Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Renato Ravelo Lecuona

Nourit Pered: la razón humana contra la razón de Estado*

(Primera de tres partes)

A Nuorit Pered, admirable judía israelí, hija de un pacifista que contribuyó a la reconciliación histórica entre palestinos e israelíes y pacifista ella misma, le habían preguntado: ¿Qué diría usted si su hijo o su hija fueran  asesinados en una operación terrorista palestina? Ella escribió: Yo tenía  la costumbre de replicar (que) seguiría afirmando que la desastrosa política que somete a los palestinos a la desesperación es la fuente de esta catástrofe. Si una infelicidad recayera en mí me reforzaría en mi convicción de que sólo la coexistencia entre dos pueblos pondrá fin al ciclo de  violencia y muerte de inocentes.

Y la infelicidad sucedió. A las tres de la tarde del 4 de septiembre de 1994, Smadar, la hija de catorce años de Nuorit Pered murió en la flor de su vida en un atentado terrorista en las calles de Jerusalén, junto con una  amiga y otros judíos. Después del asesinato de estos inocentes, la más  monstruosa de todas las monstruosidades recayó en el hogar de Nuorit y esta  declaró a los medios que la política del primer ministro Ariel Sharon transforma a nuestros hijos en asesinos o en asesinados, que la del gobierno israelí era una política de muerte. En Israel la muerte tiene gobierno.

Quienes tenemos hijas e hijos cargados de esperanza y de futuro, comprendemos su dolor y los profundos cuestionamientos que nos hacemos o nos haríamos ante estas desgraciadas muertes. Para mí –escribió Nuorit– no existe diferencia entre el terrorista que mató a mi hija y el soldado israelí que, en pleno acordonamiento de territorios no permitió que una palestina encinta cruzara una barrera para llegar a un hospital, de tal  forma que ella perdió a su hijo finalmente. Estoy persuadida de que si los  palestinos nos hubieran tratado como los tratamos nosotros;  hubiéramos sembrado en ellos un terror cien veces mayor.

¿Perdonarían ya los judíos, con esta lógica de la razón humana, a los nazis alemanes por el asesinato vil de seis millones de sus compatriotas en hornos crematorios masivos, sin duda la mayor monstruosidad de toda la historia  humana. ¿Se están vengando en los árabes la ofensa alemana, abusando de su  poder como nazis? ¿Por qué no se rigen ahora con una razón humana y se dejan llevar por las pasiones políticas de los Estados que propagan la  violencia entre los pueblos? ¿Son los Estados quienes borran la memoria histórica? ¿Cómo pueden los israelíes alimentar los sentimientos genocidas que ellos mismos sufrieron y descargarlos sobre los palestinos? ¿Cómo los intereses económicos y sociales que se sustancian en la caparazón de los Estados, manipulan grotesca y criminalmente a los pueblos para que se maten en la irracionalidad del odio, en el aquelarre de las guerras e imponen sus razones a la razón humana? La de Nuorit Pered es la razón humana colocada por encima de las razones de  todos los Estados. Es la utopía del tercer milenio.

El atentado terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York llevó a la  humanidad a una situación límite, a una devastadora venganza que está cubriendo con bombardeos un árido, desértico país devastado por largas guerras, y un pueblo que está pagando con sangre el delito de esconder a un simple terrorista, o quizá por apoyar a un régimen que los vengativos estadunidenses propiciaron, armaron, asesoraron y luego se opuso a su  poder. La venganza es el sentimiento que despierta el propio Estado norteamericano en su pueblo, lejos, muy lejos, de la reflexión sobre los  motivos políticos por los cuales su poder fue desafiado con actos terroristas simbólicos, universalmente entendibles y en el que se  sacrificaron cerca de cinco mil inocentes.

