Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Parlamentarias

 (Tercera de siete partes)

 El general Ortiz Avila

 El general y diputado José Ortiz Avila se empina una botella de Hennesy para darse valor. Ha sido convocado urgentemente a la Secretaría de Gobernación por su titular Gustavo Díaz Ordaz. Algo le dice que el llamado tiene que ver con el reciente desmadre que armó en la Cámara de Diputados. ¿Y si por esa pendejada se empaña su carrera  política y entierra con ella su aspiración máxima de gobernar Campeche? ¡Ya estará de Dios!, se dice resignado cuando penetra al austero despacho de Bucareli.

–¡Bien hecho, mi general!– estalla eufórico y sin guardar las formas el temido ogro Díaz Ordaz.

–Me ha encargado el señor presidente felicitarlo por su valiente y vigorosa defensa de las instituciones nacionales. Decirle que compartimos su convicción de que sólo hay una forma de tratar a esos pinches reaccionarios: ¡a chingadazos! Sí, señor: ¡duro con los enemigos del señor Juárez!

Más que patidifuso, entelerido, el general Ortiz Avila sonríe como estúpido dejándose estrujar por las nervudas aspas del futuro presidente de la República. No cesa de repetir:

–Sólocumplíconmideberseñorsecretario, sólocumpliconmideberseñor secretario…

Las cosas habían empezado días atrás –diciembre de 1958–,  en el curso de una sesión de la Cámara de Diputados. Un diputado del PAN, José Castillo Mena, había tomado por asalto la tribuna de Donceles para responsabilizar a los ex presidentes Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines de todos los males de “esta sufrida y saqueada nación”. No los bajará, incluido el “carita” López Mateos, de oligarcas, vendepatrias, comunistas y hasta de  rateros sanababiches.

–¡Vé y respóndele a ese pinche cabezón!–, ordena el líder de la bancada priísta al diputado Ortiz Avila.

Cuando el militar apenas prueba el micrófono de la tribuna, desde su curul, Castillo Mena lo reta gesticulando grotesca y obscenamente. Le dedica  las muecas y señales más ofensivas del lenguaje corporal. Le dibuja el violín, y los “caracolitos”, le saca la lengua y  alude a su progenitora contrayendo los brazos. Irá tan lejos como ofrecerle un anticipo de lo que será mucho más tarde la “roqueseñal”.

La defensa institucional del legislador priísta ha sido brillante y así lo acreditan porras y aplausos procedentes de su bancada e incluso de las galerías acarreadas. Sin embargo, podrá más en el ánimo del orador la mímica denostadora del yucateco llevándolo ésta a la exasperación irracional. Ortiz Avila lanza un sonorísimo “¡hijo de tu chingada madre!”, al tiempo que blande como si fuera la espada Excalibur su pavorosa 45 reglamentaria. Dirige la boca de fuego hacia la curul de Castillo Mena, con esta admonición:

–¡Sábetelo, pinche puto panista: lo que digo en la tribuna lo sostengo con mis guevos y mi cuarentaicinco!

No ha terminado la frase el orador cuando Castillo Mena, dejando al Correcaminos de las caricaturas en calidad de tullido, alcanza de dos zancadas la calle de Donceles para no parar desde ahí hasta la blanca Mérida.

–El miedo no anda en burro–, filosofa un legislador guerrerense mientras se ocupa de limpiar con aceite de comer una extraña Luger alemana.

(El general José Ortiz Avila recibirá como premio a sus servicios y lealtades la gubernatura de Campeche –1961-1967– y mucho más tarde se avecindará en Acapulco. Su mundo girará en torno al fraccionamiento Las Brisas cuya asociación de colones presidirá, además de dirigir la seguridad del mismo. Murió hace apenas unos meses).

 

Estado de Guerra

 

Llegado el momento de entrar como país  beligerante en el conflicto europeo, a raíz de la destrucción de los buquetanques mexicanos Faja de Oro y Potrero del Llano, presumiblemente por submarinos alemanes, los cocolazos se darán en la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, convocada extraordinariamente para tal efecto.

La iniciativa  enviada por el Ejecutivo a los parlamentarios sugería que se declarase un “Estado de Guerra” entre México  y los países del Eje, Alemania, Italia y Japón, a partir del 22 de Mayo de 1942.

–¿ Podría explicarme alguien de dónde diablos viene eso de “Estado de Guerra”?– pregunta un legislador.

–¿No sería más práctico advertirles a los chales que vamos a partirles el Eje? ¿O la madre, si se prefiere?

–Creo– responde otro aparentando sabiduría –reconocer en “Estado de Guerra” un concepto nuevo surgido precisamente de la actual circunstancia.

–Yo tengo mi propia versión–, anuncia el diputado Alejandro Carrillo quien de dos saltos ha ganado la tribuna. El término “Estado de Guerra” –explica– viene desde los tiempos caballerescos cuando un país era invadido sin previa declaración bélica. (Bla, bla, bla).

–¡Será el sereno!–, interrumpe desde su asiento un diputado ensombrerado. Yo sólo les digo que nuestra Carta Magna no contiene el concepto  “Estado de Guerra” y si habla de “declarar la guerra” como facultad del Ejecutivo. Pregunto: ¿no deberíamos empezar reformándola, de una buena vez?

Para cuando los diputados mexicanos se pongan de acuerdo, Hitler, al otro lado del Atlántico, habrá levantado montañas de cadáveres y convertido en cascajo a varias ciudades reliquias de la humanidad.

El litigio semántico quedará saldado cuando el  presidente Avila Camacho declare  la existencia de “un Estado de Guerra” contra las naciones del Eje –aprobado por supuesto  unánimemente por los Legisladores. Lujo grande se dará don Manuel ilustrando a los  parlamentarios sobre el significado de “un Estado de Guerra”. “Un estado de guerra –pontifica– es la guerra misma con todas sus consecuencias”. (¡Genial!).

(Sospechoso que nunca nadie haya reparado en la actitud dilatoria de los legisladores mexicanos para aprobar la declaración de guerra. Unicamente la cómica Fufurufa los llamará en un sketch carpero: ¡“pinches germanófilos, hijos prietos  de Hitler”!).

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