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Moisés Alcaraz Jiménez

Reforma politica: irresponsabilidad compartida

 Si la protesta que armó el PRD en Iguala la hubiera hecho un mes atrás, tal vez ahora estaríamos festejando la reforma electoral.  Sin embargo, el partido del sol azteca cayó en el juego del PRI, que realizó una buena táctica dilatoria, y demasiado tarde se dio cuenta de su craso error. Cuando los perredistas reaccionaron, ya no había nada que hacer. Una reforma de tal magnitud no se hace en tres días.

Indiscutiblemente, la propuesta del PRD –orientada a modificar la sobrerepresentación del PRI en el Congreso y ayuntamientos, a combatir de manera más drástica los delitos electorales y a transformar a fondo el Consejo Estatal Electoral, hoy inmerso en la desconfianza que le tienen los partidos de oposición– es conveniente para el avance democrático de la entidad.

La reforma, tal y como la proponía el PRD, contribuiría a tener elecciones más equitativas, limpias, imparciales, con resultados más creíbles y con menos reclamos posteriores. Sería una reforma que garantizaría un proceso más tranquilo y permitiría el cambio pacífico de ayuntamientos y Congreso.

Esto no significa que sin la reforma electoral pasaremos ahora a la ingobernabilidad. No obstante, la descalificación anticipada del proceso por parte del PRD y otros partidos de oposición, adelanta un escenario de elecciones severamente cuestionadas, con el riesgo de que broten fuertes inconformidades a lo largo del proceso y al momento de los comicios.

Ahora los partidos se han enfrascado en una estéril guerra de declaraciones, culpándose mutuamente de este fracaso. La pregunta es ¿quién es el responsable de que no se haya realizado la reforma electoral? La respuesta podría aparecer sencilla si también nos preguntamos, ¿a quien beneficia el aborto de la reforma?

Si bien el PRD con la actual legislación electoral logró importantes triunfos, como el de Acapulco, es claro que quien mayores beneficios obtiene con este marco jurídico es el PRI y no por ello recae sólo en este partido la responsabilidad de la fallida reforma.

Ningún partido, en el sano juicio de sus dirigentes, podría apoyar cambios jurídicos que lo afecten. El PRI, a lo largo de las consultas sobre la reforma política, se mantuvo en su papel de obstaculizar el avance de los trabajos, como corresponde hacerlo a todo partido gobernante que con cambios de ese tipo vea amenazado su poder.

Las tácticas del tricolor le dieron buenos resultados y a fin de cuentas logró su propósito: las próximas elecciones se regirán con el actual Código Electoral que muchos beneficios le ha traído al PRI: lo llevó a ganar la gubernatura, una amplia mayoría en el Congreso y más del 90 por ciento de ayuntamientos. No hay pues motivo alguno para que el institucional promoviera esta reforma.

El PRD, partido que debería ser el verdadero interesado en cambiar las actuales reglas del juego electoral, demostró una alarmante pusilanimidad ante un asunto de gran trascendencia como éste.

Al cuarto para las doce, a gritos y sombrerazos quiso realizar en 72 horas lo que jamás promovió con fortaleza y decisión en los meses anteriores. Sus legisladores estuvieron ocupados (¿o los mantuvieron ocupados?) en una discusión poco fructífera para ellos, como lo fue la elaboración de la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos, disfrutaron de unas merecidas y prolongadas vacaciones, están metidos en la lucha interna para elegir dirigentes locales y nacionales y dedican tiempo completo a buscar un nuevo cargo para no quedar fuera de la nómina.

En fin, sin pretender desconocer la estrategia que el PRI llevó a cabo, el PRD debe reconocer que mucho tiene de culpa en este fracaso. Esta vez difícilmente podrán convencer a la opinión pública de que el único responsable es el tricolor. Aceptemos los errores, sólo así podremos corregirlos.

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