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Del pasmo de Salgado Tenorio al impreciso número de víctimas

Aurelio Peláez * La mañana del 9 de octubre de 1997 los efectos del huracán Paulina encontraron paralizadas a las autoridades del gobierno municipal y estatal. Los primeros datos que tenían los funcionarios que alcanzaron a llegar a las oficinas de la ayuntamiento de Acapulco hablaban de un centenar de muertos, medio centenar de desaparecidos y unos 50 mil damnificadas.

En primer lugar, se evidenció la no previsión de un huracán de la magnitud del Paulina, y en segundo, que la cultura política de los gobernantes les dejó imposibilitados para emprender las labores de reconstrucción de la ciudad, en espera de la línea. Por ello, la reconstrucción de la ciudad la asumió en las siguientes semanas el gobierno federal.

En el edificio del ayuntamiento, cercanos al alcalde Juan Salgado Tenorio recuerdan que éste quedó inmovilizado por toda la mañana, dicen que atendiendo una recomendación del gobernador Angel Aguirre Cisneros, desde Chilpancingo. Desesperaba su falta de iniciativa, ante una ciudad que amaneció con las vialidades cortadas, por el lodo o derrumbes. “La ciudad no nos va a perdonar quedarnos con las manos cruzadas, Juan”, le dijeron.

En su entorno, el director de Tránsito, Juan  Larequi; el secretario particular de la presidencia, Félix González; el coordinador de Servicios Públicos, Jorge Juárez Soto, y el director de Saneamiento Básico, Francisco Rodríguez Otero, esperaban instrucciones.

El entorno, las tres avenidas principales afectadas: la Constituyentes, cortada a la altura de iglesia de la Sagrada Familia, sobre el río de El Camarón; la avenida Cuauhtémoc, se encontraba cubierta por piedra y lodo desde el ex Cine Río hasta la terminal de camiones Estrella de Oro, cerca de dos kilómetros; la Costera, inundada de agua, lodo y piedras desde el puente de Aguas Blancas hasta el parque Papagayo, cuyo paso a desnivel se encontraba casi totalmente cubierto por agua y lodo.

En la avenida turística precisamente se presentaba el escenario de terror: el de cuerpos mutilados dispersos a lo largo de la vialidad, en esos momentos intransitable. Llegaban además informes de derrumbes de cerros en las colonias del anfiteatro, de casas sepultadas, de familias desaparecidas; también información más cercana, el de casas caídas en la colonia Progreso, aledañas al río Camarón, de muertes.

Acapulco también se quedó incomunicado en el tramo a Zihuatanejo, al derrumbarse la parte de un cerro por un trecho de la vía Mozimba-Pie de la Cuesta. Ahí el deslave de otro cerro, en la colonia de precaristas Generación 2000, provocó una veintena de muertos de familias que vivían en casas de madera y láminas de cartón. Ya se había cortado el servicio de agua potable en algunas zonas de la ciudad –y después sería en toda–, de electricidad, teléfonos y el transporte funcionaba parcialmente. En las calles, un panteón de autos volteados, semidistruidos, enterrados. Unos 500 se calculó.

Los cuerpos de seguridad y rescate atendían los casos cual respuesta cotidiana ante las emergencias, pero sin ningún plan ni estrategia. Hasta el mediodía no hubo una respuesta de las autoridades locales a la altura de lo que la magnitud del drama demandaba.

–Juan, esta actitud nos la va a cobrar la historia –le dijo al alcalde uno de sus colaboradores. No fue necesario esperar tanto. Tres meses después, ya en marcha la reconstrucción de la ciudad a partir de un préstamo de 600 millones de pesos del gobierno federal, llegó la línea desde la presidencia de la República: “Que se vaya el alcalde”. Y Juan Salgado fue obligado a solicitar licencia al puesto, pagando con la suya todas las negligencias cometidas por los anteriores gobiernos que provocaron que la ciudad viviera uno de los peores días de su historia.

Las víctimas: saldo impreciso

Hace unos días en una oficina de la presidencia municipal se afinaba el padrón de muertos por el Paulina. Había una base oficial de 177 víctimas, cuyos nombres se pretendía inscribir en una placa especial en la Plaza de la Esperanza, el reeditado monumento a las víctimas, sobre el puente del río Camarón, en Cuauhtémoc. Una señora que se enteró del proyecto acudió para verificar si aparecían los nombres de tres familiares que perdió el 9 de octubre. Ninguno estaba. Por eso, y ante la sospecha de que en el futuro pudieran aparecer los nombres de más víctimas se decidió no colocar una placa con los nombres de los difuntos.

La cifra de las víctimas fue poco precisa desde el primer día. Un primer saldo del evento, dado por el ayuntamiento de Acapulco al día siguiente del desastre, hablaba de 107 muertos, 350 heridos y más de 150 desaparecidos. El Ministerio Público reconocía ya 150 muertos; la Secretaría de la Defensa Nacional, 99, y la Cruz Roja Mexicana, 157.

No obstante, diez días después las cifras variaban. Sobre todo las de instancias no oficiales. El 12 de noviembre la Secretaría de Salud estatal hablaba de 107 muertos, en tanto que la Cruz Roja internacional informaba de unos 200. La agencia informativa Reuters, tomando una versión de la Cruz Roja de México, fijó en 400 los muertos por el huracán, cifra desmentida por organismos oficiales, aunque Cáritas Diocesana de Acapulco, dependiente del Arzobispado, aseguró en un boletín de prensa que de acuerdo con estimaciones de los sacerdotes de sus parroquias, el número de muertos ascendería a unos 500. Hasta el viernes 17 de ese mes se habían localizado 140 cuerpos.

