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Arturo Martínez Núñez

 Eugenia, la bien nacida

En el principio fue el silencio. Antes de que el hombre fuera hombre, mucho antes de inventar la palabra, descubrió que –al igual que sus primos los primates– al emitir sonidos guturales podía comunicarse con sus semejantes, podía transmitir deseos, pero principalmente podía transmitir emociones. Y entonces surgió el canto.

Es bien sabido que la única de las artes que es verdaderamente universal es la música: no requiere de ningún conocimiento previo para provocar sensaciones, para evocar lugares –conocidos o imaginarios–, para enchinar la piel.

Hace apenas treinta años, una jovencita de pelo ensortijado y voz de niña, subió al escenario del CCH Naucalpan. Jamás descendería.

Cuando Maru que entonces todavía no era Eugenia, comenzó a decir “Si se calla el cantor, calla la vida, porque la vida misma es todo un canto…”, no sabía que esa sería su “canción-destino”. Tampoco sabía que en ese momento iniciaba la carrera de la que se convertiría en la cantante más importante de México.

Como parte del grupo Víctor Jara, Eugenia pisó todos los foros solidarios, los festivales de Oposición, las campañas del Partido Comunista y los actos a favor de todas las causas del mundo. Viajó por la República Democrática Alemana y por Checoslovaquia.

Poco a poco, sin prisas pero sin pausas, la voz de Eugenia fue ganando en calidad en gran medida gracias a su búsqueda e incursión en los distintos géneros. Así, la trova y el canto latinoamericano de lucha, fueron poco a poco acompañados por el bolero, por las rancheras, las norteñas, el danzón, la canción contemporánea, el tango y el Bel Canto.

Eugenia tuvo además el acierto de abandonar los dogmas sin abandonar los ideales: logró romper el cerco que se auto impusieron muchos artistas “progresistas”. Eugenia sabía que para lograr que su arte fuera apreciado allende los ágoras universitarios y los círculos de abajofirmantes tenía que acercarse a los medios electrónicos de comunicación masiva. Para los puristas, esto significaba venderse, claudicar, chaquetear. El artista no puede ser presa del sistema totalizador, pero tampoco del dogmatismo del que habrá de surgir el hombre nuevo. Para muchos de los que atestiguaron el nacimiento artístico de Eugenia León, verla de pronto actuar en Siempre en Domingo, en el Festival de la OTI y en otros programas del canal de las estrellas, resultaba por lo menos incómodo. Pero Eugenia sabía que los ideales y los principios no se pandean por aparecer en un foro televisivo. Al contrario: al romper el cerco, Eugenia estaba llevando su arte hacia lugares inalcanzables por los círculos intelectuales: al pueblo.

El color de la voz de Eugenia fue ganando calidad con el tiempo y así llegó la autoconfianza. Sólo era cuestión de tiempo que llegara el reconocimiento de la República de la Música. A la fiesta donde ya se encontraban Marcial Alejandro, Pepe Elorza y Jaime López, fueron arribando Manzanero, Lara, Cri-Cri, José Alfredo, los tangos, las norteñas, Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe y recientemente las galas con Fernando de la Mora y Ramón Vargas.

Tres décadas después y sumados cientos de kilómetros y de tablas, hay pocos que duden en afirmar que Eugenia León es por mucho la voz más importante de México.

Intentar hablar de la voz de Eugenia es tarea sumamente complicada porque aún no se inventan las letras que puedan describir el sonido del sentimiento. ¿A qué suena la mirada del ser amado? ¿A qué su abandono? ¿Qué escuchamos cuando vemos una injusticia, un atropello, una maldad? ¿Qué música suena cuándo hacemos el amor?

Eugenia ha conseguido la hazaña de dominar y conocer su propia voz y a partir de ahí, crear con ella lo que se le antoje: alegría, indignación, amor, llanto, risa.

Eugenia es hoy uno de nuestros activos culturales más preciados. Bendita la hora en que Eugenia –la bien nacida como indica el significado de su griego nombre– subió por primera vez a un escenario, abrió la boca y conjuró el silencio.

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