiente y habrá testimonios de que llegó al mar.
Cirilo Vázquez era el jefe de la gavilla criminal formada por indígenas de las comunidades vecinas de Carabalí y Santa Cruz. Esa misma noche los acapulqueños especularon sobre los móviles de la matanza y la identidad de los autores intelectuales. Nada, sin embargo, quedará en claro, por lo menos oficialmente. Nadie creerá la oferta del gobernador Diego Álvarez de “hacer justicia, cayera quien cayera”. Frente a tan escandalosa impunidad, tomarán fuerza las hablillas en el sentido de que el hijo de don Juan Álvarez, viejo protector de Cirilo y sus macheteros, había urdido la masacre con la jerarquía católica de la entidad. En Guerrero no tendrá cabida ninguna otra religión que no sea la católica, había advertido alguna vez don Diego… (Continuará).

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