Zedillo asumió el mando

El gobierno federal, el del presidente Ernesto Zedillo, asumió el mando de la reconstrucción de Acapulco, relegando a un segundo plano y a mandos operativos a los funcionarios de los gobiernos estatal y municipal. El sábado 11 de octubre el mismo presidente presidió en el ayuntamiento una reunión de evaluación de los trabajos de reconstrucción, a la cabeza de los funcionarios federales a quienes encomendó estas labores: Carlos Rojas, el secretario de Desarrollo Social; Carlos Ruiz Sacristán, el secretario de Comunicaciones y Transportes, y Guillermo Villalobos, el presidente de la Comisión Nacional del Agua.

Ya se había declarado a Acapulco como zona de desastre, aplicado el plan DN-III, a cargo del Ejército, y desarrollado una operación de seguridad nacional, con una óptica militar, para evitar saqueos y estallidos sociales, aunque reproches de damnificados de esa época recuerdan el poco respaldo que tuvieron de los soldados para reconstruir sus viviendas. Actos de saqueo a despensas y agua se dieron en colonias como Ciudad Renacimiento, a camiones que llevaban estos apoyos.

En el ayuntamiento, un imperativo Ernesto Zedillo definió la estrategia de la distribución de la ayuda a los acapulqueños, todos damnificados ante la falta de servicios públicos, la suspensión de clases en las escuelas, u ocupados en la reparación de sus casas. “No quiero en este asunto intermediarios oficiosos. Vamos a apoyar a la gente directamente, pero no vamos a aceptar que intereses políticos particulares, que líderes manipuladores o corruptos se aprovechen del drama humano. Nadie tiene derecho a lucrar hoy políticamente con la tragedia de los acapulqueños y no lo voy a permitir”.

El mensaje del presidente parecía como dirigido en la reunión –en la que estuvieron el gobernador Angel Aguirre y el alcalde Juan Salgado, del PRI– a los diputados federales por el PRD, Alberto López Rosas y Pablo Sandoval, así como al senador Félix Salgado, quienes sin invitación ingresaron a la reunión, pese a que sí estuvieron los senadores priístas Guadalupe Gómez Maganda y Porfirio Camarena Castro (no obstante, los actos de pillaje se dieron del lado del priísmo, como el señalamiento que se hizo al entonces síndico José Luis Torreblanca, de que estaba acaparando despensas para comercializarlas).

El “respete mi investidura” de Zedillo a López Rosas

En esa reunión del viernes 11 en el ayuntamiento, el diputado federal por el distrito 10 –donde fue el grueso de la tragedia– Alberto López Rosas, intentó tomar la palabra, siendo acallado por el presidente Zedillo.

Antes de comenzar su discurso, quiso hablar López Rosas:

–Señor, permítame señor presidente…

–Yo no admito representantes de nadie ¡Siéntese, por favor¡ –levantó la voz Zedillo.

–Señor presidente, soy representante federal.

–¡Siéntese, por favor.

–Señor presidente…

–¡Siéntese, por favor, espéreme, le ruego que respete mi investidura.

Luego, a la salida de la reunión fue abordado por Félix Salgado Macedonio, a quien también reclamó por declaraciones que consideró poco constructivas, y le dijo que “hay mucho terreno donde podemos tener competencia política, disputarnos legítimamente el interés y apoyo de la gente. Pero hay terrenos donde yo le pido por favor no lo hagamos. Este es uno de los terrenos. Si empezamos a querer lucrar políticamente su partido, mi partido o cualquiera, nos vamos a tardar en resolver el problema”. Félix Salgado le dijo que también transmitiera eso a los senadores del PRI.

También fue abordado por el diputado federal Alberto López Rosas, quien le pidió “no prejuzgar. Espero que lo tome en cuenta”. “Lo consideraremos”, respondió brevemente el Presidente.

No obstante, quien es ahora presidente municipal de Acapulco consideró ante los reporteros que la actitud de Zedillo había sido intolerante y arrogante, y eso evidenciaba “que es un presidente de los priístas”.

El plan para la normalidad

El viernes 24 de septiembre Ernesto Zedillo volvió a regresar a Acapulco, esta vez para instalar el Comité de Desarrollo Urbano, que presidiría Fernando Hiriart Valderrama, un enviado del gobierno federal. El comité tendría como objetivo actualizar el Plan director de Desarrollo Urbano municipal tomando en cuenta criterios de prevención de riesgos y de sustentabilidad ambiental,  y estimó que los recursos destinados para la reconstrucción, “entre lo devengado y lo comprometido”, serían unos 600 millones de pesos.

Ernesto Zedillo convocó a los integrantes del comité permanecer atentos para evitar nuevos asentamientos en el parque nacional El Veladero; cancelar aprovechamientos urbanos en las cuencas de alto riesgo y evitar nuevos asentamientos en la zona que defina el Comité Técnico de Cauces y Arroyos.

Quince días después del paso del huracán, se había logrado reestablecer en un 90 por ciento el servicio de agua potable; en un 100 por ciento la energía eléctrica y en un 98 por ciento el servicio telefónico y se reabrieron las escuelas. La federación llegó a intervenir prácticamente el funcionamiento de la CAPAMA y comenzaron los desalojos de colonos que permanecían en las partes altas, para reubicar a las familias lejos de la bahía. En la ciudad, comenzaba a despejarse el ambiente, luego de que por semanas se convivió con nubes de polvo por el trabajo de máquinas y camiones en el retiro de piedras de calles y cauces de arroyo. Sin daños a la infraestructura hotelera, la ciudad y sus habitante comenzaron el regreso a la normalidad y a los azares de la vida cotidiana.

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