Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Miguel Ángel Granados Chapa

 Plaza Pública

  Luis González y González

Sin más título que servir a la oportunidad periodística y honrar a don Luis González y González, usurpo la ocasión que de varios modos mejor empleará Enrique Krauze cuando elogie a su maestro, cuyas obras editó. Ya no pudo acudir don Luis a recibir la medalla Belisario Domínguez que con toda justeza le otorgó el Senado de la República, en octubre pasado, precisamente cuando cumplía 78 años. El 13 de diciembre siguiente, este sábado, se extinguió su vida, fructífera y constructiva como pocas en la historia mexicana, el vasto territorio a cuyo conocimiento contribuyó de muchas agradecibles maneras. Había comenzado a morir, hay que decirlo, cuando lo precedió su esposa doña Armida de la Vara, cuyo “lápiz remendador” estuvo tanto tiempo presente en la preparación editorial de sus tareas.

Don Luis haría famoso a su lugar natal, San José de Gracia, el Pueblo en vilo cuya biografía trazó en 1968. La microhistoria que de ese modo actualizó, su despliegue metodológico en libros posteriores fueron algunas de sus aportaciones a la ciencia y el arte de la historia, que de ambas formas concibió y practicó la hechura de “novelas verídicas”.

Casi licenciado en derecho en la Universidad Autónoma de Guadalajara, salvó su alma al trasladarse a la capital federal y hacerse parte de la tercera generación de estudiantes de historia del Colegio de México, donde fue alumno dilecto –como después sería amigo– de don Daniel Cosío Villegas. Cuando ingresó en El Colegio Nacional, el cenáculo de los sabios mexicanos, don Luis recordaría su paso por el Centro de Estudios Históricos del Colmex, “dirigido por don Silvio Zavala, en el que enseñaron, aparte del director, don José Miranda, don José Gaos, don Ramón Iglesia y otros distinguidísimos maestros, donde tuvimos la fortuna una veintena de estudiantes de foguearnos con un tipo de historia diferente de la didáctica o especulativa, la historia que ha merecido una docena de epítetos: científica, narrativa, descriptiva, crítica, erudita, apolillada, anticuaria, universitaria, inventarial, microscópica, menuda y académica”. Tanto disfrutó su estancia en ese centro, que dirigiría dos veces años más tarde, que cuando escribió sobre ese lugar tituló a su resultado “la pasión del nido”.

Tras estudiar en la Universidad Nacional, lo hizo también en París, en el Colegio de Francia. Fue alumno de Ferdinand Braudel, Claude Bataillon “y otros gigantes de la historia”. A su vuelta ingresó al seminario fundado por Cosío Villegas. Junto a él emprendería su obra de mayor aliento, el tomo correspondiente a La vida social, de La República restaurada, elaborada con Emma Cosío Villegas y Guadalupe Monroy, que fue la primera parte de la monumental Historia Moderna de México con que don Daniel introdujo nuevos y fecundantes aires a la investigación social entre nosotros. También preparó entonces su tesis de maestría, La tierra y el indio en la república restaurada.

Además de colaborar en otros tomos de la Historia moderna, junto con Guadalupe Monroy y Susana Uribe realizó una obra destinada a “cimentar” la indagación histórica: los tres tomos de Fuentes para la historia contemporánea de México. Libros y folletos, que reunió miles de fichas con una breve noticia del contenido de cuanto material se había publicado sobre la materia en nuestro país.

Aunque su obra personalísima es abundante y valiosa, participó a menudo siguiendo la línea fijada por Cosío Villegas, en trabajos de equipo, sea como coordinador o como responsable de áreas o volúmenes. Así, coordinó la publicación de Los presidentes de México ante la nación, recopilación en cinco tomos de los informes presidenciales a lo largo de 150 años, editada por la Cámara de Diputados. Se encargó asimismo de dos de los 23 volúmenes de la Historia de la Revolución Mexicana, preparada por el mismo Colegio de México: el número 14, Los artífices del cardenismo y el siguiente, Los días del presidente Cárdenas.

De la “advertencia” del primero de ellos tomo este párrafo, que al hablar de cómo se preparó la obra ofrece una muestra de su estilo –al que nos referimos después, y de su talante personal:

“De los amigos que han tenido vela en este entierro me gustaría recordar, aparte de los ya acreditados al comienzo y el fin de cada uno de los tomos de la serie, a quienes a través de un lustro anduvieron conmigo sacando en limpio el periodo 1934-40, y de cuya compañía yo fui el principal beneficiado; a las compañeras escritoras Alicia Hernández y Victoria Lerner, y a los compañeros Guadalupe Monroy y Miguel Ángel Camacho que en esta ocasión se abstuvieron de escribir que no de hurgar con provecho para los que escribimos. Tampoco me gustaría callar la ayuda de los demás responsables de la serie que en reuniones serias de seminario y en las comunes y corrientes del café estuvieron archigenerosos. También querría dejar constancia de la colaboración de Armida, en quien siempre recae la tarea de lavar y zurcir mis trapos en casa”.

Don Luis caracterizó su trabajo por la anchura de sus intereses, que le permitió ahondar en temas, épocas y enfoques muy variados, cuyo resultado en libros es imposible enumerar siquiera en este espacio, al igual que ocurre con sus premios. Lo singularizó también su prosa sabrosa, en apariencia coloquial pero lejana de la vulgaridad de quienes pretenden presentar su escritura sin afeites, que siempre los necesita la transmisión respetuosa del pensamiento. Su estilo fresco era trasunto de su persona.

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