La respuesta de este poder desafiado es una razón de Estado que nadie cuestiona y esto es lo trágico de nuestra época, esta razón ve como lógico y necesario este terror bélico que prácticamente ha arrasado con bombas de gran potencia el territorio afgano buscando a Bin Laden y matado más inocentes que los muertos en las Torres Gemelas. La inversión estadunidense –mil millones de dólares mensuales– de su venganza bélica, puede ser varias veces mayor que la necesaria para sacar a toda esa nación de la evidente miseria en que se encuentra. Un bombardeo aéreo no de explosivos que llevan dolor y muerte a la población civil, sino una lluvia de alimentos, medicinas arrojados desde el aire, de señales de amistad, de disculpas por haber financiado antes a Bin Laden, disculpas por haber manipulado gobiernos anteriores, por haber introducido el narcotráfico, sería mucho más barato para el pueblo estadunidense y más eficaz para una paz duradera y para evitar el odio multiplicado al infinito que se provoca con la destrucción total y la imposición de un supuesto gobierno nacional. Pero EU no quiere un imperio de paz, sino de sumisión, como todos los imperios que han existido. Una política que dictara la razón humana, no sería ningún negocio capitalista, no generaría contratos para la industria bélica, ni demostraría que el poder, a la vez que poder para conducir a un pueblo supuestamente civilizado a una guerra infernal para someter a otro, es también un poder con una inmensa capacidad destructiva al que debe temérsele y un jugoso negocio.

El estadunidense no será así el pueblo amado y admirado por sus virtudes y creaciones humanas, sino el pueblo dirigido por un gobierno poderoso y vengativo, temible, quien marcará normas de conducta a todo el globo terráqueo, que no sólo globaliza la economía sino el terror.

La culpa de los Estados en la violencia que azota al mundo, que se hace recaer sólo en determinados tiranos, sátrapas, nefastos dictadores o conjuras terroristas, no puede ser lavada porque no se reconocen a sí mismos como las formaciones sociales que en todas las naciones generan, cargan la responsabilidad, la culpa, de esa violencia entre los pueblos o contra de ellos. El Estado, esa institución construida en la entraña de las sociedades, en la que participamos todos en un supuesto pacto civilatorio, no se puede adjudicar la culpa puesto que se constituye con la misión de ser la salvadora o preservadora de los intereses de todos su integrantes. Sus integrantes son entonces quienes cargan con esa culpa. El estadunidense y el judío pueden estar viendo con satisfacción por la televisión la forma como se mata a afganos y palestinos, sin ver sus rostros humanos, sin deducir nada ante escenas en las que jovencitos palestinos apedrean tanques y se exponen tirando piedras a soldados bien armados; pueden ver la caída de cientos de bombas sobre desiertos en busca de posibles cuevas de refugio; pueden sentir regocijo, algunos quizá pena y dudas, al ver cómo se apilan miles de afganos en destruidas casas, pobres de por sí. Podrán ver en el rostro de cada árabe un talibán que debe ser ultimado para su propia seguridad, gracias a su Estado protector. Por eso las políticas de los Estados son poderosas, entre más intereses económicos y de amplios sectores sociales representan, su razón es más incuestionada y sus decisiones tan poderosas que arrastran tras de sí a los pueblos a masacrarse unos a otros con un odio psicopático. Una amalgama de poder y de cultura que involucra a todas las sociedades humanas, alimenta el odio y millones de seres humanos, cuyo rostro se desfigura, entran a la masacre, sin cuestionar si hay una razón humana que justifique el volvernos asesinos o ser asesinados por otros humanos, sin duda igual que nosotros.

En este primitivo aquelarre, inevitable al parecer, naufragan voces como las de Nourit Pered y caen en la utopía humanista imposible. ¿Por qué la razón humana, de valor innegable, reconocible y aceptable para árabes y judíos, negros y blancos, ricos y pobres, latinos y sajones, orientales y occidentales, eslavos y germanos, del primer, segundo y tercer mundos, no impera en el mundo? ¿Por qué son las razones de Estado, las que determinan la historia humana y causan terribles dolores?
* Basado en un artículo de Nourit Pered publicado en Le Monde Diplomatique, octubre 1997, reproducido por Masiosare, La Jornada, el 16 de diciembre de 2001

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