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Anituy Rebolledo Ayerdi

Lawrence de Arabia

 (Segunda de cuatro partes)

Thomas E. Lawrence  Nacido en Tremadoc, país de Gales, en 1888, Thomas Edward Lawrence cumple su vocación por la historia y la arqueología en la Universidad de Oxford. Participa de 1910 a 1914 en una expedición arqueológica en la Mesopotamia y hace lo propio en Siria y Egipto. Nadie imaginará entonces al retraído científico –él, mucho menos– al frente de miles de beduinos en guerra contra los turcos.

A Lawrence le apasiona el hecho portentoso de que un pueblo como el árabe, salvaje y orgulloso, haya despertado de su letargo al conjuro de las prédicas de un sencillo camellero del desierto. Profundiza en la religión entregada por Mahoma a los árabes –basada en el abandono total (Islam) a la voluntad divina que todo lo ha dispuesto de antemano y todo lo dirige– y la hace suya.

El científico se siente privilegiado de poder desentrañar la historia custodiada por el río Eúfrates. Tiene conciencia plena de que en aquella tierra feraz comenzó la civilización. Que en esa misma tierra (Génesis, dixit) Dios creó al hombre, se ubicó el Paraíso terrenal y se intentó levantar la torre de Babel.

Allí también, exactamente en la delta del río, se fundó Ur, la ciudad más antigua del mundo, de la que partió el patriarca Abrahám rumbo a Palestina.

La historia de esa “tierra entre ríos” está relacionada íntimamente con la del “pueblo escogido”, de ahí el interés por ella de arqueólogos e historiadores de todo el mundo y de todas las épocas, incluso sobre el fascinante Egipto.

El británico Lawrence no será la excepción, como estamos viendo, aunque mostrará una atención particular por ciudades como Babilonia, a orillas del Eúfrates. 

Babilonia 

Babilonia será la primera ciudad del mundo  en cuya construcción se utilicen ladrillos cocidos a altas temperaturas y no adobes secados al sol como hasta entonces. Mismos ladrillos que, también por primera vez, no serán pegados con lodo sino con una sustancia viscosa, oscura y untuosa recogida de grandes charcos localizados en la región (¡petróleo!).

Cuando Nabucodonosor gobierne Babilonia en el siglo VI A.C., será un gobernante como muchos reyes, presidentes, gobernadores y alcaldes antes y después. Tirano, mentiroso, corrupto y sibarita. Conquistará Jerusalén y llevará a los hebreos al cautiverio.

La popularidad contemporánea de Nabucodonosor, no obstante su nombre como ferrocarril, le viene de la creación  de los Jardines Colgantes de aquella fastuosa ciudad, considerados, como todo mundo sabe, una de las “siete maravillas del mundo”. No los habría dedicado a los babilonios, por supuesto, sino a la espectacular reina Semiramis, la de las grandes conquistas y fundadora del reino Asirio –el compositor italiano Giuseppe Verdi contribuirá a la fama del cruel monarca con su ópera Nabucco, cuyo tema gira alrededor de la represión judía. Un pasaje de la misma, Va, pensiero, es un popular himno de libertad interpretado  incluso por gente distante del bel canto.

Los habitantes de Babilonia regían sus vidas por los planetas como si estos tuvieran alma y pudieran ejercer una influencia en la tierra y sus habitantes. Hoy mismo, como los babilonios hace tres mil años, suman millones las personas en el planeta que toman en serio las conjunciones de los planetas a la hora del nacimiento. Quienes, como aquellos, no son capaces de iniciar un nuevo día sin antes consultar las indicaciones de los astros a través del horóscopo, oración más difundida en el mundo que el propio Credo, por decir algo.

Otra obsesión entre los babilonios, corriente en este tercer milenio, fue la prevención de hombres y mujeres contra la mala suerte. La fe en la maldición, el mal de ojo, la magia negra, la sal, los agüeros, la superstición y  los días nefastos, etc.

Los talismanes, los amuletos y toda la parafernalia anexa constituirán un mercado tan amplio como en nuestros días. 

Hamurabi 

Thomas Lawrewnce confirmará que en aquel valle se cultivaron por primera vez el trigo, la cebada y el chícharo y además se domesticaron la vaca, el borrego y la cabra. Misma tierra, por si fuera poco, donde el rey Hamurabi escribió y codificó el primer marco legal para la sociedad.

Los astrónomos babilonios desarrollaron por su parte un sistema de medición del tiempo sustentado en “El  60”, nuestros hoy todavía exactos 60 minutos y 60 segundos.

El Código de Hamurabi era una ley, como la del Talión, represora pero inspirada en un alto sentido de la moralidad y rectitud. Tenía, sin embargo, algunas cosas buenas. Una de ellas, la obligatoriedad de un salario mínimo para los trabajadores y tres días de asueto mensual para los trabajadores. He aquí algunas de sus penalidades: “El hombre que acuse a otro de un crimen y no lo pruebe, morirá… Si un hombre sorprende a su mujer en el lecho con otro hombre, la pareja adúltera será atada y echada al río… Se cortará la mano al médico que cause la muerte de un paciente al intervenirlo o si al operarlo de cataratas le vacía el ojo… Si una casa se cae por mal construida y mata al propietario, se castigará con la muerte al arquitecto responsable” (¡Que no se entere el perredista Dimayuga!).

 

Bagdad

 

La grandeza de Bagdad extasió a nuestro personaje. Mil veces hollada y tantas veces destruida se conservará durante dos siglos como capital del mundo de la cultura. Dentro de sus murallas se estudió y transcribió el pensamiento grecolatino para irradiarlo luego a lomo de camello a toda Europa y al resto del mundo.

El desarrollo de la medicina, las matemáticas, la alquimia, la botánica y la geografía le darán a Madinat al-Saalam otra denominación justísima, la de capital científica del mundo.

Será finalmente en la ciudad de las  narraciones fantásticas sobre El ladrón de Bagdad y Alibabá y los 40 ladrones, donde Lawrence de Arabia conciba la creación del “imperio de Irak”.

Lo sugiere formado por las  antiguas provincias turcas de Bagdad, Basora y Mosul y propone la corona para el emir Feisal, hijo de Hussein Ibn Ali, jefe de la revuelta del desierto.

El reino iraquí, en opinión del científico guerrero, tendría la misión histórica de “estabilizar al Islam frente al oscurantismo de Arabia Saudita”, opinión que el primer ministro inglés, Winston Churchill, compartía plenamente.

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