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Música, baile y plañideras en Huehuetán durante las exequias de Nacho Magallón

…de un caso que ha sucedido

en el pueblo’e Huehuetán

 

Corrido de Melitón Chegüe

 

Eduardo Añorve Zapata, enviado, Huehuetán * Llegar de madrugada a Huehuetán.

Antes de la curva que descubre las luces del pueblo se oye un rumor que el canto de los gallos define; luego, los burros delimitan sus notas; sin embargo, un sonido metálico indefinido, un rumor confuso permanece.

Segundos antes de mirar de frente la bajada que conduce al centro, una voz de mujer se impone desde la bocina: “Atención, atención, los Magallones grandes invitan a las rezanderas y a toda persona que guste acompañarlos en el entierro del señor Ignacio Magallón Herrera; se les comunica que dentro de unos momentos se va a llevar a cabo”.

El anuncio se repite tres veces. Al callarse el altavoz aparece un saxofón regodeándose, fachoseando en el aire, abriendo camino para que la voz se imponga: “¡Ayayayayay! La cumbiambera está triste/porque su cumbiamberito se ha ido…”, y la mirada no busca la voz sino que observa el llanto en los ojos. Trombón, guitarra eléctrica, sarsojón, batería y bajo eléctrico se aplican con emoción y sentimiento para alegrar el canto, en el patio trasero aledaño al cuarto donde está la caja, imponiéndose alternadamente cada uno, aunque el lamento dolorido lo disputan la voz y el saxo.

Algunos hombres hechos y derechos, ahítos de dolor y nostalgia, aprovechan el pretexto del alcohol para llorar o bailar.

Concluida la canción, se hace patente la dedicatoria de la música para despedir al gran músico. Y se continúa con Soledad (“manojo de ilusiones hechos trizas”), donde la dupla trombón-saxofón hacen más plañidera la imagen del dolorido llorando frente al mar por la herida que nunca más cerró.

Al frente de la casa semi derruida, en la calle, las mujeres dejan sus asientos para preparar la despedida final de la casa paterna. El templo habilitado para velar el cuerpo se adorna con flores de muerto en cantidad, con velas que iluminan los cuadros religiosos, con los cuatro cirios infaltables; el piso está cundido de veladoras; en la pared del fondo aparece una foto del difunto y dos de sus hermanos.

Comienza el rito: recoger la muchedumbre de flores, apagar la multitud de veladoras, apagar y acomodar la concurrencia de velas, apartar los retratos de los santos, de la Virgen y de Nuestro Señor Jesucristo… Afuera la voz insiste en que Nacho Magallón no

ha muerto todavía, que sigue y seguirá en el corazón de todos. Y se despican El Negro de la costa, al que nadie enseña a matar, menos si es huehueteco con machete entre las manos; aunque hace un montón que Juchitán y Huehuetán pelearon, el recuerdo sigue siendo largo.

Tocando sus canciones, bailándolas, bebiendo, divirtiéndose, disfrutando, se le quitan cargos al muerto que emprende el viaje, se aligera a Nacho en su ruta hacia el camposanto.

Las mujeres han despejado el altar; ante la caja los deudos musitan, rezan, se acongojan, se despiden de un Nacho Magallón empequeñecido y color ceniza.

“Te vas ángel mío…”, comienzan los músicos y los llantos estridentes, escandalosos, de la mujeres doloridas se enciman a las notas; algunas se aferran a la caja o la golpean mientras el llanto y la voz se desgarran; otras se sostienen en los hombros de sus hombres.

La mayoría canta la despedida. Los hombres de la familia, los hijos, primos y sobrinos, se encargan de levantar el cuerpo encajonado y lo sacan a la calle. Los llantos arrecian, acompañados de gritos e invocaciones: despedidas y reclamos al que se va por haberse adelantado.

