Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Lawrence de Arabia

 (Tercera de cinco partes)  Nace el guerrero

 Por su conocimiento de las culturas del desierto y el dominio del idioma árabe, Thomas Edward Lawrence es reclutado por el Estado Mayor británico cuando realiza investigaciones arqueológicas en Egipto. La misión no tiene nada que ver con la ciencia de la guerra. Se trata únicamente de que sea contacto confiable entre el alto mando del ejército inglés y los jefes tribales que luchan en el desierto contra los turcos.

El desierto se encargará de transformar la figura desgarbada y retraída del científico. Lo revelará en posesión de una alta capacidad de liderazgo, un enorme talento para la organización y una aguda intuición para la estrategia militar.

Lawrence se ganará entonces la confianza y el afecto de los nómadas del desierto, más curtidos por el infortunio que por el sol infame. Miles de ellos lo proclamarán su líder indiscutido y con él al frente se lanzarán a consumar la independencia de los pueblos árabes. 

Señoras y señores: con ustedes ¡Lawrence de Arabia! 

Lawrence arroja al fuego el uniforme caqui de coronel del ejército británico y adopta la túnica blanca y el turbante negro de los árabes. Pide a su gente llamarlo simplemente “Lawrence” aunque, frente a la dificultad para pronunciar el nombre, los beduinos lo simplificarán con un breve “orenz”.

En Londres, mientras tanto, no faltan quienes califiquen de extravagante la decisión de aquél de vestir como los beduinos, llamándolo incluso “exhibicionista, payaso e impostor sin escrúpulos”. Los militares de escritorio, por su parte, lo recuerdan como un tipo enigmático, conflictivo e incluso “rarito”. No dan crédito por ello a su protagonismo heroico, espectacular, insinuando el hecho como resultado de una “puesta en escena” del gobierno.

Las noticias procedentes del  desierto hablan ya de los primeros triunfos de los árabes contra los turcos y se acreditan a un prodigio de comunión entre el rubio isleño y los beduinos. Sólo entonces las cúpulas políticas y militares decidirán utilizar para su beneficio a tan singular y extraordinario fenómeno.

  Primeras hazañas 

Lawrence se asimila definitivamente a los modos y costumbres de las tribus del desierto. Se gana la simpatía del autor de la revuelta, Hussein ibn Ali, jeque de La Meca, quien no disimula por cierto su admiración por el inglés, particularmente porque ha sabido ganarse respeto y cariño de su gente. Irá más allá confiándole a sus hijos, Feisal y Abdullah, para que marchen con él al frente de miles de jinetes con la misión de hostilizar la retaguardia turca.

Una primera hazaña de Lawrence de Arabia sería la de organizar y disciplinar a tribus nómadas sin idea de nacionalidad, muchos de ellos peleados entre sí, necesariamente desordenados y anárquicos. Conseguir que el espíritu voluble de los hombres del desierto se empeñe en algo que requiere constancia. Hacerlos sentir soldados al servicio de una causa propia y superior y no sólo guerreros mercenarios.

A favor del soldado y científico está la resistencia formidable de los beduinos a los rigores del desierto –acostumbran largas marchas sobre arenas hirvientes consumiendo tan sólo unos pocos dátiles y unos cuantos sorbos de agua–, además de una sorprendente habilidad para la guerra de guerrillas.

El ejército turco –formal y bien pertrechado– no sentirá, en efecto, lo duro sino lo tupido. Aquellas hordas salvajes hostilizaban la retaguardia turca en acciones efectivas de pisa y corre. La “guerra de la pulga” respondía a una larga tradición árabe y sus piquetes aquí y allá daban tiempo a los estrategas ingleses para armar la ofensiva final. La comandaría el general Allenby.

La derrota del ejército turco, previsible a largo plazo, será acelerada por la escandalosa corrupción en todos sus mandos, además de la franca molicie de sus tropas. La baja moral de los soldados turcos se traducirá finalmente en una epidemia de miedo, tan peligrosa, se decía, como la propia peste. Se terminaban así cuatro siglos de dominio otomano sobre el pueblo árabe, identificados por una misma religión, sin la más leve asimilación de los opresores a la cultura dominada. 

Coronel (a) 

Lawrence de Arabia penetra una noche en una localidad enemiga. Nadie lo acompaña. Viste como turco y esconde la rubicundez del rostro tras una capa de lodo. Temeridad e inconsciencia puras. Deambula por una callejuela cuando una patrulla militar le marca el alto. Rumbo a la cárcel, la cabeza siempre agachada, no abriga ninguna esperanza de sobrevivir a su estupidez. Será fusilado como espía, piensa resignado, y ni modo, pues esa es la ley de la guerra.

Pero no, la suerte estará de su parte. El destino no pintará su raya aunque sí lo marcará para siempre. El coronel británico ha caído en manos de una patrulla cuyo único encargo es recorrer todas las noches el campamento en busca de efebos –o lo que caiga, de plano–, destinados al lecho del rey o gobernador de aquella unidad. Un también coronel turco y sodomita.

(La Gran Bretaña ha especulado morbosamente desde siempre en torno a la  presumible homosexualidad de Lawrence. Hoy mismo –según una consulta internauta– se han exhumado documentos secretos  reveladores de la existencia de una pareja  sentimental del bravo soldado. John Bruce sería su nombre y habría sido su compañero de armas).

Chasco grande se llevarán quienes pretendan encontrar en la película   Lawrence de Arabia la violación del coronel británico (la cinta está cumpliendo 41 años) El director David Lean, según algunos críticos, habría resuelto el difícil trance usando una simbología extrañísima. La acción sodomita se daría cuando el coronel turco sufre una crisis de tos y se lleva un pañuelo a la boca. (¡Que no se enteren los de Provida!) 

No faltarán, a propósito de esto último, quienes opinen que, a partir del suceso traumático, el arqueólogo y soldado se tornará retraído e insensible pero sobre todo cruel y sanguinario.

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