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Temalacatzingo, donde las ánimas se quedan a convivir todo noviembre

 * Cada año, salen del camposanto el 31 de octubre, y el 1º de diciembre sus familiares los llevan de regreso. “Es como cuando una visita ya se va. Se le da pan, tortilla, mole; su comida para que vaya por el camino y no tenga hambre”, relata el campesino Juvencio

 Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, Temalacatzingo El 31 de octubre los fueron a buscar al camposanto para llevarlos a sus casas. El 1° de diciembre los acompañaron de regreso a la soledad de sus sepulturas. En Temalacatzingo, comunidad nahua ubicada en el municipio de Olinalá, cada año hay un tiempo en el que los muertos se mezclan con los vivos. En este lugar, los muertos vuelven a la tierra y celebran la vida junto a sus seres queridos. Aquí el día de muertos no es sólo el 2 de noviembre, sino que se extiende a todo el mes.

El 1° de noviembre prepararon ofrendas majestuosas para agasajar a sus muertos, esos que los abandonaron hace mucho o poco tiempo. Al día siguiente compartieron su comida con ellos y festejaron su presencia con cempasúchil y velas. Pero la visita de esos familiares llegados desde tan lejos no terminó ese domingo: los habitantes de Temalacatzingo creen que, una vez que llevaron a las almas de sus familiares a sus casas, éstas se quedan con ellos y permanecen allí durante 31 días. Luego de ese lapso, es necesario preparar la despedida, ya que hasta el año próximo no volverán a estar con ellos.

“Así nos dijeron nuestros abuelos”, explica una mujer llamada Catalina que resume años de tradición en pocas palabras. 

El proceso del adiós es largo. El 29 de noviembre empiezan a cocinar lo que colocarán en la última ofrenda que le brindarán a los difuntos antes de su partida. Para eso, se reúnen todas las mujeres de la familia en la cocina y trabajan juntas durante horas. Preparan tamales de chile y queso, calabazas, mole de puerco o de pollo.

“Es un momento de alegría, pensamos que están aquí con nosotros todo el mes”, cuenta Catalina mientras coloca masa de maíz en hojas de elote y dirige a las más jóvenes.

Al día siguiente, agregan más comida. Pero esta nueva ofrenda no será como la que armaron al inicio del mes. Ya no hay cempasúchil en esta época del año, sólo quedan las flores de muerto secas de la ofrenda anterior.

“Todas las velitas que se quedan del 2 de noviembre, hoy se acaban”, comenta Juvencio, un campesino que está sentado en la puerta de su casa junto a sus amigos.

En cuanto al trabajo a realizar en estos días, Juvencio dice: “Es costumbre que las mujeres preparen toda la comida, exquisita. Nosotros nada más vamos a comer. Los hombres participamos económicamente, comprando lo que sea necesario. Vamos al mandado.” 

En la casa de María Hilaria, una anciana de más de 80 años, no hay ofrenda esta vez. Su familia salió y está ella sola. No hay quien la ayude a preparar mucha comida para brindar a los difuntos.

“Se fueron todos al campo a arrancar la mazorca”, se lamenta.

Mientras tanto, a la iglesia del pueblo llega una mujer que carga bolsas, ollas y cajas. Su nombre es María y no sabe cuántos años tiene. Es la mayordoma de este año, que bajó desde la montaña para ponerle una ofrenda a los muertos que ya no tienen familia que rece por ellos. La ayudan su marido y una voluntaria, Juana. Traen consigo todo lo necesario para alimentar a “los olvidados”: mole rojo de pollo, tortillas, atole de masa sin azúcar, pan dulce y chocolate. También acarrean tazas de colores, platos, velas de cera de miel artesanales y hasta agua, jabón y una toalla para que los “muertitos” se laven las manos. María dispone las cosas y reza. Ella misma compró todo para cumplir con su encargo y gastó casi 500 pesos.

“Salgan, salgan, salgan, ánimas en pena, que el rosario santo rompe sus cadenas”, se escucha la voz del cantor.

Ahora el lugar huele a copal y chocolate. Cuando se terminan los rezos y los cantos, María y Juana reparten la comida entre los presentes, ancianos en su mayoría, que las acompañaron durante la ceremonia. 

El 1° de diciembre, las almas serán convidadas con un desayuno antes de su salida del pueblo.

“Es como cuando una visita ya se va. Se le da pan, tortilla, mole; su comida para que vaya por el camino y no tenga hambre”, relata Juvencio.

Luego del desayuno, la partida es desde la iglesia. Las personas del pueblo se reúnen allí para “ir a dejar” a las almas de sus seres queridos al camposanto. Las mujeres y las niñas llegan cubriéndose del sol del mediodía con sus rebozos. Es el mismo rebozo, blanco y negro, una y otra vez. Vienen con ramos de flores. Algunas los traen en cubetas de agua para que no se marchiten durante la procesión. Otras en canastas de palma. A falta de cempasúchil de color naranja, traen bugambilias rojas y moradas, flores de pascua coloradas y una flor amarilla y pequeña a la que dan el nombre de “maravillosa”.

Primero dan una vuelta alrededor de la antigua iglesia. Cargan un cuadro, “Las ánimas”, que representa el cielo y el infierno. Después de rodear el edificio, regresan la imagen al templo y continúan con la procesión al camposanto, que se encuentra alejado del pueblo, en un lugar más elevado.

En los momentos en que la banda deja de tocar, se escuchan los pasos en el camino de polvo y piedras. Es un camino inclinado, recorrido por pies con huaraches, descalzos o cansados. La brisa desparrama el perfume del copal que se quema en los sahumerios y, empecinada, apaga las velas de los caminantes.

La música de los instrumentos se intercala con las oraciones, casi susurros, del rezandero.  

La marcha es lenta y pausada. Cuando finalmente llegan al cementerio, las personas se dispersan. Cada cual va a las tumbas de sus familiares, a decirles adiós luego de haber compartido su cotidianeidad con ellos durante semanas. Se arrodillan, les hablan, les ponen las flores que trajeron como último obsequio, les dejan velas que no duran nada encendidas y acomodan la tierra de los sepulcros. No volverán a estar juntos hasta el año que viene.

Al mismo tiempo, en la entrada, los músicos siguen tocando y se enciende un torito. El torito corre y un hombre, con su playera en la mano y el torso desnudo, juega a espantarlo. El ruido es fuerte y el aire se llena de olor a pólvora. Ahora sí ha terminado el día de muertos.  

El regreso al pueblo es más rápido. Los pasos son más ligeros. Ya no hay flores ni velas ni copal. En este momento, sólo queda la satisfacción de haber hecho lo correcto, de haber cumplido con el deber de cuidar a sus ánimas, de haber estado con ellas.

Temalacatzingo y sus cuatro mil habitantes carecen de muchas cosas, pero su mayor riqueza son sus tradiciones. Y ellos no lo ignoran, entonces se esfuerzan para mantener sus costumbres, legado de tantas generaciones pasadas. Ellos saben que conservar la propia cultura es una responsabilidad y una necesidad, por eso la defienden, porque saben que es lo mejor que tienen.

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