Ahora son Las golondrinas. La procesión se acomoda: frente a la puerta, con los pies del difunto orientados hacia adelante, los cargadores se inclinan tres veces, haciendo una reverencia que es despedida final de la casa, mientras la dueña azota con agua bendita tres veces el ataúd. “Adiós, mis señores santos/ya me voy al triste olvido/adiós mi casa querida/ténganse su despedida”, cantan las rezanderas; las mujeres desamparadas estallan, al mismo tiempo, en ruegos, ayes y lamentos, ensordeciendo, ahora sí, el cortejo.

Griterío y aullidos dominan todo: el dolor desnudo. “Hijos míos, yo no quisiera/escuchar su triste llanto/porque voy al camposanto/a que me coma la tierrra”, entonan las rezanderas; luego de concluida la estrofa, la banda responde y comenta.

Aún desordenado, el cortejo se dirige a casa de los parientes cercanos para despedirse y recibir la bendición. “Y de todos mis parientes/me despido en general/a todos les doy las gracias/por venirme a acompañar”, siguen las rezadoras; y el coro de los metales y la tambora han de responderles.

Ahora, el cortejo se acomoda: dos filas de mujeres, jóvenes y niños que vinieron a acompañar, se colocan en las orillas de la calle, velas encendidas y flores en mano. Al frente y entre las dos filas van los portadores de las coronas de flores; tras de ellos dos personas cargan sendos estandartes de la Sagrada Ostia.

Al final de las filas se ubican los deudos: los cargadores de la caja, los familiares cercanos apretados en torno a aquellos y las rezanderas, ubicadas en el costado derecho. Al último están los hombres que acompañan, los que han velado y bebido.

El sol rompe las nubes, y las nubes lo ocultan. El día parece gris. El cortejo recorre la calle principal, deteniéndose en ciertas casas para despedirse del muerto. De muchas casas emergen mujeres colocándose las sevillanas para acompañar al difunto al panteón; algunas se saludan de mano, apenas tocándose los dedos; dos mujeres se encuentran, se abrazan y dicen al mismo tiempo: “Buenos días, cuñadita. Buenos días cuñadita”; otras sólo observan desde el quicio de sus puertas o a través de las ventanas.

Y el ruidoso cortejo sube la cuesta que conduce al camposanto: música lenta y lamentos a voz en cuello y rezos cantados. Antes de bajar el lado opuesto de la cuesta, para tener enfrente el panteón, las mujeres descubren un matojo de epazote y acuden a cortar sus ramitas para espantar la cangrena, enfermedad de los muertos de la que no se sana (las hojas se colocan como tapones en la nariz para evitar que el mal penetre).

En el camposanto se deposita la caja sobre una tumba, en tanto se prepara el lecho final de Nacho Magallón; todos se atutuñan en torno al ataúd, ya pisando las tumbas o sentados en ellas, corriendo el riesgo de importunar a los moradores y provocando su visita para jalar los pies a los profanos. Las cervezas y el brandy se sirven en todas direcciones. Las rezanderas callaron. Algunos deudos oran y lloran en silencio; otros lloran a grito tendido; los acompañantes platican y chancean, ríen, incluso. Los albañiles trabajan con paciencia. Los músicos emprenden, inspirados, el recuento de los éxitos de “los más gallones” de la Costa Chica, y se despachan al instante el mítico Cuararé, y a cantar y a bailar algunos; luego han de seguir Juguito de piña y papaya, Corrido de Melitón Chegüe, Angustia, Bésame mucho, El conjunto Magallón, La huehueteca, La Mula Bronca… Y tendrán que callar mientras desciende el ataúd al sepulcro.

Entonces los llantos retornan al escándalo, los gritos sollozan y lamentan. A media mañana el sol luce sin descaro. Una sobrina de Nacho impone sus palabras y se despide de un gran hombre, de un gran músico, de un hombre alegre y de bien.

Luego, los acompañantes se retiran, se despiden; los deudos permanecen, cansados, abatidos, empobrecidos. La sepultura ha sido sellada. El bullicio ha disminuido. Los músicos emprenden, por última vez, su labor de descargar a Nacho en su viaje al sepulcro del olvido: “!Ay! ¿Dónde estará?/¡Ay! ¿Cuándo vendrá?/Para que me alivie las penas…”.

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